Línea de postes que se pierden en el horizonte de un desierto

Actos mínimos. Carlos Battilana

Foto: Grant Durr on Unsplash

ACTOS MÍNIMOS

Carlos Battilana

 

Trance

 

Las palabras en ocasiones congelan el movimiento y, sin embargo, también pueden bailar. ¿Dónde las vi bailar? Leí un poema de Alda Merini donde las palabras bailaban, pero las que más vi bailar ¿dónde fue? Ah sí, una vez en el puerto de Quequén donde Marcos levantaba los brazos, escapaba hacia el mar y su cuerpo era plumaje blanco en medio del cielo.

 

Epigrama

 

Parece un error buscar amor, afecto o comprensión donde no los hay. Es algo obvio. Conversar con la gente equivocada: las peras del olmo. Y no obstante, nunca terminamos de aprender eso, porque esperar las peras del olmo es un acto de fe. Y como sabemos la fe es un acto misterioso, pero no insensato.

 

Ínfima

 

A veces no está mal recordar la fuerza de lo mínimo, la preciosa fuerza de lo mínimo. Una ramita, un roce del aire, la ínfima luz que regresa por la mañana. Es muchísimo. La línea del horizonte en el frío mar del sur. Recordar eso. Volver a recordar. Ningún pensamiento ni estado supuestamente zen en esa tarea de poner los ojos en el horizonte del mar. El acto de mirar, de recoger la piedrita que olvidó el capital -me digo- es una fuerza. ¿Por qué recuerdo este domingo eso? Porque a veces me olvido.

 

La cólera del paria

 

Escribe César Vallejo, en carta a Pablo Abril, sobre sus avatares económicos en París. Vallejo siempre sufrió la falta de dinero, y pensó en la necesidad de una beca para estar tranquilo. Nunca pudo obtenerla. Esa saga de la precariedad es un tópico que convive con su enorme poesía. Como si la escritura atravesara su fatiga y su cuerpo expoliado, letra por letra. En un momento de la carta a Abril habla de «la cólera del paria». Se refiere a la ira que precede a las revoluciones. Pero para mí implica mucho más. Ese sintagma es tan prometedor, abre tantos mundos y tantas resonancias, que en sí mismo es un verso que concentra un poema invisible.

 

Los leños

 

«Escucho estremecido cada leño que cae». Un verso de Baudelaire, con esos elementos que toma de La Biblia para escribir poesía. La Biblia es una usina infinita. Leo este verso, y como resonancia recordamos «Lo fatal» de Darío, y «No, música tenaz, me hables del cielo…» de Martí. El terror de lo desconocido. Baudelaire -sabemos- fundó un modo de ver, y esa visión atravesó toda la poesía posterior. Hizo de la antítesis y el oxímoron no sólo sus procedimientos preferidos: se enfrentó al pasado, para demolerlo, y redefinió la belleza para poder cantar a los mendigos y los mendrugos de la ciudad. Leemos el verso citado y escuchamos los leños que crepitan en el infierno. En ese raro temor que deja flotando radica la potencia de su poesía satánica. Que, en verdad, es profundamente cristiana. Un espejo inverso. Leemos a Baudelaire en la adolescencia y lo recuperamos en la adultez, cerca del final. Leerlo en la adolescencia (blasfemias, provocaciones, desolación, humo urbano) es reconocer un futuro para la escritura de quien comienza a escribir. ¿Qué significará releer su poesía, ya adulto, cuando el nombre de Baudelaire está implícito en nuestra vida y en nuestras lecturas? Lo reconocemos, finalmente, como hermano.

 

El canto errante

 

Leo el prólogo a El canto errante de Rubén Darío. Es un Darío maduro, que ya se había dado cuenta de las «brumas septentrionales» que amenazaban América Latina, y cuya sensibilidad americana era más que evidente. Las viejas acusaciones a su supuesta evasión eran letra muerta para esos años de 1907. Por eso fue capaz de insistir con la intuición de los orígenes: «No. La forma poética no está llamada a desaparecer, antes bien a extenderse».

 

Perritos de ceniza

                                                a Francisco Madariaga

 

Disciplinados en la quintita, a veces pienso en el triste destino de un lenguaje dispuesto a reproducir al infinito la voz de la vigilancia, las señas del índice acusador. Siempre que se reconoce un poema, aun cuando su enunciación fuera afirmativa, se desvía de las formas asertivas del escalafón.

