Cono de helado con granas de colores

Cotonetes, Melina Alexia Varnavoglou

Foto: La Albuquerque on Unsplash

COTONETES

Melina Alexia Varnavoglou

 

Nunca respiré bien.  Por las noches me ahogaba y al despertar, la flema y los zumbidos en el pecho eran compañias a las que mi cuerpo ya se había acostumbrado. También mi ropa: las mangas de todos los pulloveres, buzos y remeras largas que tenía estaban mojadas y luego duras del moco seco. A penas los síntomas aparecían me daban Optamox Dúo por si era bacteriano; Muco Prednibron, para la tos y Febratic, para la fiebre. De más grande pasé al Decidex que me absorbía por completo la mucosidad y hacía desaparecer en cuestión de horas todos los síntomas ostensibles.

El primer armario de la cocina de mi casa era una farmacia 24 horas: 6 estantes llenos de muestras gratis que los visitadores médicos regalaban a mi mamá en el hospital. También jeringas y un pequeño botiquín.  Más abajo, un portafolios que contenía un estetoscopio y todos los demás accesorios para tomar la presión. Unos años más grande, cuando presentía que me iba a enfermar, ya ni preguntaba y directamente iba a la farmacia y agarraba una cajita de Optamox. Tomaba una pastilla cada 8 horas. Así todo el invierno, no necesitaba ningún tipo de diagnóstico o supervisión, yo sabía. Y conocía todas las marcas.

 

Pero vos un día decidiste que ya no podía seguir así. Le sugeriste a mamá que me operara de las amígdalas. Graficando otro dibujo de otra parte de mi cuerpo que desconocía, dijiste: “Lo que sucede es que cuando te agarra angina toda la placa -osea las bacterias- se quedan atascadas acá: en estas dos bolas de carne. Hay que extirparlas”.

-“¿Extir-qué?” – aunque entendía por el contexto, desconocía esa palabra.

– Sacártelas. Viene de “essss…”-

-¿¡…finge?!-

– No, cerca: estirpe-

-¿Y eso qué quiere decir?-

 

La primera vez que te vi desnudo yo estaba pidiéndote un té porque lo hacías riquísimo. Justo te habías entrado a duchar. Te perseguí hasta el baño. Cerraste la puerta y te metiste en la ducha. Así que entré, enojada, exigiendo mi té. Tras la mampara, que no era exactamente transparente. Tenía unas rayas por las que se podía ver si uno se acercaba, con la intención de mostrar. Me mostraste. Te la agarraste y separaste la pija de las bolas, las bolas del resto del cuerpo. Para mi entonces todo ese conjunto, no era más que tu órgano reproductor, como había aprendido en biología; pero parecía cierta determinación, una vida propia. Mientras pedía el té vos agitabas la pija y me decías “ya te lo hago”. Como escurriendo las últimas gotas del saquito contra la loza, hipnótico el movimiento de una parte sobre otra, pliegue sobre pliegue de las bolas de carne, un animal mitológico. Fácilmente extirpable.

 

El día de la operación fue feliz. Recuerdo la máscara de anestesia, con un olor dulzón, como a manzana verde. Recuerdo el helado y un enfermero marica con el que hablamos largamente sobre poesía. Todo salió muy bien y me sentía igual que antes.

Unos días después noté el único cambio: la voz. No recuerdo como era la anterior, pero ciertamente se moduló hacia un tono más grueso, grave. Como cuando un vino es bueno y otro malo. Mi voz pasó a ser un vino añejo, de cuerpo espeso y mi garganta ¡era maravilloso! ya no carraspeaba y supuraba esos fluidos verdes y amarillentos tan vergonzantes.

¿Cómo no amarte si me diste hasta la voz? Mi voz de quejumbre y protesta, esta voz que cuando abro la boca hace que duplique la edad que doy callada.  Esta voz, ¡mi voz! con la que ahora susurro a señoritas yo también en las fiestas; esta voz, Jorgito, de la que estoy enorgullecida, porque no es natural, ¡la fabricaste vos para mí! ¡para mi más orgánico bienestar!

 

Vos también tenías problemas respiratorios. Crónicos. Antes de llegar a la operación, usaste rudimentarias técnicas para poder respirar por la nariz.

Lo que mejor resultado te dio fueron una especie de tubos de goma que te metías por la noche en las fosas nasales. Los cotonetes.

Para fabricarlos usabas varios materiales dependiendo de la disponibilidad.  Una manguera del filtro del agua que nos vinieron a vender y al final no lo usamos, te resultó muy finita.   Buscando remedios juntos en el farmaciarmario de la cocina, dimos con uno de los estetoscopios viejos de Zulema. Lo cortaste con una tijera en dos pedazos, luego en cuatro, hasta llegar a dos tubitos de la medida perfecta.

 

Ya dormías con 2 o 3 almohadas para mantener la cabeza en un plano inclinado y que así el aire entrara en una curva que lo hiciera pasar. Pero no era suficiente.                              Los necesitabas, y los días que Zulema hacía guardia en el hospital, también estaba yo. Adicionabas una crema, fría, como de mentol, que era descongestiva y a la vez servía de lubricante para introducirlos.  Cuando estabas en esa posición, era difícil maniobrar, así que esas noches, era yo dulcemente quien te los ponía, guardando de no meterlos hasta el fondo, pero que tampoco quedaran flojos, bamboleando.

Podía ahogarte si quería, armando almohada sobre almohada un silenciador, como en las películas, pero ¿cómo iba a hacerte eso a vos? Si gracias a vos, Jorgito, a vos, que me diste la voz, ahora también respiraba yo.

 


Melina Alexia VarnavoglouMelina Alexia Varnavoglou (Villa Ballester, 1992). Estudia filosofía, atiende la librería Otras Orillas y es militante feminista. En 2019 publicó Por mano propia, su primer libro por la editorial Caleta Olivia. Organiza, junto a Flor Minici, el ciclo de poesía transfronteriza Quiero tomar una coca contigo.