Ives Klein, Salto al vacío

Notas sobre pájaros. Mariana Docampo

Foto: Ives Klein, Salto al vacío

NOTAS SOBRE PÁJAROS

Mariana Docampo

Para A.C.

En esta cuarentena escucho cantar a los pájaros desde mi departamento del Abasto.  Y no es que canten sino que gritan, todos juntos, o solitarios en medio de la noche, un canto dodecafónico y casi histérico.  Mi amiga cordobesa me dice que los pájaros porteños parecen pájaros locos, que están estresados por el smog y los bocinazos.  Caigo en la cuenta de que los pájaros de las sierras o de las montañas no cantan a cualquier hora, tienen sus momentos para cantar, para volar, para dormir.  Pero los de acá son pájaros insomnes, huyen del Riachuelo con los ojos desorbitados, y van hacia los charcos acostumbrados al agua sucia o a cualquier cosa que encuentran para comer.

Pero hay muchos en el cielo de Buenos Aires.  No son solo las palomas amontonadas sobre las salidas de los aires acondicionados, hay también horneros, zorzales, calandrias de fácil avistaje, y colibríes que liban los malvones o las Santa Ritas que desbordan sobre las veredas.

Salgo de casa y veo que mi auto está otra vez manchado de caca de palomas.  A veces lo dejo debajo de alguno de los fresnos de Guardia Vieja porque no encuentro lugar para estacionarlo en mi cuadra.   Cuando llego la mañana siguiente, parece que le hubieran tirado del cielo una mezcla de colores opacos.  Miro las palomas picoteando restos de comida junto al container y empiezo a cepillar los vidrios del auto.

El vecino de enfrente me mira con las manos en la cintura, y sonríe como diciendo “¿qué le vas a hacer?”.  Me cae mal porque se mete en todo.  Pero peor me cae porque tiene un loro adentro de una jaula.  Lo tiene dopado en el negocio todo el día, y a la noche lleva la jaula a la terraza.  Yo puedo verla desde mi balcón.

Como el loro tiene el sueño cruzado, se pone a parlotear hasta la madrugada.  Se comunica con otro loro que está en la casa de al lado.  Desde mi balcón tengo la vista a las dos terrazas.  La vecina sale a la suya casi corriendo con su perrito desbocado.  Y mientras alimenta al loro, riega las plantas y le tira un oso de peluche al cachorro para que juegue -todo a la vez-, va colgando compac discs de un cable para ahuyentar a las palomas.  Las palomas ven brillar los compacs en el aire y se alejan de las plantas y las flores.  Pero también el perrito les ladra a las palomas como si estuviera en una playa, con los pies hundidos en la arena húmeda cuando le llegan las olas.  La vecina baldea la terraza y el perrito ladra, las palomas se alejan.

 

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Pájaro de la noche, ave nocturna, pájaro de la luna.  Perro que ladra a los pájaros.

 

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Voy a caminar seguido a Costanera Norte, a la altura del Club de Pescadores.  Llego al río como a un pulmón.  Voy para respirar aire más puro, y a contemplar los pájaros.  A las ocho de la mañana el sol marca un camino sobre la superficie que llega hasta mí.  Me pongo a mirar los patos que levantan vuelo al ras del agua -toda esa cantidad de agua extendida delante de mis ojos.  Hay puñados de golondrinas que se lanzan desde la baranda, y juegan entre ellas, se persiguen, pegan giros veloces.  Una vuela a mi lado durante unos segundos.

En una esquina del río, los pilotes de cemento y hierros oxidados de una construcción abandonada reciben las embestidas del agua.  En el parque todavía hay restos del día anterior, los tachos desbordados de panes y hamburguesas.   Los pájaros -aún los más delicados- se acercan a los plásticos y a los cartones, y comen de esas sobras.

Vuelvo mis ojos al río y veo una gran cigüeña blanca que cruza horizontal.

Cerca del auto hay un sauce niño que está siempre repleto de loras subidas a las ramas finas.  Tiene un tronco blando que sostiene el peso de las loras ocultas dentro de los largos pelos que llegan hasta el suelo.  Hoy hay sol, pero cuando está por llover y el aire está cargado de humedad, chillan adentro de la copa como si entablaran una exaltada conversación.  Algo pasa -el viento, una sirena a lo lejos, tal vez la llegada de un pájaro de otra especie- y las loras salen aleteando en estampida y se dispersan por todas partes.

 

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La llegada del espíritu santo.

