Kon

La selva mágica. Iair Kon

LA SELVA MÁGICA

Iair Kon

 

Que chillón era el cielo de marzo. Claro. ¿Cuántas algas caben en un vaso de lana? Por supuesto. Es lo que yo te decía, un lampazo de trapo reboleado con alcanfor sobre el mármol del living. Está claro. Así hablaba Zaratustra, el primo de Emilse, la que vivía sobre la avenida Mitre en Avellaneda, el doctor en ciencias ocultas, el de la novia circuncisa, la que pintaba para rabino. Así hablaba con su tía Dora, la psicoanalista, que como todos saben es un caso y que lo visitaba los lunes para llevarle jabón de glicerina y pomada cicatrizante. Solo los lunes podía, Dora, y apenas cincuenta minutos. Ocupaba el resto de la semana en corregir un manuscrito sobre la sublimación, la castración y el número de oro. Decía que al primo de Emilse le hubiera venido bien que la madre no lo dejara con tanto aspaviento. Un abandono a tiempo es pasto de Extremadura, decía el primo. Pero Dora no se dejaba impresionar, lo miraba con ojo clínico. Y con piedad de tía. Un poncho de sable has traído en el colgajo de tu mollera, le dijo un día Zaratustra. La tía lo miró con pausa analítica, sin quitarle la vista de la vista pero sin intención de medir fuerzas. En su interior sonaba el concierto de tripas de las 20:30 que le anunciaba la hora de comer y de marcharse. Pero aguantó. Por qué habrá dicho lo del poncho, se preguntó Dora evitando la expresión de desconcierto. Desfiló por su cabeza una hilera de significantes que le recordó la feria de la moda en la cancha de Vélez a la que iba con su hermana a mediados de los ochenta. Pucha que es lindo mi país paisano, le dijo Zaratustra como si le estuviera leyendo la mente. Aquel concierto de Las primas en el entreacto de los actos de la Selva Mágica, suspiró Dora como si estuviera aspirando, una vez más, el aroma a agua hervida de los panchos. Ya en esa época Zaratustra decía con gestos que el ventrílocuo amado se había casado en Finlandia. La hermana de Dora lo entendía: mollera de madre. El tiempo pasó volando y ellos siguieron viviendo en el departamento de Avellaneda. Sobre la avenida Mitre. Segundo piso por escalera, al frente. No hay tilos en el panteón de mis olvidos, pensó Zaratustra en voz alta. Las hermanas se sentaban en el balcón a ver pasar el colectivo 98 con dirección a Once. Evitaban los que iban a Wilde porque retroceder nunca. Zaratustra jugaba en el living con un Antiguo Testamento escrito en arameo y hebreo antiguo. De tanto jugar aprendió a leerlo y anunció su vocación de rabino. Dora y su hermana voltearon para verlo cuando ya habían pasado siete 98 desde las tres de la tarde. Eran las 18:07 del domingo y Zaratustra conocía el valor de los números. Emilse llegó tiempo después, obra del espíritu santo. Arrellanada en el sillón del balcón junto a su hermana, Dora notó que tenía la panza hinchada y dio a luz. A Luz no, a Emilse. Bienaventurado el vientre de tu vientre concebido, gritó Zaratustra sin soltar su biblia de la mano. Dora y su hermana criaron a los niños como si fueran primos hermanos, que es lo que eran. Vivían todos en la misma casa, pero las habitaciones de los niños daban al pulmón de manzana. Respiración interior, sentenciaba la hermana de Dora. Respiración artificial, había leído Dora en algún lado. Pomum peccati, mascullaba Zaratustra debajo de las sábanas. El niño ya adolecía cuando la prima daba sus primeros pasos y jugaba con los fósforos de la cocina. Iban los cuatro a la feria de la moda a comprar ropa. Tomaban el 98 exultantes, luego el subte A a Primera Junta y de ahí el 86 en dirección a Liniers. Aunque vaya por el valle de las sombras no veré el mar, escribió Zaratustra en hebreo en su libreta celeste. Fue en la feria en donde Zaratustra conoció a su futura novia. Dora y su hermana habían logrado ubicarse en primera fila frente al escenario de Las primas y le encargaron a Zaratustra que llevara a Emilse a recorrer la Selva Mágica. Los recibió un explorador con sombrero de paja y anteojos de metal. Rebalsaba por debajo una cabellera negra y enrulada como la del gorila mecánico con el que hablaba. Emilse miró con desconfianza al explorador y con simpatía al gorila. Sergio, el operador escondido en bambalinas, lo notó. El gorila saludó con la mano y la voz aflautada de Sergio salió cavernosa gracias a los efectos de sonido. Dijo: “La selva es un pastel de masa irreverente”. Zaratustra no entendió la risa del explorador; la sentencia le había resultado de lo más esclarecedora. Emilse sacudió la manga de la camisa de su primo para que siguieran al grupo. Zaratustra miraba fijo los ojos del gorila. Emilse sacudió más fuerte. Sergio bebió un vaso de ginebra y se cambió de lugar. Del otro lado, el explorador le pedía a la jirafa que describiera sus costumbres. La voz de Sergio salió con tono de jirafa gracias a los efectos de sonido. Dijo: “Es largo el camino para mirar atrás”. Los ojos de Zaratustra se empañaron de un velo cristalino. Poros sobre poros se abrieron en su corazón palpitante. Dora y su hermana esperaban la presentación de Las Primas con anhelo contenido. Les hubiera gustado tener una ventana para mirar pasar el 98 con dirección a Once, pero la vida era injusta. Lo sabían ambas. Tiempo muerto vivo en escollera, hubiera dicho Zaratustra si las hubiera visto. Miraba en cambio los ojos del jaguar que acababa de decir: “Corre aprisa hurón desvanecido”. Sergio bebió otro trago de ginebra caliente. Ardor creativo. En el final de la selva los recibió un cuadro con todos los animales. Sólo uno se movía, el mono tití. El explorador tenía la cara roja y los ojos llorosos por un ataque de risa del que aún no se recuperaba. Los niños lo entendían. El mono habló: “Estoy a upa del desconcierto”. El efecto de sonido producía la voz de una niña. A Zaratustra le resultó familiar. Al salir de la Selva saludó con reverencia al explorador y notó que Emilse no estaba a su lado. El diablo se enciende en el sur, pensó. Volvió a entrar al reino animal cuando se apagaron todas las luces. La tía Dora y su hermana coreaban por anticipado: “Mamá está en la cocina”. El túnel de la selva era oscuro. Los ojos de vidrio de los animales electromecánicos brillaban en la oscuridad. Zaratustra avanzó en penumbras intentando no tararear la música que llegaba desde afuera. Su madre y la tía Dora cantaban sin fueros con las venas del cuello hinchadas de emoción. Brillaban ojos en la noche de la selva, pero ahora se movían. Sergio y Emilse caminaban de la mano al encuentro de Zaratustra. Fulgor nocturno. Penumbra de azahar, en la jungla amanece, sintió el adolescente. Emilse corrió a los brazos de su primo, que la recibió indiferente. Su corazón en dulce compañía. Zaratustra y Sergio brindaron con ginebra del pico de la botella. Emilse corrió en derredor para sellar el pacto.

