columna noviembre

La escritura y los elementos. Mariana Docampo

LA ESCRITURA Y LOS ELEMENTOS

Mariana Docampo

ph. Silvana Lopa

Escucho caer la lluvia entre los árboles, y miro como buscando encontrar una gota detenida en una hoja, cuando ya paró de llover pero el aire está todavía húmedo, los colores de las cosas nítidos como hace muchos años vi en la película “El aroma de la papaya verde”.  Mi jardín se llena del canto de los pájaros, parece el interior de algo muy grande y redondo.

Pero llueve poco.  Desde que me mudé hace tres meses, muy poco, casi nada, a pesar de que Meteored.com siempre anuncia lluvias.  Yo estoy alerta, quiero anticiparme a lo que vaya a pasar con el clima, no estoy acostumbrada a vivir en contacto con la naturaleza y me inquieta que pueda cortarse la luz, o internet.

Me pongo las botas de goma de caña alta para regar.  La manguera solo llega hasta la mitad del jardín, donde planté las primeras flores y di inicio a una pequeña huerta que ya dio una lechuga y unos tomatitos.  Puse unos cartones para evitar que crezcan ahí las zarzas.  Me lo recomendó mi hermana, que está haciendo cursos de huerta en Capital.

Mientras riego pienso ¿por qué sigo escribiendo?

Un viento levanta una polvareda que viene de un lado y viene también del otro lado. Un gran torbellino de hojas secas se desplaza hacia el auto y lo cubre de polvo; entra tierra también a la casa. Las copas de los árboles van de un lado al otro.  Es un vaivén delicado, una danza.

¿Para qué escribo?  ¿Para quién?

Nunca pude entregarme a contar una historia que entretenga, una historia completa, que clausure las preguntas.  En cambio, la escritura para mí siempre fue horadar en el aire, en la tierra, en el fuego, en el agua, buscar ¿qué sentido secreto?

Me acerco a unas rositas que planté al lado del alambrado.  Nacieron cinco o seis del mismo plantín que compré en el vivero.  Estallaron los colores, los tamaños, las diferencias, que son sutiles.  Un moscardón sobrevuela las rositas.  También él me parece hermoso, un negro intenso sobre el rojo, y el blanco de otras flores. Me pongo de rodillas y saco las hojas secas que están sobre la tierra, y después vuelvo a levantarme y riego.

La escritura, en primera instancia, como catarsis.  Ese es su núcleo de fuego, llorar con la escritura, hasta que de tanto volcar sentimientos se produce un pequeño agujero en el interior de una misma.  Y entonces, en ese agujero, surge un objeto, que va autoexpulsándose.  Un objeto que no es suntuoso pero sí verdadero, se desprenderá de tus manos y rodará entre las personas.  Un objeto tan hermoso que podría tocar los corazones de las personas, y el pensamiento.

Se embarran mi botas, y voy con la manguera hasta el jazmín.  Me lo regaló Damián cuando vino con Carola, y ese día la pasamos muy bien.  Sigo meditando y le digo en voz alta al jazmín:

Hay quienes enfrían la escritura al punto de diferenciarse tanto de ella que por un lado va la escritura y por otro la persona que escribe. Pero después se ponen adelante de la escritura, y le enganchan la careta con los rasgos de su cara, para hacer creer que no hay diferencia entre ellxs y lo que escriben.

Por eso, yo quiero arrancarle la careta a mi escritura, sacarle de encima esos trapos viejos con los que a veces la visto sin querer.

Riego porque después de desmalezar había quedado todo tierra.  Quería que hubiera verde frente a mis ojos así que sembré un montón de semillas y fue creciendo el pasto desordenadamente. Se llena de pajaritos que comen las semillas, y mis gatos los acechan.

La escritura como entrega a la meditación.  El punto en el que respiro, la pausa.  También la escritura es mi muerte pequeña, el momento en que apagás los motores.  Y entonces ves una puerta, y detrás de esa puerta no sabés qué hay.  Podrías ser arrancada de vos misma por una mano del tamaño de un gran animal que te toma de los pelos, te sacude y te lleva quién sabe adónde: a una tierra sin palabras.

Estoy frente al durazno que plantó mi amiga Alcira al lado de las lavandas, ya no tiene las hermosas flores que nacieron al principio de la primavera pero dio frutos: treinta duraznitos que según Google tardarán alrededor de dos meses en madurar.   Mi mamá me dijo que le pusiera un tul para protegerlos de los pájaros, como hacía ella con los ciruelos en la quinta de Campana cuando éramos chicos.

Tengo esta antigua ilusión: la de participar por un momento de algo sagrado. La escritura podría ser el medio a través del cual me acercaría a eso que sé que está ahí pero no puedo ver.   Un tesoro escondido en los pliegues del viento, como el borde del vestido de un ser de otro mundo.  No importa que siempre sea devuelta a este lado.  Y hasta me parece bien, porque eso que a veces toco no es del todo mío.  Forma parte de mí y a la vez no me pertenece.  Accedo por un rato a ese lugar, estoy en feliz comunión, y después soy desterrada ¿adónde?  A este otro sitio, que no es mi jardín sino una habitación con ciertos libros que leo sentada en un silloncito junto a la ventana.  Estos libros no me producen ningún desequilibrio, me mantienen entrenada en la palabra, me distraen, me entero de cosas.  Pero hay otros, que extraídos de la pila con mucho cuidado, permiten que mi pecho experimente una gran liberación, es como si por fin pudiera respirar.  Estudio con estos libros, camino con ellos, los llevo adonde voy.

