Casetes

Sobras. Victoria Orce

Victoria Orce

Foto: Jon Tyson on Unsplash

SOBRAS

Victoria Orce

 

Pisás una baldosa floja y se te ensucia el pantalón clarito recién planchado. No te enojás, peor estuviste un rato antes en el subte, sintiéndote una pieza más de un perfecto tetris de cuerpos anónimos. En esa situación pensaste la manera ideal de acomodar los muebles del excuarto de tu hija para hacerle lugar al somier que te pidió que le guardaras. Hiciste una lista mental: el escritorio, dos mesas de TV, dos amplificadores, tres guitarras, un bajo, la mesita de luz con ruedas, un aparador. De ahí tu cabeza te llevó a la novela Las cosas superfluas de la vida de Ludwing Tieck.

La novela cuenta la historia de una pareja joven del siglo XIX que vive en un pequeño departamento de una ciudad europea, ubicado en el primer piso de una casa señorial. Viven en una situación de pobreza extrema pero elegida. Para mantenerse, venden sus cosas superfluas: trajes, vestidos, manteles, libros. Cuando llega el invierno, no tienen como comprar leña, entonces van desmontando la escalera de roble que comunica su departamento con el resto de la casa. Primero queman la baranda, luego la van desarmando desde el primer escalón hasta el último. Cuando el dueño de la casa regresa luego de un viaje y descubre la falta de la escalera, arma un alboroto. Los jóvenes sostienen que se trata de un pobre hombre que no puede despegarse de la experiencia de subir escalón por escalón sosteniéndose de la baranda, para llegar a la comprensión de la realidad y que jamás, logrará el nivel de contemplación alcanzado por ellos.

 

Quizás la versión actual de las cosas superfluas de la vida la esté encarnando Marie Kondo, con sus consejos acerca de la necesidad de desprenderse de las cosas que no se usan. Parece ser que la mejor manera de hacerlo es mirar los objetos que tenemos en nuestras casas y pensar durante unos segundos si nos producen felicidad. Si la respuesta es no, hay que tirarlos. Para eso hay que tener claridad y no guardar cosas por las dudas. Pienso entonces en la diferencia entre guardar y acumular, o guardar y coleccionar.

 

Cuando era chica me gustaba coleccionar cosas. Intenté con marquillas de cigarrillos que en su mayoría recolectaba de la calle o me las conseguía mi mamá que fumaba mucho. No recuerdo haber logrado una buena colección, pero desarrollé una especie de teoría: todo coleccionista necesita colaboradores, dispuestos a conseguir los ejemplares más extraños y entregarlos generosamente. Durante un tiempo tuve una colección de piedras. Mi papá me había regalado una caja con piedras envueltas en papel de almacén, con el nombre escrito con marcador grueso: cuarzo, mica, granito, mármol. Guardaba las piedras como un tesoro, en la parte de arriba del placard y cada tanto las sacaba, las desenvolvía una por una y las extendía sobre mi cama simplemente para mirarlas. En otro momento, que no sabría precisar si fue antes o después de las piedras, mi mamá me regaló un libro de contabilidad, de esos grandes de tapa dura, el típico del “debe y el haber”. Le dí un uso extraordinario: practiqué cientos de veces hacer mi firma, porque quería tener una firma linda y distinguida como la de mi viejo, que escribía Buis en vez de Luis. Pero lo más importante es que en mi libro de debe y haber me dediqué a coleccionar palabras terminadas en “ía”: confitería, librería, ferretería, porquería, monería. Pasaba ratos largos escribiendo y buscando palabras. Llegué a coleccionar un montón, muchas pero muchas aunque ahora no tengo ni idea de cuántas  ¿1000? ¿1500? ¿2000? Quién sabe.

 

Pienso en la escritura autobiográfica como una colección intangible de recuerdos que al decir de Diego Meret se ordenan en una suerte de hilera falsa, por lo cual podríamos asegurar que toda autobiografía tiene algo o mucho de invención. En esto Silvina Ocampo fue una especialista. En su libro Invenciones del recuerdo, escribe un poema largo que cuenta la historia de la nena cuya foto figura en la tapa del libro. En uno de esos versos dice:

 

(…)

vagando por la casa debajo de las alfombras

como Odradek,

intenta huir, se queda

en todas partes, en ninguna parte.

Huye, ha quedado.

Busca a Dios.

(…)

¡Para qué sirve inventar!