En el colegio se celebraba el Pentecostés.  Yo le había comprado un dibujo a una compañera de un grado mayor que yo.  Era un gran pájaro volando entre las montañas, pintado en témpera.  Las proporciones no eran las adecuadas, porque éste era demasiado grande en comparación con las montañas, pero a mí me pareció hermoso.  Yo me sentía incapaz de dibujar ese pájaro, así que se lo pedí a Mariela, que me lo vendió barato.  Fue una única moneda que rodó de mi mano a la de ella.  Cuando la maestra de dibujo me pidió la tarea del Pentecostés, yo no había hecho nada; entonces decidí presentar el pájaro comprado.

El Greco dibuja la llegada del espíritu santo en “Pentecostés”.   Sobre las cabezas de los apóstoles y de la virgen hay llamitas que representan la gracia que concede el espíritu -la tercera persona de dios- a quienes están ahí reunidos.  Y encima de todos ellos, adentro de un círculo que puede ser el gran huevo del mundo, un pájaro blanco envuelto en su fulgor.  Las caras de la mayoría parecen en éxtasis, pero hay uno que no.  Ese hombre mira al ojo del artista como dudando, o como si tuviera alguna secreta intensión.

Como nacido de un huevo, mi pájaro comprado vuela sobre las montañas marrones de picos nevados.

Mi maestra de catequesis, Nélida, dibuja en el pizarrón un huevo roto, y de adentro sale un pollito.   Nos explica de qué se trata la pascua de resurrección.  El pollito simboliza un nuevo nacimiento.  Es una oportunidad para todos nosotros de volver a nacer.  Morir y resucitar.  Es por eso que festejamos con huevos de chocolate en pascua.  Yo sé además que el huevo es la suma perfecta de todas las cosas. Es el principio y es el fin.

Madame Blavatsky habla del huevo: “la forma primordial de cada cosa manifestada, desde el átomo al globo, desde el hombre al ángel, es esferoidal; habiendo sido la esfera entre todas las naciones el emblema de la eternidad y del infinito, una serpiente mordiéndose su cola”.

Nélida es petisa y regordeta y ella misma parece un pollito adelante del pizarrón.  Ahora se pone de frente a nosotros y abre grandes los ojos para casi gritar: “¡cincuenta días después de la pascua se festeja la llegada del pentecostés!”.

Es mayo de 1982, en el colegio escribimos cartas para los soldados de Malvinas, nos dicen que “les van a hacer bien”.  Yo no sé qué escribirles, les cuento de mi gata negra.  A los pocos días se celebra el pentecostés.  Una larga noche incrustada en mi memoria.  La basílica es un puro interior, como un enorme vientre de ballena.  Hay grupos de adolescentes que hacen juegos y dinámicas en las aulas de la parroquia, están por todas partes, en los jardines, tocan la guitarra sentados en grupo, cantan.  Luego vamos a misa, rezamos por los soldados de Malvinas.  Y arranca la larga noche de vigilia.  Yo espero la llegada del pájaro.

 

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Siempre me gustó mirar a los pájaros, es un modo de meditación. Me gusta porque dan un movimiento secreto al paisaje, del mismo modo que los insectos, pero en ese caso el ojo no alcanza a detectarlos con facilidad -es un movimiento interior, perceptible pero no visible-.  En el caso de los pájaros su gran tamaño estimula el ojo de quien ve.  Alcanza con ensanchar la mirada, desplegarla para recibir la propuesta del paisaje.

 

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Promediando su vida, Leonardo Da Vinci proyecta escribir un tratado sobre el vuelo de los pájaros.  Constará de varias etapas de observación:

– El volar batiendo las alas.

– El volar a favor del viento o planeo.

– Lo que hay de común entre el volar de los pájaros, de los murciélagos, de los peces voladores y de los insectos.

– El movimiento a través de un mecanismo: la máquina para volar.

Leonardo está buscando inventar una máquina para volar.  Concreta un códice de dieciocho páginas que incluye bocetos y abundantes notas en escritura especular.  Dice, al final del cuaderno:

“El gran pájaro tendrá su primer vuelo desde la parte posterior del gran monte Ceceri, llenando al universo de asombro, llenando todos los escritos con su fama…”.

Leonardo escaló el monte Ceceri en Florencia, se calzó su planeador y se lanzó al vacío desde la cima.  Afortunadamente para todes nosotres (la humanidad -dice un video en YouTube que recoge la anécdota-), el gran artista sobrevivió al experimento, todavía no había pintado la Gioconda.

Según el mismo video, una copia digital del códice de Leonardo fue enviada a Marte -a modo de homenaje- en agosto de 2012 en la nave-robot Curiosity.

Queda explicitada la ambición de nuestra especie por poseer los atributos de los pájaros, el don de volar.   

