el poeta en el mundo

El poeta en el mundo. Denise Levertov. Traducción: Graciela Scarlatto

EL POETA EN EL MUNDO

Denise Levertov

Traducción de Graciela Scarlatto

 

 

La poeta está de parto. Le han dicho que no dolería, pero ha dolido tanto que el sufrimiento y la lucha parecen, ahora, la única realidad. Pero en el preciso momento en que cree que está a punto de morir o que ya está en el infierno, escucha decir al médico: «Lo que siente ahora son sus hombros», y ella sabe que la cabeza ha asomado y que el niño está empujando y se desliza fuera de ella, insistente, un poema.

El poeta es padre. En el aire, en el paisaje ficcional de la sala de parto enteramente hecha por el hombre, abarrotada de superficies duras, acero y vidrio, iluminada sin piedad, dominada por blancuras brillantes; en esa escena a la vez humana y de otro mundo emerge —cubierta de baba, las piernas escuálidas, la cabeza con pelo fino y negro— la remota consecuencia de un sueño suyo representado nueve meses atrás. El ritmo se transformó en palabras; las palabras dichas, en palabras escritas.

El poeta está naciendo. Ciego; no obstante, es consciente del mundo que lo rodea; los muros del útero se han ido; algo áspero entra en su nariz y en la boca y los pulmones, y él lo usa para desafiar al mundo con lo que encuentra en su voz, un llanto de rabia, de tristeza, ¿o es una pura declaración? No tiene lágrimas todavía; mucho menos, sonrisas. Una cierta severidad en sus ojos es provocativa, una premonición de la mirada, una promesa que comienza de inmediato a realizarse. Un olor agudo a desinfectante agrede los jóvenes orificios de su nariz. Monótono, duro, intermitente se multiplica un sonido; los objetos son colocados en superficies de vidrio, una mesa rodante es apartada del camino, varias voces hablan; unas manos lo sostienen, se mueven por su piel haciendo cosas en su cuerpo —humedad, seca suavidad; luego arriba, abajo, a lo largo: hacia una quietud  dentro de cierta clase de recipiente y la experiencia extraordinaria, duradera, la eternidad de estar tendido sobre una superficie estable y llana— y al final, la cercanía de algo vagamente familiar, algo tibio que interpone una voz calmante entre él y todo lo demás hasta que duerme.

Dos años después. El poeta está en un espacio abierto y enorme revestido de adoquines grises, rectangulares; entre las hendiduras hay un brillante musgo verde. Si lo empuja con un dedo, lo siente frío; también cede a la presión, aunque está un poco espinoso. Su atención es dirigida hacia otra parte por una embestida de alas que lo envuelve y un fuerte arrullo. La gente con largas piernas que lo rodea teme que se asuste ante aquella bandada de palomas, pero él ríe con salvaje placer cuando ponen migajas de pan en sus manos para que las arroje a los pájaros. Él las lanza con ambas manos, y las palomas desaparecen sobre su cabeza y alguien dice catedral.  «Mira el gran edificio, eso es una catedral.» Pero él solo ve una puerta enorme, una boca, la oscuridad en su interior. Hay una pluma en su abrigo. Y luego ya está dentro, bajo una mesa en la habitación oscura, entre las piernas de la mesa y de la gente, los pies de la gente enfundados en zapatos, un par sin zapatos, zapatos vacíos cerca de allí. Al emerger de la mesa sin ser visto, pisa algo, un tren de juguete de otro niño, y se rompe, y hay un gran alboroto y una embestida de alas otra vez y voces chillonas, y él permanece callado en el medio de todo, por completo silencioso y solo, y los pájaros están volando y los otros niños lloran sobre sus trenes rotos y la palabra catedral, sí, es diez años más tarde y las torres gemelas comparten el gris de los adoquines en la parte trasera de un amplio espacio de su mente donde vuelan los pilares y vuelan las palomas significa catedral y el silencio, él lo sabe, está dentro de la oscuridad de la gran puerta, es el mismo silencio que él mantuvo debajo, entre los pies y las piernas de los adultos que abatían sus alas sobre él en el aire oscuro y desaparecían en el cielo.

