Travacio

Entre gardenias. Mariana Travacio

ENTRE GARDENIAS

Mariana Travacio

Esta versión de Entre gardenias, para La copa del árbol, es una versión abreviada del cuento del mismo nombre que se halla al interior del libro Cenizas de carnaval.

 

 Mi madre llegaba, sus arrugas estiradas, los pies cansados, y se ponía a cocinar, como si cocinar le significara tapar un agujero urgente, gigante, porque nada la contenía,

– No te oigo, Adelaida, no te oigo

mientras yo le hablaba y el aceite rugía en la olla, pfiss, pfiss, rugían los huevos, rugían las papas, pfiss, rugía el arroz. Después ella me daba los huevos, las papas, el arroz,

– Comé, Adelaida, comé

y yo comía el silencio, el resquicio, el desquicio, mientras ella llegaba exhausta, redonda, las arrugas estiradas, sin facciones, los tobillos hinchados, y cocinaba, pfiss, y era el olor del aceite sobre la cocina, del aceite estallando en la olla, el olor de los huevos, pfiss, y yo le hablaba del colegio, de esa compañera, de la maestra y ella

– No te oigo, Adelaida, no te oigo

y la comida, pfiss, y mis palabras silenciadas de eso urgente que ocurría en la olla, que siempre me acallaba de urgencia, hasta que ya no supe hablar, solo silencios, solo comer, porque de eso se trata, de comer hasta reventar, porque las palabras no salen, no dicen, no rellenan agujeros, la comida sí,

– Comé, Adelaida, comé.

Mi padre llegaba tarde, silencioso, delgado, debía tener otros agujeros, distintos, agujeros que no se rellenan de papas, de fideos, de arroz; llegaba y lo recibía solo el silencio, el desquicio, el desprecio, y yo lo veía en la penumbra, en puntas de pie, en la rendija de la puerta, aferrarse al silencio para sacarse los zapatos, aferrarse al marco para sacarse las medias, entre saltitos un poco ridículos, cuando se desaferraba un poco, dos o tres, y sacarse el pantalón, en puntas de pie, y acostarse al lado de mi madre gorda, que roncaba a esa hora, y yo, que miraba por la hendija de la puerta ese rectángulo de luz azul, que daba saltitos un poco ridículos, al sacarse los zapatos, o las medias, antes de acostarse al lado de mi madre gruesa y roncar con ella esa canción de desquicio, de resquicio, de intersticio,

– No te oigo, Adelaida, no te oigo

entonces yo me abrazaba a la almohada, en esa lumbre de luz azul, y hablaba sola, en el silencio que ya era solo mío, solo mío mientras mamá roncaba su gordura en pausa y papá daba sus saltitos de luz azul.

A los quince vino Pedro, acaso le gustaran las gordas, lo pienso ahora, me buscaba a la salida del colegio, me perseguía su sombra, él tenía dieciocho, pasaba el día en el billar, se despertaba al mediodía para buscarme con su voz melosa, ronca, cavernosa, a veces creo que él la volvía gruesa para mí, un ramo en las manos, a veces un chocolate, o las manos vacías y los ojos de inquisición, y yo que creía que era una burla, por mis muslos troncos, mis pies macetas, mi cara estirada, mi abdomen hinchado de papas, de fideos, de arroz, a pesar de la firmeza de mi carne de entonces, que no se dignaba a estirarse tanto, pero se estiraba, obligada, y era una masa compacta, rígida, dura, de carne, gorda, y él con ese ramo en la puerta, y yo descreyéndole, riéndome, desmintiéndome,

– No te oigo, Pedro, no te oigo

y Pedro

– Sos el amor de mi vida

y yo escuchando la burla sobre mi abdomen hinchado de papas, mis muslos compactos de arroz, mis nalgas redondas de aceite, rellenas, rotundas, mirando el suelo, las baldosas cuadradas, de ballenitas amarillas, ese amarillo tenue, arrastrando el alma, redoblando la burla de mis compañeras, el sarcasmo de la maestra, esa risa atenuada de todos, en sordina, como si me quisieran ahorrar una parte del escarnio, de la injuria, del sarcasmo,

– Comé, Adelaida, comé

pero no soy tonta, puedo parecerlo, pero no, le digo a Pedro que se vaya, que deje de perseguirme, que me ahorre las rosas de burla, los chocolates de vicio, las manos vacías de amor, que llego a casa y me calmo sola, la lata de galletitas solo mía, o voy al almacén y compro medio kilo de bizcochos y medio de surtidas, o voy a la panadería y compro una docena de medialunas y me relleno el resquicio, el desquicio, el esquicio,

