Enseñanza de la poesía

La enseñanza de la poesía. Carlos Battilana

LA ENSEÑANZA DE LA POESÍA*

Carlos Battilana 

 

La poesía es un lenguaje. Y también un estado de disponibilidad. La apertura a una sensibilidad asociada a la atención. Una atención paradójica ya que, muchas veces, incluye la distracción, el desvío. Leemos solos y con otros. ¿Es posible enseñar poesía? Podemos transmitir un fervor y, a la vez, una perplejidad frente a un objeto real y elusivo. Nunca podremos descifrar del todo los signos surgidos de ese impulso que llevaron a escribir un poema; ese impulso que los románticos llamaron inspiración y que la tradición clásica vinculó con las musas. No conocemos muy bien el origen de ese impulso, pero sí se puede mostrar a alguien que tiene predisposición a la lectura y/o escritura, una lengua en estado de incandescencia. A partir de Charles Baudelaire, y luego con el adolescente Arthur Rimbaud, los poetas más que urdir un lenguaje sintagmático y relacional, un lenguaje comunicativo e instrumental, se dedicaron a escribir un lenguaje en sentido vertical: es decir, mostraron en el poema cada palabra, una a una, como si fuera una materia con su propio peso y densidad. La palabra poética moderna, según Roland Barthes, se hunde en una totalidad de sentido; es “un signo erguido”.[1] La palabra, entonces, resignifica su sentido en relación con un estado sincrónico de lengua. A pesar de ser un discurso opuesto a la función social del lenguaje, la poesía tiene una dimensión social y hasta política en tanto resignifica las palabras de la tribu. Esto quiere decir que disputa en la arena pública un sentido que se distancia de las variantes ornamental o meramente comunicativa. El carácter político de la poesía no deriva casi nunca de una declaración social bien intencionada. La poesía resulta política, precisamente, porque su elemento social básico, el lenguaje, vulnera los límites aceptados respecto del modo en que es posible enunciar en el presente, y profetiza en su acontecer, en su existencia misma, una nueva forma del discurso en el ámbito de lo público.

 

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En el marco general de la modernidad, la poesía cambió el eje de su discurso en relación con el auditorio. A pesar de los insultos que profirió a los lectores, Charles Baudelaire promueve una nueva disponibilidad ética en la lectura. El poeta francés explora un singular territorio. Incita a la participación de una experiencia solitaria e insular. Por lo tanto, recorta el perfil de su público. Comienza con Baudelaire la pérdida de contacto de la poesía con el gran público lector. La toma de distancia del poeta francés respecto de los lectores provenientes del mundo burgués, manifestada de modo programático en al menos dos de sus poemas (“Epígrafe para un libro condenado” y “Al lector”), es la contraseña de una ruptura aún más decisiva cuyas consecuencias alcanzarán a la lírica contemporánea. Símbolos privados, imágenes fragmentarias, metáforas inescrutables son las bases de una nueva comprensión y de una nueva capacidad asociativa fundadas por Baudelaire y encarnadas plenamente por Rimbaud, Mallarmé y Lautréamont. El lector debía resignificar el código, por lo tanto, la polisemia y la indeterminación del sentido formarán parte de su horizonte de legibilidad. A partir de la segunda mitad del siglo XIX, la brecha entre la lengua corriente y la lengua poética es radical. Se instaura un tipo de coherencia que es propia de la poesía. La elaboración de una sintaxis y una prosodia nuevas fue el soporte de una cadena de asociaciones impredecibles y promovió un modelo imaginativo que desafiaba las intuiciones usuales del lector. La poesía ya no será, a partir de entonces, una variación ornamental de la prosa sino un lenguaje que devino una sensibilidad particular, producto de una experiencia histórica que la determinaba.