Muchos años después, Ives Klein -artista conceptual- se lanza desde una terraza hacia la vereda con sus brazos extendidos, y cae sobre un colchón.  Le sacan una foto en el tránsito de la terraza al colchón.  Y si bien cae, parece que vuela.  La imagen falsifica la suspensión del cuerpo humano en el aire, documenta lo que pudo haber sido pero no será nunca: un hombre que vuela sin participación de la máquina. Pero que sin embargo, cae.  La pura ambición de volar.

Googleo “Hombre-pájaro-cyborg” y salta una serie animada que no vi, pero que por su argumento podría haberme interesado: Rick y Morty. Son las aventuras interdimensionales entre un científico loco y su nieto. Leo que en la temporada 3 el hombre pájaro, asesinado en episodios anteriores -ya varias veces- por la Federación Galáctica, es resucitado con el nombre de “Phoenix person”.

 

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En Cabo Polonio

Estábamos solas, ella y yo.  Era una noche nublada.  Las casitas no tenían luz, y un fuerte viento comenzó a soplar, golpeaba puertas y ventanas.  Estábamos totalmente drogadas y las maderas del piso crujían.  Una mujer gritaba afuera.  Salí a buscar agua y casi me caigo en el pozo en donde estaban reflejadas las estrellas; y cuando miré hacia el cielo las vi a todas juntas, girando, liberadas, en un triángulo sin nubes, y un gran pájaro negro cruzaba debajo.  El día siguiente amaneció soleado y quisimos caminar hacia adelante, todo era horizonte abierto.  Nos frenamos ante una piedra del camino, y ahí estaba la esfinge.  Nos acercamos a ella como sonámbulas, y el no-pájaro hace la pregunta por sí o por no: ¿Es el 0 el infinito?  (su cara de persona está impasible, las alas quietas).  Le decimos que no sabemos, que no tenemos ni idea, pero que por favor nos deje pasar.  La otra no accede, ni siquiera nos mira.  Decidimos preguntar nosotras: ¿hacia dónde estamos yendo? ¿Qué hay del otro lado?  Pero la esfinge no contesta, repite la pregunta: ¿es el 0 el infinito?  Parece un muñeco de papel recortado en el aire, estamos confundidas.  Nos sentamos de espaldas al mar sobre una tela que trajimos, y como no sabemos qué hacer, nos ponemos a jugar con unas piedritas. Pasa el tiempo, pero parece la eternidad.  En un momento, no entendimos por qué, la esfinge nos dejó pasar, y la envolvió la arena del camino.  Ya no la vimos.  Seguimos hasta un grupo de rocas, el mar estaba muy revuelto en esa zona.  Se llenó de gaviotas que chillaban como chillaba también el agua llena de espuma, y mi corazón estaba nervioso.  Y entonces ella -yo nunca lo hubiera imaginado- sacó una edición de “Así habló Zaratustra” de su bolso, y se puso a leer debajo de los pájaros.

Todo lo que había alrededor era eterno, el cielo, el mar, el libro, ella, yo. La grieta de los veinte años.

 

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La esfinge canta sus enigmas, Sófocles la llama “cruel cantora”.  ¿Quién camina en cuatro patas, luego en dos y finalmente en tres? Edipo responde brutalmente, casi que escupe (era tan fácil, tan obvia la respuesta, y nadie acertaba).  La esfinge fue humillada por el hombre, escapa al desierto y se convierte en estatua de piedra.  El rey Momo la toma de punto.

Si el misterio que la sostiene se disipa, la Esfinge es puro deshecho.   A nadie importa.

 

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Hace muchos años fui invitada al campo del marido-de-un-amiga-cuyo-padre-era-hermano-del-dueño.  Y este hombre coleccionaba pájaros raros.  Con mucho engreimiento nos llevó a recorrer su gran latifundio.  Tenía unas botas de lluvia que le llegaban hasta las rodillas y le servían para andar por el barro.  A unos metros del casco de estancia había una gran laguna artificial en donde había juntado a la fuerza castores y patos, y decía que en el monte corrían unos ciervos que había traído de la Patagonia.  Estábamos en el corazón de Entre Ríos, hacía mucho calor y habíamos tomado una lancha para llegar al campo porque no era de fácil acceso. Era una supuesta “reserva natural”, con destino de podredumbre.  El hombre nos dijo que nos iba a llevar a ver su colección de aves raras, pero antes nos mostró unos lagartos bebés que tenía guardados en un táper.  Después de una larga caminata, llegamos a la jaula de los pájaros.  Apenas vi las proporciones desmesuradas de esas hermosas aves respecto de la celda en la que estaban encerradas me revolvió el estómago.  Esa jaula en medio de la inmensidad amontonando los alaridos de pájaros presos y mezclados.  Pájaros de otros cielos, doblegados por ese hombre escuálido.