El tiempo pasa y se encoge el Olimpo, pensó Zaratustra con nostalgia cansina. Tía Dora adivinó la penumbra de su sentimiento y le extendió la pomada cicatrizante. Habían transcurrido veinte años desde aquel encuentro. Sergio y Zaratustra estudiaron para rabino. A poco de recibirse, Sergio devino Sara. El Superior Rabinato de la República Argentina, a cargo del Gran Rabino Issac Jehuda Loew, resolvió expulsarlo de la Yeshivá a pesar de la protesta de Marshall Meyer. Mitzvá de Golem, pensó Zaratustra, y poco después obtuvo su título. Alguien debe ser rabino en esta familia, bramó. Los tórtolos no se casaron porque no era posible pero tampoco concubinaron porque no era posible. Se visitaban, eso sí, con garantía de castidad certificada por la tía Dora, su hermana y Emilse, que acompañaban los encuentros desde el balcón sin perder la cuenta de los 98. Sara se había mudado a un departamento que también se encontraba sobre la avenida Mitre, justo enfrente del de Zaratustra. Las mujeres de la familia la veían salir de su edificio y la acompañaban con la mirada hasta que tocaba el timbre. Río de lava entre dos orillas, pensaba Sara mientras cruzaba la avenida. Un día Emilse la saludó desde el balcón y cuando Sara miró hacia arriba la atropelló un 98 en dirección a Wilde. La vida es una gabardina oxidada, dijo Zaratustra en el velorio.  El tic tac del tiempo pasó con ligera parsimonia. Zaratustra lo oía como oía la voz de Sara en las noches de eclipse. Prisión es el adagio de mi destino, sintió en lo profundo y se abocó al estudio de la alectomancia. Como el comercio de gallos adivinos estaba vedado en Avellaneda, intentó con gallos de cartulina. Fracasó con hidalguía y estudió por correo el arte de la piromancia. Ignis numquam dicit sufficit[1], leyó en el encabezado de una carta del Colegio Mayor Universitario Loyola de Valladolid, que un mes después, sin atribuciones para ello, lo consagró doctor en Ciencias Ocultas. La casa se llenó de fósforos, gloria nenúfar para la lúdica Emilse. Pululaban en los recintos pequeñas llamas adivinatorias. Las había encendidas en velas, en fósforos efímeros, en marmitas con aceite, en hornallas eternas, en estufas a kerosene y de tiro balanceado, diminutas y fatuas como candiles de hoguera. Aroma a crematorio respiraban la tía Dora, su hermana, Emilse y Zaratustra, que iba adivinando el futuro de seres y cosas a cada paso. Predijo, así, que todos morirían. Tarde o temprano, un renacuajo doliente zumbará en tus oídos, le dijo a la tía Dora. Premurosa, la tía estudió los meandros de la psiquis humana y recibió por ello un título ornamentado. No conservó el diploma por mucho tiempo. Pequeña Emilse hizo arder los fósforos de su infancia sobre la colcha de duvet. Ardió así el segundo piso de ese modesto edificio y con él ardieron Emilse y la mamá de Zaratustra, que alucinado confundía las encendidas plumas de ganso con las de un gallo y predecía una lluvia de cenizas. Frutos del bosque en mi helado malherido, repetía infatigable. No hubo velorio ni cremación, puesto que no era necesario.

