Pie de un árbol

Viaje en la inmersión del tiempo. Martín Glozman

Foto: niklas_hamann on Unsplash

VIAJE EN LA INMERSIÓN DEL TIEMPO

Martín Glozman

 

Camino hacia el sol por un transbortador electrónico y veo todos mis recuerdos, veo mi adolescencia, veo las noches en casa de mis padres: fumaba a veces y me tiraba sobre el colchón a hacer introspección para bucear en mis recuerdos de infancia.

Camino por este transbordador electrónico con marcha superior y marcha inferior, cíclico, como las marchas de un aeropuerto que me lleva por Europa a una conferencia de dialogismo internacional.

Me bajo en una esquina y charlo con tres personas. Me pregunto quiénes somos. Me pregunto quién soy. Ellos no me lo preguntan porque lo saben. Me lo pregunto yo mismo.

Charlo con una amiga en la mesa de un bar, tomo mi paraguas en forma de bastón que apoyo sobre el piso y me siento con una energía mas fuerte de lo habitual mientras hablo de mi abuelo, sobrevivió a los campos de concentración en Europa trabajando en los talleres, con astucia y azar. Se fortaleció mucho -digo- para sobrevivir. Dejó mucho atrás. Y no sé si volvió a eso en su vida. En una grabación audiovisual dijo que cada noche despertaba en la madrugada sufriendo una operación sin anestesia. Imagino su propio dolor, eso que quedaría debajo de toda su coraza.

Y pienso -dije en el bar- en aquel dolor que comencé a sentir en la adolescencia y no sabía a qué referenciar. Fue por eso, entonces, que al escribir todo me vinculaba con mis abuelos. Ahí encontraba, pues, un referente del dolor.

Siento que hablo de mi abuelo, me explico a mí mismo, soy ese que habla, ese que se identifica, ese que se siente cuando habla, que está en una línea de sentido mas larga y más grande que sí mismo.

Viajo hacia el sol y hablo con G en la mesa de un bar un día de lluvia, en un día difícil, y le cuento mi historia, no me acuerdo por qué, quién soy, mi abuelo, mi padre, mi hermano, mi madre, ella, yo mismo.

 

Iba a decir que no soy, tiendo a decir que no soy.

 

Cuando estaba hablando de mi abuelo dimensionaba como algo presente que él había perdido allí a siete hermanos, a la madre, y a la primera esposa, de ese modo explicaba mi sufrimiento.

 

Estaba llegando a algo, a alguna forma de mi propia identidad, a mi yo actual, a una visión cabal de todo, cuando me perdí, se interrumpió el discurso, y quedé latente sin saber qué iba a decir después. Esa interrupción, esos diques de la palabra, esos diques de la identidad, esa represión, es la que siempre identifiqué con la memoria de mis ancestros, que estaba interrumpida, y por eso me dediqué a la escritura, porque pensé que la palabra escrita podía acortar esa distancia entre la palabra y la expresión, que podía expresarla para el otro, no ya para mí mismo. El otro era yo mismo.

 

Me curaba con mis textos mientras me aislaba cada vez más de todo.

 

Y así pasaron años, y en esos años viajaba en el transbordador como hoy, que me llevaba hacia el sol. El sol, esa pelota de fuego incandescente.

 

Viajo hacia el sol y veo un nuevo amanecer, quiero negar la tierra, quiero negar las raíces, quiero negar el barro, quiero negar lo oscuro. Y no se puede.

 

El barro y las raíces emergen por debajo de las baldosas cuando cruzo la Avenida Las Heras, para llegar a la plaza donde mi abuelo venía a descansar al aire libre en sus últimos años de vida. Cruzo corriendo para que no me detenga el semáforo.

 

Está por llover, yo hablo en el micrófono, grabo, como recitando poesía, y hablo para un público lector, mi público lector.

 

Me propuse viajar hacia el sol para sentirme vivo, para sentirme sin contradicciones, para sentir que no tengo que tomar una decisión difícil sobre algún tema en particular. Y no es posible.

 

Aprender a caminar por el sol con otres, en la senda correcta, con contradicciones, con gente que no te entiende, o entiende diferente. La luna, el sol, la tierra, el cielo, las armas, la guerra, el suelo.

 

A veces descubro que ya no existe la paz. Vuelvo a empezar. Y siento a la vez que vamos hacia ella. Como una intermitencia, de repente.

 

Se ordenan los astros, las contradicciones. Por un momento, todo parece alinearse y aclarar.

 

Nos sentimos bien en la mente y físicamente, en armonía con el conjunto.

 

Luego lo volvemos a perder.

 

Y me pregunto ahora que tipeo cuándo se trabaja más.

 

Como si esa alquimia de desequilibrio fuera el momento de la obra. De los hombres trabajando. Yo vivo así, con esa exigencia. No llego a descansar. Entonces la intermitencia.