– Basta, Pedro, ya

y Pedro insistente, volviendo, indignándome, burlándome,

– Sos el amor de mi vida

y yo que un día ya no aguanto y le pego, cierro el puño, lo lleno de silencio, lo cierro otra vez, lo lleno de arroz, lo cierro otra vez, lo lleno de escarnio, y se lo dirijo directo a la nariz, con todas mis fuerzas, con todas las fuerzas de mi vientre abultado, del pecho en jirones, de los fideos y de los huevos, y se lo estampo en la cara magra, ovalada, no redonda, ovalada, y le sangra un poco la nariz, y me mira raro, como con desilusión, desasosegado, perplejo, con un poco de estupefacción, recoge el ramo, y se va solo, tambaleante, dando saltitos un poco ridículos, agarrándose la nariz, mirando el piso, solo, un resquicio de maledicencias que merezco solo yo, son todas mías, de mi yo inflado, de mi yo gordo, poderoso, humillado. No volví a escuchar que yo fuese el amor de la vida de alguien. Algunas noches sueño con aquella voz enronquecida para mí, gruesa por mí, que me dice,

– Sos el amor de mi vida, Adelaida

y se me aparece mi madre, justo antes de morir,

– No quiero, Adelaida, no quiero

que no le amputaran los dedos, pero era ineludible, ella se negaba, pero no se podía evitar, renegaba, pero eran los dedos o la pierna, le amputamos los dedos, en la clínica, ella estaba en la clínica entonces, yo la visitaba dos veces por semana, cuando cerraba el negocio los miércoles, y los domingos, que eran días de nada, de empanadas, de panadería, días de buñuelos, de televisión,

– Comé, mamá, comé

la visitaba, le llevaba bizcochos, o medialunas, sí, yo le llevaba, porque sabía que le gustaban,

– Comé, mamá, comé

pero al final ella comía menos; murió gorda igual, pero comía menos, porque estaba un poco vieja, y un poco desvaída, y un poco le daban esa comida sin sal, que no le gustaba, así que las arrugas se le empezaron a notar un poco más, no mucho, murió con el rostro estirado igual, porque ella nunca le dio espacio a los silencios, a los intersticios, no, no le dio lugar,

– No te oigo, Adelaida, no te oigo

así que murió con la cara redonda nomás, en la clínica de la alameda Santos, al cuidado de esas enfermeras tan caritativas, tan bondadosas

– Coma, doña Eugenia, coma

cuidándola como si fuera su madre,

– Pórtese bien, doña Eugenia, vamos a la diálisis

como si fuera una santa,

– Trate de hacer pipí, doña Eugenia, hacer pipí le hace bien

y mi madre obediente, a la diálisis, a la chata, a la comida, mirándome con los ojos de siempre

– No te oigo, Adelaida, no te oigo

clamándome que no le amputaran los dedos, y yo explicándole

– No te oigo, mamá, no te oigo

y asintiendo, porque no quedaba otra, y papá con esa cirrosis que le impedía visitarla, la visitaba yo, y la cuidaban las enfermeras de siempre, tan caritativas, tan meticulosas

– No me moje la sábana esta noche, doña Eugenia, que para eso está el timbre

tan aplicadas, resignadas, cuidándola,

– Coma, vieja de mierda, que no tengo todo el día

tan cuidadosas que si no fuera por ellas no sé qué hubiera sido de mi madre,

– Comé, mamá, comé

por suerte estuvo en buenas manos hasta que me llaman de la clínica, su madre ha fallecido, me dicen, y se me viene encima el aceite, pfiss, de la papa, de los huevos, pfiss, del arroz, y sus manos saturadas,

– No te oigo, Adelaida, no te oigo

y su urgencia por rellenar tanto agujero, tanto intersticio, tanto desquicio,

– Comé, Adelaida, comé

pero un día muere,

– Ha muerto su madre, Adelaida.

Voy al entierro; vamos despacio, ella y yo, y el director de la clínica, que siempre acompaña, porque es una clínica buena, el director acompaña y después se va, entonces me quedo a solas con mi madre, mi madre que ya no dice No te oigo, Adelaida, que ya no dice Comé, Adelaida, entonces le puedo contar, le cuento de Pedro, de la maestra, del escarnio, de mis compañeros, de las burlas, de mi gordura tan grande, de mis nalgas voraces, porque ahora la veo más calmada, o me amordaza menos, y creo que puede escucharme, porque ya no está como antes, tan ensimismada; ahora no cocina, no me empava, no me pfissa, solo escucha, parsimoniosa, desde la tierra fría, entre gardenias.

 


Mariana TravacioMariana Travacio nació en Rosario, vivió en São Paulo y actualmente reside en Buenos Aires. Es Licenciada en Psicología y Magister en Escritura Creativa. Se desempeñó como docente en la Cátedra de Psicología Forense de la Universidad de Buenos Aires y publicó diversos trabajos en su órbita profesional. Sus cuentos han sido publicados en diversas antologías y revistas de Argentina, Uruguay, España, Brasil, Cuba y Estados Unidos. Ha sido jurado de concursos de narrativa en los géneros cuento y novela. Recibió numerosos reconocimientos literarios en concursos nacionales e internacionales. Es autora de los libros de relatos Cotidiano y Cenizas de carnaval y de las novelas Como si existiese el perdón y Quebrada. Ha sido traducida al inglés, sueco, italiano, alemán y portugués.