 

El silencio

 

Silencio y poesía, sabemos, son términos compatibles. Por vía de variados argumentos, muchos poetas y críticos vincularon estos dos términos. Las palabras de los poemas hacen juego con el silencio, oscilan entre el sonido y el sentido, según Paul Valéry. El sonido no es posible de ser pensado sin el silencio que lo circunda y transfigura. Pero qué ocurre con quien escribe. No hay una ley universal, por supuesto, sólo anoto unas frases de un poeta (un poeta etéreo y casi invisible) muerto hace unos pocos días: «Al silencio le tengo un cariño y un respeto…paso temporadas de silencio donde me reconstituyo…En cuanto puedo, me quedo callado» (Arnaldo Calveyra, «Entrevista», La Carta de Oliver Nº 9, 1999). No sé si quedarse callado y el silencio son cosas equivalentes, pero en el caso de Calveyra estoy seguro que sí.

 

Dilemas

 

La poesía clara, la poesía hermética. La sencillez, la oscuridad: esas proyecciones de la poesía que reposan en la fuerza de un habla poética. Machado o Trakl, Baldomero u Orozco, Rimbaud o Jiménez, el Martí de Versos sencillos o el Martí de Versos libres son falsos dilemas. La poesía parece encontrar su lenguaje cuando nombra las palabras, su propio idioma. Es probable que cada poeta responda a una gramática de fondo que es su respiración. Juan Gelman dijo que la poesía es lenguaje calcinado. ¿Qué significa esto? Para hablar del afuera, para hablar de los elementos heterogéneos del mundo, parece que la poesía calcina y transfigura las palabras que designan las cosas. Y paradójicamente, esa sería su gravitación social: repensar el lenguaje cuando está a punto de coagularse, cuando los consensos respecto del sentido son una forma de su asfixia. Hoy leí una frase de Eugenio Montale citada en el libro de Hugo Friedrich, Estructura de la lírica moderna: «Si el problema de la poesía consistiera en hacerse comprender, nadie escribiría versos».

 

La muerte del lenguaje

 

“Entre los papúes -dice el geógrafo Baron- el lenguaje es muy pobre; cada tribu tiene su lengua, y su vocabulario se empobrece sin cesar porque, después de cada deceso, se suprimen algunas palabras en señal de duelo”. Este fragmento citado por Roland Barthes resulta estremecedor y también es el origen de un relato en sí mismo. Por alguna razón lo asocié con una novela de Julio Verne que se llama El pueblo aéreo, que narra la historia de una comunidad de monos que edifica una ciudad con accesos, calles y casas sobre la cima de los árboles, en medio del bosque, gobernada por un hombre que había llegado a esa región inexplorada. Ese hombre se vuelve loco en ese laberinto mimético de muecas y chillidos, y ya sin lenguaje, carece de voluntad. El hombre es tomado como un fetiche por la cofradía de simios. Se lo concibe como una fuente de energía vital y también como si la vida fuera una inercia y un gran malentendido.

 

 La sombra

 

Jorge Onetti escribió tres libros: Cualquier cosario y otras cositas (1967), que ganó el Premio Casa de las Américas; Contramutis (1971), que había sido finalista del premio Biblioteca Breve de Seix Barral y Siempre se puede ganar nunca (1998), libro de cuentos editado por Alfaguara en 1998, meses después de la muerte del autor, ocurrida en Madrid. No leí ninguno de sus libros; al parecer es un excelente escritor. Tranquilo, apocado, algo tímido, este autor era el hijo del escritor uruguayo Juan Carlos Onetti, uno de los grandes escritores de la literatura latinoamericana del siglo XX. Juan Cruz Ruiz escribió el prólogo de su último libro, según leo en la revista Ñ de hace unos años, y cuenta que atribulado por la sombra familiar, sus libros, a pesar de ser bellos y singulares, seguían asociados al nombre de su padre. Reproduzco la conversación entre Ruiz y Jorge Onetti que habían mantenido sobre el tema:

-No me puedo cambiar de nombre; si me cambio el segundo apellido por el tercero sigo siendo Onetti igual (Sus padres eran primos).

– ¿Y si usás el cuarto?

– Es que el cuarto es Borges.

 

 Al costado del camino

 

Crónicas de motel. Este libro es el punto de partida del film Paris, Texas. Algunos lectores, hace unos años, nos hemos enamorado de ese mundo, que es pura materia pero también, posiblemente, una alegoría de algo que no alcanzamos a precisar del todo. Esas historias laterales y mínimas de la civilización, en los caminos, en las rutas, en los bares y los hoteles de la gran planicie, en esos costados donde la vida es tan intensa como en las urbes más intrincadas, nos han abierto un universo. Lugares y afluentes. Sam Shepard con ese libro describió una atmósfera y reveló una emoción singular que provenía de ese paisaje, como si el polvo y los residuos del western hubieran hecho combustión otra vez, y renovaran una fuerza de un pasado que nunca terminó de suceder. Las road movies, las versiones musicales que evocan a Thelma y Louise, algunos hermosos libros de poemas, entre otras expresiones artísticas, han transitado y recreado ese territorio ambiguo, violento y lleno de soledad con algo de la impronta de Sam. Este autor amó el misterio de los caminos, el paso de las fronteras, la alteridad. Entre otras, escribió esta frase: «Me volví hacia la extensión de tierras y me pregunté hasta dónde ir».

