Ilustración de la tapa del libro La caracola

Capítulo de «La Caracola». Graciela Batticuore

 

CAPÍTULO DE «LA CARACOLA» DE GRACIELA BATTICUORE, NOVELA, ED. CONEJOS, 2021

Selección y comentarios por Martín Glozman

Tapa del libro La caracolaLa Caracola, novela de Graciela Batticuore, publicada recientemente por Editorial Conejos, se trama sobre una memoria de infancia, y podría leerse como una articulación entre la ficción y la no ficción, allí donde en su interrelación la realidad y la representación se tocan.

El aire ingresa en su fuelle de diversas maneras, de acuerdo a la etapa de vida tratada en cada una de sus secciones, el modo en que la escritura se compromete con el presente de lo narrado.

En la memoria de infancia, se transmite una intimidad, muy valiosa, por la poética de las palabras, y por el recogimiento emotivo de una vida que transmigra en el lenguaje consciente de los códigos de la escritura.

Los códigos de la memoria, los códigos de la intimidad.

Por eso, el modo de inscribirse es el suave andar de la lengua, zona que la narradora construye en sus primeros años narrados entre la brusquedad de la madre, inmigrante italiana, sobreviviente de bombardeos, analfabeta, relegada a la casa, y la búsqueda de una lengua que pueda ser también acto en sociedad.

Entre esos sentimientos de lo primario, y el trazo de la convención, La Caracola, con una preciosa inflexión en la estructura, encuentra su síntesis en la poesía.

Poesía de la prosa, y del relato.

Un silencio cae en el final de cada uno de sus capítulos breves dejando un hiato a respirar en paz, como final de poema.

Entre la lucidez de los recursos, y la verdad emocional que en ellos anida intransferible, la máscara de la palabra se vuelve gesto de verdad, en su hacer.

Las palabras hacen, y no solo dicen.

Es un aprendizaje en que Nina, la niña, y Nina, la narradora adulta, se encuentran. En esa identidad, una praxis, que es una infancia compartida, reconocible.

Entre la ficción y la no ficción, la autoficción: Una intervención en lo real y vivido, compartida en la literatura, en las operaciones representacionales. Una zona de juego que junto a Graciela Batticuore y Nina, exploramos.

 

Selección de Capítulo, Pags. 61 a 65, de «La caracola»

Mi hermana me llevaba diez años. Pocas amigas. Tacos altos y vestidos muy cortos, a ella sí la dejaban usarlos porque ya tenía edad. Se hacía la toca a diario y aunque era gordita lucía muy bien, porque era joven e impulsiva de carácter, en esto no cambió. Antes de que yo cumpliera ocho y ella se casara con Roberto, dormíamos juntas en la misma habitación. Había dos camas y en el medio estaba la mesita con un payaso velador que tenía una lamparita de color, cuando lo encendíamos se coloreaba todo de rojo el ambiente. Sobre la pared donde apoyaban los respaldos de la cama colgaba un crucifijo. Cuando murió mi nona María, yo me arrodillaba cada noche para pedirle que la hiciera volver. En catequesis me habían hablado de Lázaro. Sabía que Jesús lo resucitó entre los muertos. Pensé que si le pedía mucho la gracia, sin darme por vencida, seguro que me hacía el milagro. Tuve fe y recé. Y esperé. Pero no sucedió. Después de algunos meses entendí que ciertas cosas no se le pueden pedir a Dios, porque en la vida terrenal existen reglas inquebrantables. La vida y la muerte son como un juego, al que le toca le toca, esa clase de cosas no las decidimos nosotros.

En la habitación teníamos también una casita de muñecas que colgaba sobre otra pared, al costado y abajo estaba la cómoda con los perfumes. Justo al frente, las camitas donde dormíamos mi hermana y yo, separadas por la corta distancia de una alfombra color bordó, sobre la cual descansaba una jirafa alta, muy amarilla, llena de manchas marrones. A la noche la poníamos junto al oso enorme que había comprado mi papá en una juguetería del Centro. Las camas estaban cerca, así que antes de irnos a dormir conversábamos un rato con mi hermana, después nos hacíamos la señal de la cruz y ella se giraba. Empezaba entonces el consabido ritual para tratar de mantenerla despierta un poco más.

Chau Cristina, hasta mañana, le decía. Chau, me contestaba ella pero yo buscaba el alargue, como en los partidos de fútbol:

—Que sueñes con los angelitos.

—Gracias igualmente y vos también.

Si ella no decía esta última frase, yo se la recordaba. O sea, ella tenía que pronunciarla, para cerrar el intercambio. Pero a veces estaba muy cansada o fastidiada y no me contestaba. Yo insistía:

—Que sueñes con los angelitos, tenés que decir. Silencio.

—Que sueñes con los angelitos, Cristina.

Se encaprichaba ella, si yo insistía, y no contestaba.

—Y vos también, decime, le pedía yo. Dale, decime.