Es el Tiempo el que los empujó al cielo. Él ha estado viviendo diez, veinte, treinta años; ha leído y olvidado miles de libros, y miles de libros lo han influenciado con sus escenas y su gente, con sonidos, ideas, lógica, irracionalidad; están cantando y bailando, caminan y gatean y chillan y permanecen sosegados en su mente, aunque no solo en su mente, sino también en la forma en que él mueve su cuerpo y en sus acciones y decisiones y en lo que sueña por la noche y durante el día y en la forma en que él pone una palabra antes de la otra para atravesar el portal de un boulevard y entrar a la catedral que asoma al final de ese camino, sosteniendo el silencio y la oscuridad en su interior como un dedo de musgo se sostiene entre dos piedras.

Todos los libros que ha leído están en la mente del poeta (han llegado allí a través de sus ojos y oídos, mediante el centro perceptivo de su cerebro, sus latidos, sus arterias, sus huesos) cuando aferra un lápiz para escribir o no. ¿Vida o muerte? ¿Paz o guerra?

Él ha leído lo que Rilke escribió:

 

[…] los versos no son, como algunas personas imaginan, solo sentimientos (los tenemos demasiado pronto); son experiencias. Para escribir un solo poema, uno debe ver muchas ciudades y hombres y cosas; hace falta conocer los animales y el vuelo de las aves y los gestos que las flores hacen cuando se abren por la mañana. Uno debe ser capaz de regresar por caminos de regiones desconocidas hacia encuentros inesperados, hacia despedidas por mucho tiempo presentidas; hacia los días de una infancia que todavía permanece inexplicada y a los padres, a quienes uno mortificaba cuando traían una alegría que no podíamos asir (era una alegría para alguien más); a las enfermedades infantiles que comienzan de forma tan extraña, con profundas y graves transformaciones; a los días consumidos en habitaciones recogidas y silenciosas y a las mañanas en el mar, al mar en sí mismo, al océano, a las noches de viaje que se precipitaban con altivez  y volaban con todas las estrellas —e incluso no es suficiente ser capaz de pensar en todo ello. Es necesario tener recuerdos de muchas noches de amor, cada una diferente de las otras, de los gritos que las mujeres dan durante el parto y de una mujer que ha dado a luz recientemente, ligera y pálida y dormida, encerrada en sí misma. Incluso, uno debe haber permanecido cerca de la muerte, sentado junto al cadáver en una habitación con las ventanas abiertas y ruidos que llegan en forma intermitente. Y aun así todo esto no es suficiente para tener recuerdos. Uno debe ser capaz de olvidarlos cuando son muchos, y de tener la paciencia necesaria para esperar que regresen. Pues los recuerdos por sí solos no son nada, hasta que no se convierten en sangre, mirada y gesto, hasta que pierden el nombre y es imposible distinguirlos de nosotros —hasta entonces, no puede suceder que, en la hora más extraña, la primera palabra de un poema se realice en sus inmediaciones y siga adelante a partir de ellos. (Fragmento de Los cuadernos de Malte Lurids Brigge, 1908.)

El poeta lo ha sabido, y ha sabido cosas equivalentes en carne propia. Él ha visto acercarse de modo repentino a la vuelta de la esquina la profundidad, los rostros flácidos, los ojos inciertos y desenfocados de los hombres poderosos, que jamás se encuentran con los suyos por más de un reacio segundo. Todas las máquinas de su vida han desplegado sobre él su poder, velocidad, parpadeante información o música incorpórea. Ha visto enormes montañas desde lo alto, mucho más alto de lo que ningún águila ha volado jamás; ha sobrevolado aguas arriba la fuerte corriente de los ríos y ha cruzado en un día los grandes océanos que sus ancestros atravesaron con esfuerzo en muchos meses. Él ha escuchado La pasión de San Mateo de Bach sentado en la bañera y ha levantado la vista de la muerte de Sócrates, perturbado por algún ruido adicional en medio de los golpes y sacudidas del metro y los muchos traqueteos rítmicos de sus partes; ha visto un hombre apuñalar a otro y a un tercero saltar de su asiento para asistir al herido. Él ha visto el tenedor levantado, suspendido en el aire pesado, con un bocado frente a la TV mientras los ojos de la mujer se detienen por un momento en la imagen de la pantalla: una choza de bambú en llamas y una niña vietnamita que corre gritando hacia la cámara, y él ha visto el tenedor moviéndose hacia la boca expectante, la mandíbula que retoma la masticación mientras la imagen siguiente se desplaza por la pantalla.