Le pedí a Nelson, el jardinero, que quemara toda una parva de zarzas y ramas que había quedado en el medio cuando desmalezó la primera vez.  Un terreno baldío donde todo creció libremente, salvajemente, durante muchos años.  Habían ganado espacio las enredaderas, los plumerillos, los dientes de león, las lianas fueron enlazándose a los fresnos, nacieron flores silvestres, cardos por todas partes, y las zarzas rastreras, con sus blandas ramas llenas de espinas fueron invadiendo el espacio, lo volvieron impenetrable.  Nelson cortó aquí y allá y puso todo en el centro.  Un día de invierno, pero de mucho calor, fue encendiendo con un único fósforo las hojas secas de los bordes, y enseguida prendió el matorral.  Un gran fuego que tomó en segundos la altura de los árboles, iba estirándose, gaseoso, como un largo mechón de pelo naranja.  En menos de cinco minutos, la zarza ardía.  Soplaba el viento y el fuego no paraba.  “¿Está todo bajo control?”, le pregunté a Nelson.  “Si, si, quédese tranquila”.  Le dije que la manguera no llegaba hasta esa parte.  Y él: “esto se consume solo”.  Cuando un rato después se apagó el fuego me confesó que en un momento se había asustado.  Me dijo que había dos cosas que su padre le había enseñado a respetar: el fuego y el agua.

Un solo día de este último mes llovió mucho en un plazo de dos horas, y hasta cayeron piedras.  Fue cuando Lucas vino a arreglar la bomba.    Me había quedado sin agua en la casa recién construida y él se presentó como “especialista en bombas de agua” en el Whatsapp de vecinos.  Le expresé mi preocupación porque no llovía desde hacía rato, le pregunté si tal vez podía ser que las napas estuvieran bajando.  “No, no, las napas de Rodríguez están de diez.  Quédese tranquila que ahora yo le arreglo todo”.

Pero Lucas no sólo no arregló la bomba sino que cortó las mangueras, enchufó otras, las sacó y las tiró al barro.  Por la tarde llegó un compañero para ayudarlo, y juntos terminaron de cortar todos los caños, ensuciaron el tanque de agua, y como no podían maniobrar con la bomba, destruyeron a mazazos el cuartito donde estaba guardada.  Yo miraba avanzar la destrucción aferrada al marco de la puerta, y a la promesa de Lucas, que no dejaba de afirmar “usted no se asuste, enseguida le armamos todo lo que desarmamos, usted se piensa que está todo roto porque no sabe.  Pero no se haga ningún drama”.

Y entonces se largó a llover, tanto como no había llovido en los tres meses que estuve acá.  Ahí tiene su lluvia, Mariana, me dijo Lucas.  Caían piedras arriba de su cabeza.  Le dije que entraran en la casa para refugiarse.  Entró él primero, miró las bibliotecas y se rió.  La lluvia, afuera, se volvía torrencial, caía granizo.

—¿Y usted qué hace, Mariana?, me preguntó.

—Soy escritora, afirmé.

Se rió.

—¿Y vive de vender libros?

—No, no, doy clases.

—Ah, es licenciada.  A mi esposa le gusta escribir también.  Está ahí todo el día con la birome y el cuaderno, y yo no entiendo nada.  Es profesora “de nivel inicial”, como ella dice. Antes era policía, pero le dije que no era un trabajo para estar en pareja, así que dejó y se hizo profesora.

Entró el otro chico.

—Acá la señora dice que es escritora.

Los dos se miraron y se rieron.

—¡Qué difícil debe ser estar todo el tiempo inventando!

Recuerdo un día de lluvia hace muchos años, habíamos ido al centro con mi mamá y mis hermanas.  Teníamos los pilotos puestos y las botas y caminábamos abrazadas a las piernas de mi mamá, para mantenernos debajo de su paraguas.  No sé adónde íbamos, tal vez a la tienda Harrods.  A veces nos soltábamos de ella para esquivar los charcos.  Llega otro recuerdo: la lluvia sobre las tejas de una casa en Mar del Plata, una vez que pasábamos por la calle Alvear, camino al Torreón del Monje.

Hoy está nublado.  Meteored.com anuncia lluvias toda la noche, con una nube gris, dos gotas celestes, y un truenito de color amarillo.  Salgo al jardín y respiro hondo, estiro los brazos.  Camino entre los árboles que comenzaron su murmullo de viento.  Por las dudas, cargué la batería del teléfono y salí con la linterna.  Percibo la inminencia de la lluvia, sé que algo muy importante está por pasar.

 

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DocampoMariana Docampo es autora de siete libros de ficción: Al borde del Tapiz, El Molino, La fe, Tratado del Movimiento, La familia, V y Estrella Negra; y la crónica autobiográfica Tango Queer Buenos Aires.  Es coautora del libro  de entrevistas “Sara Facio. La foto como pasión” y co-guionista del largometraje “Marilyn” (68 Berlinale Film Festpiel Berlin).  Es licenciada en letras por la Universidad de Buenos Aires y profesora de escritura en distintas instituciones y de manera privada. Desde el año 2011 dirige la colección “Las antiguas” de la editorial Buena Vista dedicada al rescate de obras de las primeras escritoras argentinas.  Es la fundadora del espacio Tango Queer de Buenos Aires.