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La mano abierta. María Staudenmann

LA MANO ABIERTA

María Staudenmann

 

Soy la más alta del grado, de las chicas y de los chicos. Soy gorda, uso anteojos y la ropa que a mi hermano ya no le anda. En Posadas es como en todos lados, a las chicas como yo los chicos no las miran más que para cargarlas. Y a mí me gustan varios chicos. Muchos. Diego Gulartes en particular. Diego es gracioso, medio pelirrojo y con pecas. Creo que soy la única que gusta de él. Pero no se me nota.

Hay otro compañero, Lucas. Él tampoco es misionero. Es petiso, súper traga y no habla nunca. No gusto de él. Lo nombro porque un día mi tío, que había venido a Posadas a visitarnos, me fue a buscar a la escuela y justo Lucas salió al lado mío y me saludó antes de irse. Y no sé qué habrá visto mi tío, pero me preguntó el nombre. “Lucas”, le respondí, y él me miró con cara picarona, levantó las dos cejas y dijo “Mmm… Lucas…”.

En Posadas siempre hace calor, y mis camisas a cuadros y pantalones de corderoy heredados no me ayudan a ser popular. Las chicas usan soleros estampados o shorts y minis con musculosas; las mamás las peinan, les hacen trenzas y colas de caballo perfectas. Tampoco me ayuda la estatura. Como dije, soy más alta incluso que Adrián, que es el más alto. Además es lindo, pero a mí es el que menos me gusta —después de Lucas, obvio—. Es maleducado —malaprendido, diría mi mamá—, interrumpe a la señorita, cada dos por tres dice malas palabras. Se hace demasiado el canchero. A Mariela, Laura y Vanesa les encanta. Le mandan cartas anónimas, le convidan cosas, se le quedan hablando a la salida. Lo de las cartas me lo contó la gorda robona. La gorda robona es una chica gordita como yo que me robaba lápices. Hubo una época en que, cada vez que volvía del recreo, notaba que la cantidad de lápices en mi cartuchera exclusiva para lápices había bajado. Yo tenía muchos, muchísimos, porque me la pasaba dibujando. No quería decirle nada a mi mamá: mi papá se iba a enterar y me iba a culpar a mí, por no estar atenta, por no cuidar mis cosas, por dejarme robar. Mi papá me iba a matar.

Una vez fui la primera en volver del recreo y encontré a la gorda robona en mi banco. Revolvía mi cartuchera de lápices, supongo que en busca de algún color en especial, y tenía uno en la boca. Lo estaba mordisqueando. En el aula éramos sólo ella y yo.

La agarré de los pelos y la empujé al piso. Le pegué en la cabeza pero con la mano abierta, como me había enseñado mi papá. La gorda robona empezó a gritar y a tirarme patadas. La maestra vino corriendo y terminamos las dos en dirección. Nunca recuperé los lápices —la gorda robona dijo haberlos tirado a la basura—, pero se enteró toda la escuela y, por supuesto, nuestros padres. No sé lo que pasó ese día en casa, lo borré. Tiempo después me hice medio amiga de la gorda robona.

Y al final todo eso sirvió para algo más que para hacerme amiga de la gorda robona. Laura, Vanesa, Mariela y otras más, que odiaban a los chicos y tenían un club, el Club de Odiadoras de Chicos, me propusieron formar parte. Varios de mis compañeros y compañeras vivían en el mismo edificio que yo, sobre la calle España, cerca del centro. Era uno de los edificios más grandes de Posadas, tenía como quince pisos y en cada piso muchos departamentos. Era como un barrio. Y como los que no vivían en el edificio igual vivían cerca, las escaleras de entrada eran el punto de encuentro después de clases, tanto de las chicas como de los chicos. Yo vivía en el piso seis y a la tarde los miraba desde el balcón; se veían chiquitos, como hormigas, pero aun a esa altura podía distinguir el naranja del vestido de Mariela y la gorrita roja de Adrián. Podía verlos atraerse, mezclarse (naranja con rojo, como dos pajaritos persiguiéndose en una rama) y después rechazarse, disparar cada uno a su nido. A veces también oía sus risas, sus gritos. Después de mirarlos un rato, entraba, me hacía una leche y me ponía a estudiar, a leer o a dibujar en nuestra pieza. Mi hermano casi siempre estaba ahí, él tampoco tenía muchos amigos.

El día que me invitaron a ser miembro, Vanesa me dijo que todas las chicas del Club de Odiadoras de Chicos tenían que pasar por una prueba para ser confirmadas. Tenían que demostrarles a las otras que su odio era profundo y verdadero. ¿Estaba dispuesta a hacer lo que me pidieran? Sí, obvio, aunque yo nunca había escuchado hablar de ese requisito, la gorda robona nunca me había contado nada y eso que se enteraba de todo —por la hermana, que era un año mayor, porque por supuesto que ella no era del club—. La cosa es que cuando le dije a Vanesa que sí, que quería ser parte, me citó para la tarde siguiente en las escaleras de entrada del edificio.

Esa tarde estaba pesado y hacía muchísimo calor. Seguro que iba a llover. En Posadas llueve mucho, es el clima tropical, como me enseñaron en la escuela. Le dije a mi mamá que me iba a jugar con las chicas en la puerta. Ella se puso contenta, me dio un beso y un horario de vuelta. Cuando bajé, las chicas ya estaban ahí: Vanesa, Laura, Mariela, Carla, Roxana. Y eso era todo, no era muy numeroso el club. Me rodearon y me dijeron que habían decidido invitarme porque era muy valiente, porque con lo de la gorda robona se habían dado cuenta de que necesitaban a una chica como yo. Cuando les dije que por qué no íbamos a tomar un helado para ser amigas y hablar del club, se miraron entre sí y me dijeron que antes tenía que completar la prueba.