El sol entraba en el cuarto con ardor incontenido. Y a hora desusada, pensó Dora ya lista para partir. Es la noche iluminada, pensó con cordura Zaratustra, que se untaba el brazo con la pomada de la tía. Habían comido matambre arrollado que Dora llevó envuelto en un repasador estampado con pájaros azules. Solo los lunes comía Zaratustra alimentos de esa clase, estrellas distantes del pollo hervido. Se despidió la tía en oblicua letanía, el brazo en alto y el puño cerrado se confundían con una falsa señal de victoria. Al camino por el valle, pensó Zaratustra. Sobre la cama angosta desplegó el poncho ígneo y en el centro erigió una pirámide de jabones de glicerina coronada por el Antiguo Testamento. Untó su torre de babel con el alcanfor recetado y adivinó el futuro en el último haz de sol que se filtraba por la ventana. Buscó y buscó en todo el cuarto los fósforos de Emilse que había conservado en un bolsillo del gabán. Se me ha perdido como de un rayo, dijo en voz alta para que el sonido de su voz llegara hasta la tía. Se hincó entonces frente a su altar ignifugo y reflexionó abatido: “¿No es ya en Finlandia la hora en que se consuma una boda?”.

[1] El fuego nunca dice basta.

 


Iair KonIair Kon es escritor, traductor y documentalista. Publicó las novelas Tren eléctrico y Ficus, tradujo obras de Marcel Schwob, Honoré de Balzac y Paul Virilio, entre otros,  y dirigió los documentales La fraternidad del desierto, Iglesia latinoamericana: la opción por los pobres Palimpsestos, sobre los manuscritos de Susana Thénon. Es magíster en Escritura Creativa (Untref), máster en literatura francesa (Universidad de París 8) y licenciado en Ciencias de la Comunicación Social (UBA). Enseña realización documental, escritura y periodismo en la Universidad de Buenos Aires, la Escuela Nacional de Experimentación y Realización Cinematográfica (ENERC) y la Universidad de La Punta. Fue becario del Centro Nacional del Libro de Francia.