Una persona de espaldas, con una capucha, mirando el mar

El juego en que andamos. Inés Kreplak

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EL JUEGO EN QUE ANDAMOS

Comentario sobre El dios salvaje. Ensayo sobre el suicidio de Al Alvarez (Fiordo, 2021)

Inés Krepak

 

No importa qué tema aborde en sus libros, Al Alvarez -escritor británico fallecido en 2019- consigue ir hasta el hueso del asunto y llevarnos de paseo con él. Por las frías aguas de la natación (En el estanque, Entropía), por la encaramada senda del alpinismo (Alimentar a la bestia, Libros del asteroide), por la inmensidad de la noche (La noche, Fiordo) y los ribetes de su vida (¿Cómo fue que todo salió bien?, Entropía). Y, aunque estos libros no se consiguen en la Argentina aún, también escribió sobre el divorcio y el póker.

En 1971 se publicó por primera vez El dios salvaje. Ensayo sobre el suicidio. El desencadenante, lo cuenta él mismo, fue, por un lado, la muerte autoinfligida de la poeta Sylvia Plath, colega y fugaz interlocutora literaria del propio Alvarez y, por el otro, su propio intento de suicidio tras una crisis irrecuperable de pareja.

Este ensayo fue traducido al español por primera vez en 1999 por Marcelo Cohen (quien también tradujo La noche). Desde hacía unos años El dios salvaje se había convertido en un libro inhallable, comentado por lo bajo entre narradores, poetas y lectores que, como yo, se encandilan por el vínculo entre literatura y muerte. Este año -¡cincuenta años después!- la editorial Fiordo reeditó la misma versión y puso este fascinante ensayo a disposición nuevamente.

El mismo día que me llegó empecé a leer el libro con fervor, sin embargo, a medida que transcurrían las páginas mi lectura se enlentecía. Aunque es un ensayo muy erudito, cargado de información, de comentarios lúcidos y atinados, necesitaba, cada vez más seguido, pausar la lectura, salir de las páginas a respirar como quien está mucho tiempo sumergido bajo aguas turbias. Necesitaba frenar para reafirmar momentáneamente mi pacto con la vida, mi deseo. Porque la empatía, la duda, la interrogación constante por lo incomprensible me llevaban a enredarme en pensamientos sufrientes: ¿Qué estaba haciendo ahí en mi sillón viviendo? ¿Por qué, entre tantos y tantos libros que me esperan en la mesa de luz, elegía leer un ensayo sobre el suicidio?

No es el primer libro que leo en el que predomina la temática. Los diarios de Alejandra Pizarnik, Andrés Caicedo y Sylvia Plath son, para mí, modos de acceder al mundo interior de escritores malditos y fascinantes que siempre admiré -tengo pendiente El oficio de vivir de Cesare Pavese-. Sumergirse en sus diarios es la única posibilidad que tenemos de entender cómo vivían, qué pensaban sobre la escritura, sobre su poesía, sus amores, dolores y tirrias.

Suicidio del artista francés Édouard Levé también se escribió a partir de que un amigo suyo decidió quitarse la vida. En ese libro, Levé arma un monólogo tremendo que, retrospectivamente, se nos convierte en una lectura trágica. Presagia lo que ya sabíamos que iba a venir, porque, al menos en Argentina, el libro se publicó después de su fallecimiento.

Pero El dios salvaje es el primer libro que leo escrito por alguien que, a pesar de haberlo intentando en una ocasión, no se suicidó, sino que, por el contrario, vivió casi cien años. Eso, entre otras virtudes, le aporta al texto una perspectiva completamente diferente. Porque Al Alvarez también es un escritor de pluma fina, no es sociólogo, no es psiquiatra ni psicoanalista, pero retoma todas estas perspectivas.

El ensayo encara la ardua tarea de llevar adelante un estudio exhaustivo a partir de la construcción simbólica de la idea del suicidio en Occidente. Desde la concepción guerrera del suicidio como honra hasta la visión freudiana del asesinato desplazado, Alvarez se pregunta por qué diariamente en el mundo se quitan la vida al menos mil personas -a la fecha las cifras se duplican- y, más específicamente, por qué lo hacen seres creativos como Sylvia Plath.