 

 Tanto como se puede querer

 

A sangre fría. Termino de leer esta famosa novela este verano, ese texto que cuenta un crimen real a través de procedimientos ficcionales. En verdad, se narra la historia de cuatro crímenes. Se nota que el libro se centra en una pequeña localidad del estado de Kansas, pero más que los crímenes, Capote tenía ganas de contar algunas oscilaciones ideológicas y espirituales del pueblo norteamericano a partir de un suceso tremendo. En la recopilación de voces y fuentes que realiza el narrador, en esa reconstrucción que va rastreando los tics y los actos reflejo de la sociedad norteamericana, extraigo una cita, una extraña cita de uno de los personajes del pueblo de Holcomb acerca de la familia Clutter, brutalmente asesinada: «Nunca oí una palabra contra ellos, todos los querían tanto como se puede querer a una familia».

 

Viajantes

 

Me gusta la palabra «viajante». Me gusta en su acepción original (“dependiente comercial que hace viajes para negociar ventas o compras”), pero también me resulta interesante imaginarla como un participio de presente, algo que va ocurriendo de manera simultánea y continua. Recuerdo una canción que hablaba de una muchacha que se peinaba en la cama, y de los viajantes que se iban a atrasar. Esa administración del tiempo por parte de los viajantes, que se desplazan y recorren rutas y caminos recónditos por tareas comerciales, siempre me provocó curiosidad. Qué rareza…Una parte de la palabra pareciera que tuviera ganas de merodear o de pasear por las diferentes localidades por donde transita, demorarse en sus calles misteriosas, en la plaza pública, en las primeras luces nocturnas del pequeño centro a las siete de la tarde: Saladillo, 25 de mayo, Pellegrini, Bragado, Tapalqué…Esa hora de la tarde-noche en la que un martes, un miércoles, los vecinos del lugar se retiran a la TV, a la cena, luego de plegar sus sillas en la vereda, o de haber hecho el último mandado, quizás con un poco de frío. ¿Y los viajantes? ¿Quién los acompañará en el pequeño hotel? ¿Quién sostendrá su cena? Esas horas de silencio: ¿en qué sitio se guardan, en qué cofre? Hay un libro de Osvaldo Aguirre, Lengua natal (2006), que hablaba de los amoríos furtivos del viajante y la modista, esas mínimas historias que se destinan al olvido polvoriento de los pueblos. Viajante como oficio, sí, como último avatar de una tarea que se vuelve anacrónica en la era de internet; y viajante también como acepción imaginaria: robarle un pedacito a la palabra, robarle su raíz, y soñar un viajecito sin objetivo, sin cálculo al centro de la llanura.

 

Extrañeza y familiaridad

 

Al referirse a los Diarios de Viaje de Matsuo Bashô, el insigne exponente de la poesía japonesa y uno de los maestros del haiku, Alberto Silva y Masateru Ito hablan de «contemplación andariega», lo que recuerda a Hugo Padeletti, el poeta argentino que fue un andariego de la contemplación. Y cuando hablan sobre la traducción de los textos que llevaron a cabo en la edición del Fondo de Cultura Económica, señalan que el dominio de la lengua propia y el entendimiento de la ajena se inscriben en un proceso oscilante. Advierten hasta qué punto ni la lengua nativa es enteramente propia ni la extranjera del todo ajena. Al menos comparten la misma extrañeza, como si en la propia lengua hubiera una lengua privada, singular, que se desvía un poco del código, y como si al escuchar o leer la lengua ajena (aun sin conocerla) hubiera un regocijo, una familiaridad sonora y sensorial que nos aproxima a ella.

 

La lengua íntima

 

Siempre asocié los nombres con colores. Como algo natural: Cristina: blanco. Carlos: negro. Emilia: rosado. Marcos: marrón. Claudia: rojizo. Guillermo: verde. Diana: amarillo, tirando a beige. Hugo: azul oscuro. Etcétera. De chico pregunté a un compañero de qué color era Daniel: para mí era verde claro. Me resultaba evidente. Pero no. Me miró con cara extraña como diciéndome: ¿de qué planeta viniste? Son esos pequeños rechazos en donde nuestro mundito no conecta del todo. Es como un malentendido esencial, o como una falla geológica con la que tenemos que convivir con cierto humor, por cierto, porque ese modo de ver no encaja del todo.