 

Él ha inhalado el polvo y la poesía, y ha exhalado fuera de ellos, él ha escrito:

 

Despacio hombres y mujeres se mueven en la vida,

se estorban.

 

El transcurrir de la pena, el transcurrir

de la alegría. Toda conciencia

 

es conciencia del tiempo.

La pasión,

aunque parece saltar y avasallar,

es una cosa lenta.

Se equivoca,

quebrando ramitas en el bosque del mundo.

 

Él ha leído las palabras de E. M. Forster, Solo conéctate, y las ha tipeado y pegado en la pared sobre su escritorio junto con otras frases:

 

La tarea del poeta es dejar claro para sí mismo, y en consecuencia para otros, las cuestiones temporales y eternas que causan conmoción en la época y en la comunidad a la que él pertenece.

 

Ibsen

 

Tenemos la lucha diaria, ineludible y muy seria de servirnos de la palabra y ponerla en contacto estrecho con todo lo que se siente, se ve, se piensa, se imagina, se experimenta.

Goethe

 

La tarea de la Iglesia es mantener abierta la comunicación entre el hombre y Dios.

Swedenborg

 

Y debajo de estas palabras el poeta ha escrito: Por «Iglesia» entender «poeta». Por «Dios» entender «hombre y su imaginación», «hombre y sus sentidos», «hombre y hombre», «hombre y naturaleza» –bueno, quizá «dios», entonces; o «los dioses…».

¿Qué estoy diciendo?

Estoy diciendo que para el poeta, para el hombre que hace literatura, no hay tal cosa como un estudio aislado de la literatura. Y para aquellos que desean conocer qué ha hecho el poeta, no hay tampoco, en consecuencia, un estudio puro de la literatura. ¿Por qué en consecuencia? Porque la comprensión de un resultado es incompleta si se ignora su proceso. El crítico literario o el profesor de literatura están apenas rascando una porción de la superficie si no han vivido en carne propia alguna experiencia de las tantas interacciones en tiempo, espacio, memoria, sueños e instinto que en cada palabra tiembla en una síntesis con la obra del poeta; o si el crítico o el maestro mantienen su lectura separada de sus acciones en una caja rotulada experiencias estéticas. La interacción de la vida con el arte y del arte con la vida es continua. La poesía es necesaria para el hombre entero, y que la poesía no sea separada del resto de la vida es necesario para él. Ambas, vida y poesía se desvanecen, se marchitan, se empobrecen cuando se hallan divorciadas.

La literatura —su escritura, su estudio, su enseñanza— es una parte de la vida de ustedes. Los sostiene en un sentido o en otro. No permitan el divorcio fatal que tiene lugar entre ella y sus acciones como poetas, críticos y profesores.

Fue Rilke, el más devoto de los poetas, el que se entregó de modo más completo al servicio de su arte, quien escribió:

 

[…] el arte, en última instancia, no tiende a de producir más artistas. Esto no significa que nadie sienta su llamada; por cierto, siempre ha sido mi suposición que esto no le concierne al arte en lo más mínimo. Pero mientras sus creaciones –habiendo surgido de forma irresistible de una fuente inagotable– permanecen allí extrañamente tranquilas e insuperables entre las cosas, parecen convertirse de alguna manera involuntaria en ejemplos para toda la humanidad a causa de su desinterés innato, libertad e intensidad…[1]

En la medida en que el artista se preocupa por la obra, su realización, su existencia y duración se apartan bastante de nosotros. Solo haremos lo correcto cuando comprendamos que incluso la más urgente realización de una realidad superior aparece –desde un último y extremo punto de vista– solo como un medio para ganar algo de nuevo invisible, algo interior y desapercibido: un estado más sano en el centro de nuestro ser.[2]

 