 

Me pregunto ahora que tipeo si esa herencia es del holocausto, de la supervivencia, del mantenerse a flote, y construir el mañana, peldaño a peldaño, para uno, o aún más para otres.

 

Y ahora que releo lo tipeado siento la necesidad de aclarar que el yo -lo que no siempre se llega a decir- es una excusa. Porque si te fijás el detalle, hay una desviación. El tema del Holocausto es un accidente. Lo que realmente importa es que el desfasaje es el momento de la obra. Que yo viva o no así es un accidente de descentramiento. Creo que todo es así. Y puede ser que mi yo sea una excusa de la guerra y los que sobrevivieron. Sentimos que es por nosotres mismos, y no por cuestiones geográficas, accidentes del terreno. El discurso del sobreviviente es loco o es heroico, por ahí porque dejó todo atrás. Y quedó el yo. Hubo muertes, pérdidas de seres amados y del mundo tal como era. No hay manera de explicar el trauma y el accidente, es como un rayo, un trueno que trastoca toda tu vida sin explicación. Es demasiado intenso. Pero aquellos instintos que se desarrollaron quedan como un callo entre vos y tu vida.

 

En cambio, si pensás que la alquimia de tu vida es el desequilibrio estás salvado porque pese a tu yo fuerte y contundente estás perdido y amás los momentos de pérdida, porque reconocés que de eso están hechas las cosas. La sombra. El contraluz. La parte blanda. Cuando se apaga el fusible. Qué pasó ahí en la historia. Qué es lo que se dejó de contar.

 

Eso decía mi abuelo cuando escribía su libro de memorias los últimos años de su vida. Hay mucho que dejo de contar. Decidía no contarlo todo. ¿Sería intolerable? ¿No lo permitiría la moral? ¿Qué habrá dejado de contar? Me tocó presentar su libro. Eso dije. Estamos hechos de lo que mi abuelo dejó de contar, y lo seguiremos contando.

 

*

 

Mientras tanto puede haber un accidente, por una negligencia, o podemos perecer. Somos prescindibles o imprescindibles. No lo sé.

 

Se van logrando ideas, se van logrando caminos y no sé si existe un triunfo, hay estéticas, modos de escribir, formas de pensar el personaje, formas de pensarse a sí mismo, miedos de mostrarse ante los otros.

 

Escribir debería ser un modo de jugar, ¿pero de jugar con fuego? Escribir debería ser un modo de jugar, ¿pero qué tipo de juego?

 

Me gusta pensar que el transbordador, el puente, lo construimos juntes. Es normal pensar también que hay que defenderse de les otres y cuidar los propios intereses para avanzar en el camino porque se llevan tu pan, tu comida, tu terruño, y pienso que aún así, si eso pasara armaríamos equipo como en las religiones donde hay un sacerdote místico, vaporoso, y algún feligrés que lo cuida. Algún empresario que dona para el templo.

 

Me gusta pensar que ese no es el mejor ejemplo, porque los templos no tienen buena fama en este momento. Hablo del templo porque es lo que conozco. Pero hoy puse de ejemplo la iglesia que tiene su dogma, su ortodoxia, que contiene también su misticismo.

 

Quien piensa que se construye solo está equivocado.

 

Nadie se construyó solo. Nadie construyó solo.

 

Quien piensa que construye solo es porque no lo hace, tiene una base garantizada de construcción previa con otros que ni si quiera pone en cuestión.

 

Construyo con otres, me parece que lo convencional está gastado, que vamos por mal camino. Matamos la sensibilidad en pos del comercio, en pos del poder, en pos del mandato y ante la caída de las autoridades o autoritarismos se volvió una ley del poder de la selva pero hay algo inmanente a la sensibilidad que los anarquistas descubrieron que es un orden natural y ecológico que tiene que manar de las fuerzas internas, de las correlaciones de datos entre personas, de las experiencias, del sol y de la tierra, del tiempo, del maniatado manubrio que nada lo espera, que todo lo da a cambio de nada, de la nada absoluta del todo que prefigura una nación llena de lamentos. Lleno de dolor por la pobreza, lleno de dolor por el hambre, lleno de esperanza por la pérdida.

 

Y queremos curar a la nación, y queremos curar al hambre. Queremos curar.

 

Curar a los ancestros, no queda otra. Curar a ti mismo.

 


Martín GlozmanMartín Glozman, escritor, editor, docente (Buenos Aires, 1979) es Licenciado en Letras por la Universidad de Buenos Aires y Magister en Escritura Creativa por la UNTREF. Publicó los libros Salir del Ghetto, Help a mí, No hay cien años y Documento de María. Coordina la Plataforma de difusión y desarrollo de literatura La copa del árbol donde realiza además talleres de escritura creativa. Dicta talleres de escritura académica en la Universidad Nacional General Sarmiento.