 

Siempre me interesó esa referencia a Odradek, el personaje-objeto del cuento de Kafka Preocupaciones de un padre de familia, ese carretel que vaga por las escaleras o debajo de las alfombras de una casa y que dice tener domicilio indeterminado. Odradek representa, en este poema, la soledad que le provoca ser, como Silvina solía decir, la etcétera de su familia. Huir y quedarse, vagar y fugarse, pero estando siempre allí, en la casa prenatal.

 

 

Hubo un tiempo en el que me gustaba leer el párrafo final de los libros antes de empezarlos, se me antojaba una buena manera de decidir cuál comprar. Empezar desde el final y pasar rápido las hojas hasta el principio. Ya no lo hago, pero no me preocupa conocer los desenlaces por anticipado.  Hay cosas que no se pueden llevar de un lado a otro, que no se pueden salvar del incendio aunque sean imprescindibles.

A veces hago listas, de cosas, de hechos, de recuerdos y las enumero como en una cuenta regresiva, sin ilación. Cosas superfluas, profundas, necesarias, acumuladas, descartables.

6. La vida cabe en una mesa. De este lado de la mesa tres platos, en los platos dos hilitos de salsa y migas de pan distribuidas irregularmente, tres tenedores (uno de ellos suelto entre los platos) y dos cuchillos apoyados distraídamente sobre las servilletas de papel semiarrugadas. Los vasos con restos de coca cola en el fondo. Un poco más al centro de la mesa una pila de libros de diferentes tamaños en equilibrio inestable, sobre la pila, hojas de cuaderno arrancadas, algunas escritas con birome celeste y otras con verde. De los libros hacia el otro lado, la computadora encendida con el cable recorriendo toda la mesa aún cuando está desenchufada. En la otra punta, algunos diarios abiertos y semileídos, una bandeja con galletitas caseras de avena, una botella de agua sin tapa, dos auriculares imposibles de desenredar, un lápiz y, además de las biromes celeste y verde, otra azul trazo grueso. Y en el vértice, a punto de caer, la agenda sin usar desde el 20 de marzo.

5.Cosas que me gustan. El helado de crema moka y maracuyá, tomar cada bebida en el recipiente adecuado: vino y cerveza en copa, té en taza de boca ancha, café en jarrito. Sentarme al sol en invierno, los anteojos de sol que perdí hace mucho, la playa, el quijote traducido al yiddish, tomar mate amargo con un caramelo dulce en la boca, ir al teatro, hablar de arte, mirar fotos, leer cartas, la cúrcuma, algunas militancias, el té de jengibre, las películas de Isabel Coixet, regar la albahaca y cortarle las hojas, hacer café en la prensa francesa cada mañana, la rutina, viajar en tren, las ciudades, el jardín de la casa de una de mis amigas en noviembre, las palabras, los colores indefinidos que no sirven para jugar al tutti frutti, dar clases, los pañuelos verdes, conocer gente, establecer lazos de confianza, la política.

4. Cosas que no me gustan. El morrón, la gente que no, la fanta naranja, el calor, los fanatismos, el hinojo, el té con azúcar, el animal print, el frizz, el sentido común, la intolerancia, el reggetón, las malas intenciones, el champagne, la envidia, las conversaciones vacías, algunas palabras, los zapatos de charol, el olor de los cigarrillos parisien, el volumen alto, Rambo, la torta mil hojas, las voces chillonas.

3. Cosas que guardo, pierdo o sobran. La ropa de verano cuando termina el invierno, la ropa de invierno cuando termina el verano, los álbumes de fotos viejas descoloridas, una menorá de bronce que heredé de mi abuela, agendas usadas desde el 2010, la libreta de matrimonio de mis viejos, patitos de cerámica que alguna vez coleccioné.

2. Preguntas. ¿Adónde van a parar las cosas que perdemos? ¿por efecto de qué magia aparece de repente, en un lugar visible, aquello que dejé de buscar? ¿Qué hago ahora con lo que encontré si ya no lo quiero? ¿Por qué nunca me decido a tirar los casetes que jamás volveré a escuchar? ¿Cómo se transforma un sueño triste en poema?

1.Respuestas. Nunca supe qué contestar cuando siendo chica me preguntaban que quería ser cuando fuera grande. Era una pregunta difícil y a mí no se me ocurría ninguna respuesta. Si me preguntaran ahora, diría que me gustaría cantar strangers to my happiness y marcar el ritmo chasqueando los dedos de las dos manos.