—Bueno, ¿y cuál es la prueba?

Laura miró por encima de mi hombro, hacia la esquina. Vio algo y sonrió para sí. Cuando volvió a mirarme, tenía algo extraño en la cara.

—Ahora te vas a enterar —me dijo.

Por la esquina aparecieron los chicos. Pablo, Luciano, Diego Gulartes, Mariano. Casi al mismo tiempo, Adrián salió del edificio junto con el otro Pablo. Pasaron rápido al lado nuestro y se unieron a los de la esquina, que ya estaban llegando.

Las chicas se pusieron en hilera en el primer escalón y cruzaron los brazos, formando una barrera de vestidos y minis de todos los colores. Yo me quedé atrás de ellas, en el segundo escalón; todavía no me habían dicho qué tenía que hacer.

Los chicos dejaron de hablar y se quedaron como en patota justo frente al edificio, había unos cuantos metros entre ellos y nosotras.

El sol se fue y la luz cambió, se estaba nublando. Se alzó un viento que levantó la ropa de las chicas, y eso rompió el silencio: los chicos se empezaron a reír desaforados, a señalar y a decir groserías mientras las chicas abandonaban la pose desafiante y trataban como locas de bajarse las polleras. Por fin Vanesa se dominó. Dio un paso al frente y les dijo que se fueran, que los odiábamos, que eran unos pelotudos y que no queríamos verlos más por nuestro edificio, aunque ella no era de las que vivían ahí.

Adrián avanzó.

—Si no se van, los vamos a cagar a trompadas —le dijo Vanesa a Adrián cuando lo tuvo enfrente. Era raro que le dijera eso al chico al que le escribía cartas de amor. Las chicas son raras.

—¡Uh! ¿En serio? ¡Mirá cómo tiemblo! —se burló Adrián, y sus compinches le festejaron la bravuconada con gritos y risas.

Entonces Vanesa se dio vuelta y, mirándome fijo, me llamó con un dedo. Bajé y me paré junto a ella. Las otras retomaron la posición de guerra, por alguna razón ya no les importaba el viento.

Recién ahí Adrián me vio.

—¿Eh? ¿Qué hace acá la marimacho? —le preguntó al aire—. ¡Eh, boló! —ahora dirigiéndose a Diego Gulartes—, ¿sabías que iba a venir tu novia?

Un maremoto de carcajadas, chicas y chicos por igual. Algunos chicos acompañaron la broma haciendo el ademán del círculo con el índice y el pulgar atravesado por el otro índice. Me puse roja como un tomate y agaché la cabeza.

No sé lo que hizo Diego Gulartes, pero cuando levanté la vista, Vanesa me estaba mirando.

—Pegale —me dijo, y se hizo a un lado. Justo atrás de ella estaba parado Diego Gulartes.

—¿Qué?

—Si querés ser miembro del club, pegale.

Diego Gulartes me miraba con una cara que no era más que una cara. Imposible saber qué estaba pensando, sintiendo. Sus pecas siempre me habían parecido adorables, pero ahora no sabía; de cerca —y nunca lo había tenido tan cerca— eran más bien feas, demasiadas y muy rosas. Como odiadora mi deber era odiarlo.

Diego Gulartes estaba nervioso, la boca se le movía sola. Miró a Adrián.

—¿Qué te pasa, tarado? ¿Le tenés miedo? Es una marimacho pero es mina, pelotudo —le dijo Adrián.

Diego Gulartes dudó, pero terminó dando unos pasos y plantándose bien derecho frente a mí. La distancia perfecta para un beso.

—¡Dale, Paz, dale, pegale, pegale! —chilló entonces Vanesa.

—¡Paz, Paz, Paz, Paz, Paz! —corearon las otras chicas.

En el bando enemigo también arreció el aliento. Ahora le pedían a Diego Gulartes que no se dejara, que me pegara primero. Estábamos frente a frente y el tiempo se hizo lento. Bajé la vista y vi cómo él cerraba un puño, después el otro. No me miraba a la cara.

La palma abierta, siempre con la palma abierta. La mano plana duele menos, impresiona pero no lastima tanto.

Yo era como cinco centímetros más alta que Diego Gulartes.

Cerré el puño derecho, cerré los ojos y le encajé una piña en el ojo.

Caímos a los golpes. Alrededor nuestro, los gritos eran feroces. No me dolió nada, no sentí ningún dolor. Pero pegar me pegó, porque terminé con la remera y los vaqueros rotos. Y moretones en todas partes.

No sé lo que pasó esa noche en casa, lo borré.

 



María StaudenmannMaría Staudenmann (Buenos Aires, 1979) es licenciada en Comunicación Social y estudiante de Edición en la Facultad de Filosofía y Letras de la UBA. Trabajó en radio y en publicidad, donde se desempeñó como editora y redactora de contenidos para distintos medios gráficos nacionales. A fines de 2011 fundó Qu, revista literaria impresa con casi nueve años de edición en papel. Escribe narrativa y poesía. Algunos de sus textos fueron premiados en certámenes y otros publicados en antologías y medios digitales de Argentina, España y Perú. Es autora de la novela Lo que me hizo Fernández (Azul Francia Editorial, 2020) y actualmente corrige su segunda novela. Es integrante del estudio de corrección y edición de textos agua ardiente y escribe reseñas para el suplemento Cultura del diario Perfil.