 

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El Simurg vive atrás del monte Caf y a su casa nadie llega.  Nos separan de él mil velos de luz y oscuridad, pero sin embargo, está entre nosotrxs.

 

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Él me explicó que su padre era cazador, pero que a la vez “quería a los animales”. Tenían un lugar muy central en su vida, “no sé cómo explicarte, Mariana”, me dijo un día.  El padre de este joven se veía a sí mismo como un “protector de animales”, y un poco así se promocionaba ante los hijos.  Digamos que los elegía entre muchos, los salvaba de otros peligros (podía ser una sequía, otros cazadores menos compasivos, la convivencia con algún depredador al que lo sometían en algún coto).  Les daba lugar en su casa, entre los hijos, a veces junto a su perro fiel.  Les brindaba muchas atenciones y el mejor alimento.  Y un día los mataba.   Los niños se habían acostumbrado a no preguntar cuando estos conejos, pequeños jabalíes, o incluso una vez un halcón que tuvo su lugar en el cielo del jardín, se esfumaban ante sus ojos como por arte de magia.  Simplemente bajaban la mirada y seguían concentrados en sus cosas de niños.

 

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Leo en internet sobre el campeonato de Blanco a Brazo, en España.  Se compite por matar palomas a escopetazos.  Un hombre lanza una paloma hacia el cielo y otro le dispara.  La destreza del tirador está en poder derribarla una vez que ésta cruza una cuerda.  Pero antes de arrojar la paloma, el colombaire le arranca la cola así ella no puede maniobrar en el aire y es más fácil darle en el pecho, o en la espaldita.   La Real Federación Española de Caza, que difunde este evento, no publica el lugar en donde se lleva a cabo para no ser detectada por las organizaciones de protección de los animales.

 

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Escribo esta maldición para los cazadores de pájaros:

Malditos para siempre los que matan a los pájaros.

Ojalá tus brazos se peguen a los costados de tu cuerpo envidioso, y una fuerte presión te obligue a andar en cuclillas por todas partes, cacareando en vez de hablar.

Ojalá te quedes encerrado en la jaula que diseñaste, y solo tengas para comer el poco alpiste que pusiste en el platito.

Que el pico del que mataste se ensañe con tu culo y con tus ojos -y después con cada orificio que encuentre en tu cuerpo- y salgan largos chorros de líquido rojo que rieguen las veredas.

Que tus tripas estén para siempre expuestas al buitre que las corroe, y vayas deshidratándote a pleno rayo del sol.

Que ni Dios venga a salvarte.

(Y que estando vos humillado y así como dije -sin llama sobre la cabeza ni soplo, ni nada-, el Simurg se manifieste ante tus ojos en su forma plural -son muchos pájaros de mil colores-.  Que Elle decida qué hará con vos, acaso tenga la compasión que no tuviste).

 

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Pero en otro campo, de personas amables, había muchos árboles, y en cada árbol, una lechucita.   Calladas, con esos ojos tontos o cerrados se mantenían quietas durante muchas horas cada una arriba de una rama.  Me gustaba caminar por el sendero de árboles para mirar las lechuzas.  Pero además se juntaban varias en un bosque casi a la entrada.  Las lechuzas respiraban el aire fresco que les proporcionaba la sombra de las copas de ese montón de árboles.  Y pasaban muchas cosas en ese interior.  Había insectos, y pájaros de distintos tipos.  Yo me metí en un momento, y respiré ese aire de maderas y de pasto.  Pero salí enseguida, no quise interrumpir.

 

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¿Es el diablo un pájaro?

¿Los ángeles son pájaros?

 

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 Mariana DocampoMariana Docampo es escritora y licenciada en letras por la Universidad de Buenos Aires. Tiene publicados seis libros de ficción: Al borde del Tapiz, El Molino (premio Fondo Nacional de las Artes), La fe, Tratado del Movimiento, La familia y V; y la crónica autobiográfica Tango Queer Buenos Aires (Beca del Bicentenario 2016). Es profesora de escritura en distintas instituciones y coordina talleres literarios de escritura y de lectura de manera privada.  Profesora de la materia Lectura para escritores III de la carrera de escritura creativa de Casa de Letras.  Desde el año 2011 dirige la colección “Las antiguas” de la editorial Buena Vista dedicada al rescate de obras de las primeras escritoras argentinas. Es co-guionista del largometraje “Marilyn” (68 Berlinale Film Festpiel Berlin). Coautora del libro de entrevistas “Sara Facio. La foto como pasión” (Planeta, 2016). Es la fundadora del espacio Tango Queer de Buenos Aires y organizadora del Festival Internacional de Tango Queer de Buenos Aires.