 

Pienso en la inmaterialidad de las cosas, en la intangibilidad de los recuerdos, en las cosas que, si no se escriben, se olvidan. Las cosas que nos pasan, lo que nos conmueve. La experiencia de viajar, por ejemplo. Viajar es muy parecido a tomar un mate amargo con un caramelo dulce en la boca. Es la cocina de la casa de la bobe y la mesa con mantel de hule. Es como masticar algo duro sin que se te rompa un diente y sonreír por la hazaña lograda. Viajar es como flanear con un mapa y perderte igual. A veces sueño con viajes raros, en los que de repente aparezco en lugares, como si me hubiera teletransportado contra mi voluntad. La otra noche, por ejemplo, soñé que viajaba a mi oficina con mi cachorrito que todavía no usa correa. Me gusta pasar tiempo en los aeropuertos. La medida justa de una hora y media o dos es ideal para hacer cosas que una no hace en otras circunstancias. Cosas cortas como escribir haikus o leer un libro de corrido. En un viaje a Brasil, leí Bonsái. Lo empecé en Aeroparque y lo terminé en Guarulhos. En una de las anotaciones al margen puse: “mujer argentina viaja a Brasil y lee libro de autor chileno”.  Una vez viajé en ambulancia por la ciudad Tucumán, de la clínica al taller mecánico. Fue un city tour inesperado, en el que escribí mentalmente un poema malo que nunca más leí.

 

Malele Penchasky escribió Errandus, un libro en el que invita a los lectores a realizar un viaje maravilloso. Leerlo es una experiencia literaria inesperada, es como leer el desasosiego devenido texto, con personajes sin carnadura, pero que tienen un andar errático que va desde lo reflexivo y simbólico hasta lo extrañado y ficcional. Cualquier comentario sobre Errandus no es más que una lectura conjetural de un texto cargado de prosa poética, viajes repentinos y acontecimientos extraños. Son relatos de amor, de locura y de muerte, que a modo de escenas teatrales, nos plantean temas profundos, como el poder, la vigilancia, el castigo. Así, la muerte puede presentarse como un pajarraco que se cuela por una ventana y activa a los habitantes de la casa a pergeñar estrategias para hacerlo salir rápido. Y la vida es ficción, copia, simulacro. O no. Quién sabe. Hacia el final del libro, aparecen algunas referencias a las intenciones de la narradora: contar una experiencia a través de palabras escritas como flashes espasmódicos. Una narradora que indirectamente confiesa que para ella leer y escribir es igual a morder, y que se propone, a través de uno de sus personajes, dar testimonio.

 

Los relatos de viaje me apasionan. Me gustaría dedicarme a eso, viajar y contar. Lutan quieta es una crónica escrita por María Martoccia que transcurre en Penang, Malasia. Lutan es una mujer china con la que la autora argentina se encuentra de pura casualidad en Malasia. Las dos protagonistas son extranjeras en la ciudad en la que se encuentran. Ambas se observan mutuamente, y cada una actúa su propia idiosincrasia: una occidental, otra oriental. Lo que me maravilla es el trabajo que realiza Martoccia para transformar una situación vivida en texto con recursos y procedimientos propios de la escritura ficcional que funciona perfectamente como cuento.

En mi viaje a Brasil fui a un pueblo llamado Bonito. Atravesé en una combi parte del Mato Groso do Sul, con ganas de mirar el paisaje y nada más. Pero no estaba sola, las otras personas del tour me hablaban. Les sigo la conversación un rato, mientras miro de reojo por la ventanilla y veo unas vacas raras, que no parecen vacas, pero pastan como si lo fueran. De a poco consigo que las voces pasen a un segundo plano y me pierdo en mis pensamientos. Me parece escuchar algo con tono de pregunta, improviso una respuesta que nadie escucha. Por fin llegamos a Bonito y vamos directamente a un centro de ecoturismo donde nos dan trajes de neoprene, chalecos salvavidas y un snorkel para hacer flotación. El río Sicuri es increíble, totalmente transparente. La aventura invita a flotar en el agua durante una hora y media. Me sumerjo y arranco. Por fin estoy sola, sin nadie que me hable. No sé si es el río el que me lleva o si soy yo la que me dejo llevar.

 


Victoria Orce

Victoria Orce es docente, pedagoga y formadora de docentes en la UBA y en la Universidad Nacional de las Artes. Investigadora en proyectos que articulan, arte, política, educación y formación de subjetividades. Magister en escritura creativa por la UNTREF