En estos dos pasajes de sus cartas él está diciendo que –aunque la obra de arte no apunta a un efecto, es algo impregnado de vida, que vive esa vida por sí misma, y que sin embargo tiene efecto; y ese efecto es en última instancia moral. Y la moral, en ciertos momentos de la historia, y creo que este es uno de ellos –este año, sino este día– demanda de nosotros que dejemos nuestros escritorios, nuestras salas de clase, nuestras bibliotecas y que manifestemos en las calles, y mediante acciones políticas radicales pongamos por obra ese amor por lo bueno y lo bello, ese amor a la vida y sus artes, a las que de otro modo prestaríamos servicios solo de palabra. La primavera pasada (1966) en una conferencia de Danforth, Tom Bradley, uno de los oradores, dijo (cito mis notas): La literatura es dinamita porque plantea –propone– cuestiones morales y busca definir la naturaleza y el valor de la vida del hombre. (Y esto es tan cierto para el poema lírico menos «comprometido», de modo intrínseco, como para el más didáctico, discursivo o polémico). Bradley continúa: La visión del hombre que tenemos desde el arte condiciona nuestra visión de la sociedad y por lo tanto nuestro comportamiento político[…] Arte y vida social están en una relación dialéctica que se sintetiza mediante la acción política.

 

La obligación del poeta (y, por extensión, de aquellos comprometidos con el amor a la literatura, como críticos y profesores o simplemente como lectores) no radica necesariamente en escribir poemas «políticos» (o en enfocar la atención de modo privilegiado en ese tipo de poemas en tanto más «relevantes» que otro tipo de poesías o ficciones).  La obligación del escritor es: tomar responsabilidad de modo personal y activo por sus palabras, cualesquiera ellas sean, y reconocer su potencial influencia en las vidas de otras personas. La obligación de críticos y profesores es: no frustrar las consecuencias vitales de las palabras que ellos tratan de acercar a los lectores y estudiantes. Y la obligación de los lectores es: no permitirse la hipocresía de una experiencia meramente vicaria, reduciendo así la literatura al concepto de «solo palabras»; lo que sería, en última instancia, una frivolidad, una irrelevancia cuando llega la hora de la verdad. Cuando las palabras penetran en nosotros con profundidad, cambian la química del alma, de la imaginación. No tenemos ningún derecho de hacerle eso a las personas si no compartimos las consecuencias.

La gente siempre me está preguntando cómo reconcilio la poesía con la acción política, la poesía y el discurso de la revolución. ¿No cree, me dicen, que usted y otros poetas están traicionando su obra cuando pasan tiempo participando en sentadas, marchando por las calles, ayudando a escribir folletos, etc.? Mi respuesta es no; precisamente porque soy una poeta, yo sé –y aquellos que hacen lo mismo que yo también lo saben– que debemos cumplir con la total implicación del poeta en la vida, también en este aspecto. ¿Pero no es la tarea del poeta, en esencia, preservarse?, aparece la pregunta. Sí, y si yo hablo de revolución es porque creo que solo la revolución[3] puede salvar ahora esa vida terrenal, ese milagro del ser que la poesía conserva y celebra. Pero la historia nos muestra que los poetas –incluso los grandes– realizan sus vidas como observadores más a menudo que como partícipes de acciones políticas –cuando tratan de convertirse en políticos con frecuencia escriben malos poemas. Yo respondo: los buenos poetas escriben malos poemas políticos cuando se permiten escribir con una retórica deliberada y obstinada, haciendo un mal uso de su arte como propaganda. El poeta no usa la poesía, sino que está a su servicio. Usarla es malversarla. Un poeta impulsado a hablar, a mantener un diálogo consigo mismo acerca de política puede aspirar a escribir sobre este tema tan bien como sobre cualquier otro. Él puede involucrarse en ello y no separarlo, como con cualquier otra cosa de su vida. Pero si son posibles buenos o malos poemas políticos no es algo que está en cuestión. Lo que está en cuestión es el rol del poeta como observador o como partícipe en la vida de su tiempo. Y si la historia es invocada para probar que más poetas han permanecido al margen, han mirado por encima o ignorado los eventos de su momento en la Historia, que han invertido tiempo y energía y han puesto el cuerpo en la participación de esos eventos, yo debo responder que un sentido de la Historia debe abarcar un sentido del presente, una vívida conciencia de cambio, una respuesta a las crisis, una comprensión de que una conducta apropiada en esta o aquella situación del pasado es inadecuada a las demandas del presente, que estamos viviendo nuestra vida entera en un estado de emergencia que –por razones que estoy segura no es preciso explicar hablando de armas nucleares o desastres y amenazas ecológicas– no tiene parangón en toda la historia.