En los primeros capítulos se abordan antecedentes y representaciones del suicidio en las antiguas Grecia y Roma y ciertos modos de concepción y teorías sociológicas y psicoanalíticas. Luego, a partir de la cuarta parte, que ocupa el resto del libro hasta el epílogo, Alvarez recorre la relación entre suicidio y literatura. La carga diabólica que le asigna el cristianismo al suicidio en la Edad Media; cómo en el Renacimiento se relaciona con la falta de valoración al regalo de la vida que nos da Dios y en donde el suicido es tomado como un acto egoísta. Luego, durante la Edad de la Razón, el sentimiento apesadumbrado baja su intensidad y el suicidio es tolerado como un acto más al cual el hombre tenía derecho. A pesar del disgusto epocal por el dramatismo y el alarde del sentimentalismo, suicidarse por dinero o por fracaso profesional podía ser visto como una opción. Alvarez recorre la historia del poeta Thomas Chatterton a quien considera “el suicida literario más célebre de la historia” que se envenenó “no por algún exceso de sentimiento, sino porque no podía ganarse la vida con la escritura”.

Durante el Romanticismo, en cambio, se construye un halo de mito en torno tema. El suicido está presente, por ejemplo, en Las tribulaciones del joven Werther de Goethe, un libro que genera un sorprendente efecto contagio en jóvenes que imitan a Werther: se enamoran perdidamente, sufren y, luego, se suicidan. El acto suicida se convierte en un sacrificio pasional y, a su vez, para la mentalidad popular, la idea del suicidio parecía ser parte del precio que debía pagar el artista por salirse de la norma, por su genialidad.

Alvarez encuentra que, en el siglo XX, la mentalidad moderna en torno a la muerte cambia. Si antes podía ser considerada un pasaje a otra vida, ya entrado el nuevo siglo, la forma de morir no decide cómo pasará uno a la eternidad, sino que resume y pone en cuestión cómo se ha vivido.

A partir de la sensación de quiebra de la moral generalizada que trajo aparejada la Primera Guerra Mundial y la caída de las grandes ideas, las vanguardias artísticas llevaron al extremo sus modos de concebir la relación entre literatura y vida. Este hecho aceleró un proceso de desilusión que había empezado años antes. Las vanguardias artísticas confunden el arte con el gesto y, entonces, la obra del artista deviene su vida.

Los suicidios de artistas ya dejan de contarse como casos aislados, sino que proliferan. Alvarez sostiene que una de las posibles conjeturas puede tener que ver con que los artistas se convierten en chivos expiatorios de los sentimientos comunes. Los libros deben hacer sentir a les lectores sensaciones extremas, encontrar respuestas a preguntas sin respuestas. En ese sentido, para Alvarez, el artista busca explorar su propia vulnerabilidad para llegar a conmover a su público. En esa línea, sitúa a los poetas extremistas como Robert Lowell, Ted Hugues y Sylvia Plath. Como un gesto dadaísta que hace de la vida, obra, pero con la convicción de que lo único que importa es la obra, Sylvia Plath lleva el impulso extremista a la literalidad final.

Cada uno de los apartados de esta cuarta parte llamada “Suicidio y literatura” estudia con detenimiento los modos de construcción del suicidio en la literatura en función de los ideales predominantes de la época.

A partir de conocer esta vinculación y entrar en las diversas reflexiones y las citas de decenas de autores que se despliegan en el libro, mi tránsito por este ensayo se volvió cada vez menos apesadumbrado, menos agobiante, incluso más luminoso. Ya no necesité frenar a tomar aire. Como quien se saca de encima un secreto de años, como quien puede pensar un tema tabú, escondido en el fondo de sus secretos menos abordables, pensar con tantos artistas el suicidio lo vuelve menos importante, menos dedicado y grandilocuente. Alvarez le quita la carga moral y considera el suicidio como una reacción natural a las necesidades “perentorias, estrechas y antinaturales que nos creamos a veces”. Porque, como sostiene, Henry James, “la vida es un combate constante” y este es el juego en que andamos.

 


Inés KreplakInés Kreplak (Buenos Aires, 1987) Estudió Letras y es Magíster en Derechos Humanos. Fue curadora de la colección de narrativa contemporánea Leer es futuro y fundadora de la primera Biblioteca al paso. Publicó la novela Confluencia (Alto Pogo, 2017). La ilusión de la larga noche (editada por Santos Locos) y el libro de cuentos Mirar al sol (EME, 2021) .