Costaba arrancarla del capricho, a veces, pero en algún momento aflojaba:

—Y vos también, nena —contestaba molesta, dándome la espalda.

—No, decime solo “y vos también”, sino no sirve.

—Y vos también, listo.

Entonces yo caía en un abismo. Si mi hermana se dormía en ese momento, yo sabía que en cuanto mi mamá apagara la luz del baño me quedaría sola en la oscuridad del mundo. Esa era la última señal de vida de la casa, el último lugar por el que pasaba mamá antes de ir a acostarse. Cuando yo escuchaba desde mi cuarto el ruido que hacía la tapa de la colonia Ambré al girar sobre la botella, sabía que ella estaba a punto de apagar la luz y salir. Aunque no entendía por qué se perfumaba antes de ir a dormir. Qué raro, pensaba yo. Una vez se lo pregunté en la mesa pero no me contestó. Sonrió nada más y no entendí.

Después de la colonia ya se oía el clic en la tecla de la luz. Entonces la casa quedaba completamente a oscuras. Mi mamá se iba a la cama y en unos minutos estaría durmiendo. Todos estarían durmiendo menos yo. Entonces desfilaban uno a uno ante mis ojos los animales salvajes que habitan en la oscuridad: panteras, elefantes, leones, osos, cocodrilos. No me atacaban, solo caminaban por mi habitación pero yo estaba sola. Mi hermana profundamente dormida. Así que apelaba a mi último recurso, la llamaba a mi mamá en voz bien alta, para que me escuchara desde su habitación.

—No me puedo dormir, mami —le decía.

—Cerrá bien los ojitos que ya te vas a dormir, — contestaba ella.

Yo esperaba un poco y después intentaba de nuevo con una explicación:

—Es que los ojitos míos no se quieren cerrar, mamá.

Y así seguíamos un rato, hasta que mi hermana se despertaba molesta, protestaba, nos peleábamos. Se terminaba colmando la paciencia de mamá, que tarde o temprano salía de su cama en estampida. En los segundos que tardaba en cruzar el living comedor, desde su cuarto hasta el mío, yo me preparaba para el vendaval. Hundía el cuerpo y la cabeza bien abajo de las frazadas, amortiguando la gritería furiosa que entraba con ella en la habitación. Mucho más estridente si papá salía de la cama detrás suyo, con la almohada bajo el brazo para irse a dormir a la piecita del fondo. Porque en esa casa no se podía descansar, decía él. ¡Claro, si las mujeres no trabajaban! Pero al día siguiente tenía clientes que atender mi papá, autos que entregar, estaba muerto de cansancio y no lo dejaban en paz. Mamá se ponía loca cuando él se iba para el fondo, entonces yo no me salvaba de la chancleta en las nalgas mientras su voz llenaba todo el cuarto. Y sin embargo, de un momento a otro se transformaba la atmósfera como por arte de magia. Un cansancio inexplicable se adueñaba de mí por completo, sobrevenía el sueño, genuino, pacificador, adorable, al que me entregaba sin más reticencias. Tranquila, relajada, cobijada del miedo del mundo, con la sensación de que todo estaba en orden por fin. Mi mamá en su cuarto, sola. Mi hermana en la cama de al lado. Y en la esquina del dormitorio el oso grande, las muñecas más lindas, la jirafa de paño lenci amarilla y marrón, tan amigable, tan distinta de los animales salvajes que ya no volvería a ver más por esa noche.

 


Graciela Batticuore, DocenteGraciela Batticuore es escritora, investigadora y docente. Publicó libros de ensayos: Lectoras del siglo XIX. Imaginarios y prácticas en la Argentina (2017, Ampersand); Mariquita Sánchez. Bajo el signo de la revolución (2011, Edhasa); La mujer romántica. Lectoras, autoras y escritores en la Argentina: 1830-1870 (2005, Edhasa, Primer Premio de Ensayo del Fondo Nacional de las Artes); El taller de la escritora. Veladas Literarias de Juana Manuela Gorriti. Lima- Buenos Aires (1999, Beatriz Viterbo). Editó diversos volúmenes, algunos en colaboración: Sarmiento en intersección. Cultura, literatura y política en la Argentina (Eudeba, 2013); Tres momentos e la cultura argenitna, 1810-1910-2010 (Prometeo, 2012); Resonancias románticas. Ensayos sobre historia de la cultura argentina. 1810-1990 (Eudeba, 2005). También publicó libros de poesía y narrativa: Marea (Caterva, 2019), El fin de la noche (2018), La noche (2016), Sol de enero (2015), Cuaderno de espera (2014, del pétalo). Es Investigadora Independiente del CONICET y Profesora Asociada de Literatura Argentina I en la Universidad de Buenos Aires, donde también forma parte del Comité Editorial de Mora. Revista Interdisciplinaria de Estudios de Género. Desde 2016 dirige la colección Lector&s en la editorial Ampersand.