Cuando tenía siete u ocho años y mi hermana dieciséis o diecisiete, ella me describía como una habitación llena de cajas, ubicadas en pasillos como los estantes de una biblioteca, cada caja con su rótulo. Yo había escuchado el término materia gris, entonces visualizaba la habitación y las cajas como grises, de un gris polvoriento. Su confiada descripción me impresionó, pero me alegra decir que yo sentí una duda inmediata acerca de su autenticidad. Sin embargo, he visto amantes de la poesía, amantes de la literatura comportarse como si esto fuera realmente así, y no permitir una fructífera reciprocidad entre poema y acción.[4]

No hay ideas, sino en las cosas dijo William Carlos Williams. Esto no quiere decir sin ideas. Significa (y aquí cito a Wordsworth) que el lenguaje no es el vestido, sino la encarnación de los pensamientos. No hay ideas, sino en las cosas significa, esencialmente, solo conéctate. Y esta, por lo tanto, no solo es una declaración concerniente al proceso de escribir, no solo una afirmación estética (aunque también sea estas cosas; lo que es más importante): es una declaración moral. Solo conéctate. No hay ideas sino en las cosas. Las palabras resuenan a través de la vida del poeta, a través de mi vida, y espero que también a través de la vida de ustedes, uniéndose con otros conocimientos en la mente, ese lugar que no es un cuarto gris lleno de cajitas…[5]

 

[1] Carta a Rudolf Bödlander, Cartas de Rainer Maria Rilke, Vol. II.

[2] Carta a Gertrude Oukama Knoop, en Rilke, Cartas selectas.

[3] N. de la A: A fines de 1963 la palabra revolución fue usada de modo usual entre los activistas por la paz de todo tipo. Aunque podíamos estar en desacuerdo acerca de la forma exacta en que la revolución debería tomar lugar y cómo, había en ese entonces un consenso concerniente a la necesidad de cambios radicales en la forma en que la sociedad se organizaba a sí misma. Para la mayoría de las personas que eran bebés entonces o no habían nacido –la generación actual– la palabra no tiene asociaciones positivas; y aunque muchos de nosotros somos mayores, y vemos que la necesidad para tales cambios no ha disminuido, dudamos al usar un término que más a menudo conlleva, por desgracia, la idea de violencia sangrienta y guerra civil en lugar de una visión de una comunidad justa y pacífica. Sin embargo, cambio radical es una frase viciada por haber sido repetida sin sentido por los políticos que buscan ser elegidos. No hay más remedio que pedir la cooperación del lector para intentar comprender la intención de palabras que han perdido su eficacia, pero para las que en este momento (1992) no parece haber alternativas.

[4] N de la A: En este punto de la charla, tal como se pronunció originalmente, inserté el poema Saborea y ve, de mi libro con el mismo nombre.

[5] N de la A: Escrito para un simposio sobre el tema ¿Existe un estudio puramente literario? celebrado en Geneseo, Nueva York, en abril de 1967.

 


Graciela ScarlattoGraciela Scarlatto nació en Mendoza. Ha cursado estudios de Filosofía en la Universidad Nacional de Cuyo y en la UBA, en Buenos Aires, donde vive actualmente desde el 2000. Dirigió en Mendoza el espacio de arte Artaud y trabajó como creativo publicitario. Es editora y traductora. Actualmente se desempeña como Directora de Comunicación del Centro PEN Argentina. Ha publicado, entre otros, el libro de poemas “Ciclo Lectivo”, Mono Sabio, Málaga (2004) y participó en varias antologías, entre ellas “Cine de Papel”, APIV, Valencia, (2000). En 2021 publica, en Ediciones del Dock, Buenos Aires, el libro de poemas «Clepsidras en la lluvia». Ediciones Simurg publica su novela «Vaselina» en Buenos Aires (2021).