Recuerdo que apenas llegado a Buenos Aires, pregunté a mis compañeros de colegio, casi instintivamente: “¿Jugamos a la embopa?” En Corrientes, en el límite con Brasil, significaba jugar a la mancha. Con el tiempo supe que es un término guaraní. Nadie entendió nada. Esa otra lengua que tenemos internamente, que nos ha impregnado y que ha fundado nuestra subjetividad, no está formada sólo por palabras sino también por otros símbolos y asociaciones. Todo eso tiene un ritmo y un color. Posiblemente ese universo imaginario y sonoro nos define. La poesía puede manifestarse como la exploración de esa latencia lejana y de ese contacto babélico con los otros. La lengua ajena y la lengua propia chocan y hacen combustión. En ese contacto y en ese contraste tal vez suceda una forma, una resonancia y el comienzo sonoro de una voz. La voz singular del poema.

 

Iniciación

 

Más allá de quien nombra, es posible pensar con muchos otros poetas que no es que damos lugar a la poesía sino que es la poesía la que nos da lugar a nosotros como sujetos de una experiencia verbal. De allí, más que hablar o enunciar, somos hablados por el poema. ¿Qué supone esto? Que no controlamos la escritura sino que el flujo de lo poético deja su marca como la inscripción de una lengua social en permanente ebullición. Con los materiales de la lengua concebida como un sistema codificado, la aspiración del poema parece ser la de construir otra lengua más allá de la adscripción a una autoría. Una lengua extranjera. Según el curador y crítico de arte Rafael Cippolini, “la imaginación es una tecnología insuperable”. El arte de combinar puede suponer distintas tecnologías (verbales, plásticas, sonoras), pero la imaginación es, finalmente, la matriz indispensable que da vida a los lenguajes artísticos. Cuando se piensa en la escritura como flujo verbal, tiende a pensarse inmediatamente en técnicas como la escritura automática de los surrealistas. No obstante, el acto posterior a la escritura del poema (suprimir una coma, tachar un verso, separar una palabra del resto en el blanco de la página) también es una forma de la imaginación y el pensamiento que da lugar a la escritura poética. Una escritura del pensamiento imaginativo que incluye el deseo. Y esos actos mínimos, posteriores al primer borrador, que hacen emerger el detalle y el matiz, contienen el anhelo de que el lenguaje de la poesía no se anule sino que, por el contrario, pueda manifestarse. El tipo de ritual que se ejerce para escribir un poema es particular, incluso una superstición que forma parte de la mitología de cada poeta. Lo que no se puede nunca es abandonar la aventura y el riesgo de ser un principiante cada vez que se escribe. La poesía va a contrapelo de las nociones de profesionalismo y pericia.

 

La crítica

 

El lenguaje de la crítica es inherente a la poesía. Sin embargo, nada más desagradable e inútil que la imitación de un estilo literario en el campo de la crítica cuando se reseña un texto con el que se establece una empatía, e incluso una adhesión. De manera sugestiva, los románticos alemanes -especialmente Friedrich Schlegel- plantearon que la escritura crítica implica lo poético en tanto despliegue del germen crítico que todo poema contiene. Esta tradición teórica consideraba que la crítica tenía una dimensión creativa en virtud de su interacción con el texto artístico. A partir del contacto entre ambos lenguajes, postulaba a la crítica como un método de consumación estética. En algún sentido, el poema se terminaba de realizar en el discurso crítico. Y viceversa. La crítica puede actualizar el poema como vibración emotiva y comprensiva. Pero nunca como prolongación mimética de un estilo. La crítica también es un corte.

 

Pausa

 

Soñé que el Polaco Goyeneche recitaba en su casa un poema de memoria. Por alguna razón, yo estaba allí. En el poema aparecía la palabra «Rimbaud», y se nombraba a otros poetas. Era un poema largo y rimado, lleno de música. Y recuerdo, que luego de una pausa, el Polaco me decía: «Yo estudié poesía».

 

 


Carlos BattilanaCarlos Battilana: Es autor de El fin del verano (Siesta, 1999), La demora (Siesta, 2003), Materia (Vox, 2010), Velocidad crucero (Conejos, 2014) y Una mañana boreal (Club Hem, 2018), entre otros. La editorial Caleta Olivia publicó su poesía reunida con el título de Ramitas (2018). En 2020 publicó Luz de invierno, que incluye una selección de sus poemas (Vera Cartonera, Universidad Nacional del Litoral). Sus poemas han aparecido en antologías argentinas y latinoamericanas. Realizó la compilación y el prólogo de las crónicas periodísticas de César Vallejo reunidas en Una experiencia del mundo (Excursiones, 2016). Publicó el libro de ensayos El empleo del tiempo. Poesía y contingencia (El Ojo del Mármol, 2017). En co-autoría escribió el prólogo a Nuestra América de José Martí (Biblioteca del Congreso, 2019). Se desempeña como docente universitario. Ejerció el periodismo cultural. Nació en Paso de los Libres (Corrientes) en 1964. Reside en Buenos Aires. Estas prosas pertenecen al libro inédito Actos mínimos.