 

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¿Qué podemos enseñar? Se puede enseñar un corpus que, obviamente, supone un recorte estético e ideológico; se pueden enseñar las figuras retóricas en función de un sentido global del poema; se puede enseñar el significante espacial de la página como un elemento crucial en diálogo con los vocablos que componen el texto, pero sobre todo, se puede enseñar a ver y escuchar. ¿Ver qué? Una especie de mapa lingüístico lleno de artificios y elementos rítmicos con proyección semántica. ¿Escuchar qué? Las modulaciones de un sonido, ya que un poema es también una música verbal. La oscilación entre el sonido y el sentido, como escribió Paul Valéry, sería lo enseñable.[2] Si proponemos una pedagogía de la poesía, podemos dar cuenta de una técnica (la métrica, los tipos de rima, los tipos de poemas, la prosodia) sabiendo siempre que hay algo irreductible a lo que podemos asomarnos, y sobre lo que podemos conjeturar mediante el diálogo y la exposición. Pero ese algo irreductible está lejos de aprehenderse del todo, no por ningún prurito celestial, sino porque la lengua poética tiene como rasgo la incesancia cada vez que se actualiza en la lectura.

Justamente eso oscuro o inasible atravesado, no obstante, de procedimientos reconocibles, puede llevar al entusiasmo. Si nos proponemos enseñar a escribir, se puede correr el velo de aquello que es verificable (los mecanismos verbales, el modo en que interviene la subjetividad) y escuchar la resonancia de los puntos de fuga (aquello que se manifiesta a través de la ambigüedad o la connotación). Podemos, entonces, en relación con el otro (que es el interlocutor con el que dialogamos imaginariamente, efectivamente) sostener la motivación de un impulso, hacer que ese impulso crezca bajo la forma de la confianza que supone el desafío. Pero más que suprimir o borrar a priori y de manera preventiva un verso completo o un vocablo, se podría dar lugar al reconocimiento de nuevas posibilidades; hacer posible que aquella persona que escriba pueda realmente optar frente al dilema poético que se vuelve singular cada vez que acontece. Elegir lejos de la prescripción ajena es dar origen a un trazo que responde a cierta impronta acorde a una respiración: una respiración propia. Un poema, entre otras cosas, es un problema de sintaxis en relación con el ritmo. Si podemos habilitar en el otro esa escritura personal, ese despliegue de la respiración, podemos decir que hemos comunicado algo en relación con la poesía. Acaso eso sería lo enseñable: que el otro reconozca en sí mismo la posibilidad de un trazo.

 

[1] Roland Barthes, El grado cero de la escritura, México, Siglo Veintiuno Editores, 1985, p. 52.

[2] Paul Valéry, Notas sobre poesía, México, Universidad Iberoamericana, 1995, p. 49.

 

* Texto leído en el Ciclo El verso argentino, coordinado por Guillermo Saavedra, Biblioteca Nacional, Buenos Aires, 20 de julio de 2022.

 


Carlos BattilanaCarlos Battilana: Es autor de El fin del verano (Siesta, 1999), La demora (Siesta, 2003), Materia (Vox, 2010), Velocidad crucero (Conejos, 2014) y Una mañana boreal (Club Hem, 2018), entre otros. La editorial Caleta Olivia publicó su poesía reunida con el título de Ramitas (2018). En 2020 publicó Luz de invierno, que incluye una selección de sus poemas (Vera Cartonera, Universidad Nacional del Litoral). Sus poemas han aparecido en antologías argentinas y latinoamericanas. Realizó la compilación y el prólogo de las crónicas periodísticas de César Vallejo reunidas en Una experiencia del mundo (Excursiones, 2016). Publicó el libro de ensayos El empleo del tiempo. Poesía y contingencia (El Ojo del Mármol, 2017). En co-autoría escribió el prólogo a Nuestra América de José Martí (Biblioteca del Congreso, 2019). Actos mínimos ha sido publicado en 2022 en Kintsugi Editora. Se desempeña como docente universitario. Ejerció el periodismo cultural. Nació en Paso de los Libres (Corrientes) en 1964. Reside en Buenos Aires.