Pintura "Las dos Fridas" de Frida Kahlo

Por algún lado tenemos que empezar. María Staudenmann

Las dos Fridas. Frida Kahlo, 1939.

POR ALGÚN LADO TENEMOS QUE EMPEZAR

María Staudenmann

 

Deconstrucción. Una palabra que se puso de moda hace algunos años y que ni siquiera las vedettes pandémicas –“resiliencia”, “presencialidad”, “protocolo”, entre otras– lograron desplazar de la marquesina del lenguaje de hoy. Decimos “deconstrucción” en el contexto de alguna charla en torno al feminismo, olvidando (o ignorando) que hablar de deconstrucción en el año 2021 ya está demodé, que estamos atrasando o, como suele ocurrirnos, que corremos detrás del furgón de cola. Porque en realidad, los feminismos (no en singular sino en plural) del siglo veintiuno agrupan a una serie de movimientos reivindicativos de distintas identidades contrahegemónicas que han sufrido y sufren alguna de las mil caras de la explotación y la violencia generadas por la matriz cultural binarista, patriarcal y heteronormativa. Ya en 1990, Judith Butler –iluminada filósofa y teórica– revolucionó la teoría feminista de fines del siglo pasado cuestionando la idea de una categoría de mujer estática e inmutable (léase mujer blanca y heterosexual) como sujeto único del feminismo, para abrirle las puertas no solo a las múltiples identidades sexogenéricas (gays, lesbianas, trans, intersex, etc.) sino también a todas las personas invisibilizadas y reprimidas por el régimen dominante –oriundos de pueblos originarios, gente de un color de piel distinto al europeo occidental, marginados por cualquier causa–. Así, los feminismos de hoy se caracterizan por la intersección o el encuentro de las luchas, una sola voz para la ampliación del movimiento a todos aquellos que padecen diversas formas de violencia, opresión y explotación. La premisa bajo la que se articula esta confluencia de luchas es que existen varias condiciones de opresión que funcionan en simultáneo: la sexogenérica, pero también las vinculadas con la clase social y la raza. Entonces, los feminismos actuales son un frente alineado contra el poder dominante en general: blanco, heterosexual y patriarcal.

Así llegamos al punto en que el feminismo no se trata solamente de conquistar para las mujeres y para cualquiera que haya sido considerado inferior o subordinado todos los ámbitos de la vida, creados o por crearse; es algo mucho más grande. Se trata, en el fondo, de un nuevo modo de hacer mundo y de estar en el mundo. Uno menos mezquino y más solidario y tolerante, más equitativo y amoroso, donde se combatan las jerarquías y las desigualdades «naturales» entre los seres humanos.

Dicho esto, volvamos a la deconstrucción –para mayor claridad, deconstrucción o desactivación de los patrones binarios y heteropatriarcales que la cultura en la que crecimos nos ha impuesto–. Dije antes que estamos demodé, porque las corrientes feministas ya han deconstruido –y empezado a reconstruir– hace tres décadas. Pero entiendo que hasta que las ideas revolucionarias se traducen en grandes cambios a nivel global, cambios que a su vez redundan en prácticas cotidianas de gente cotidiana, transcurre un tiempo largo. Por eso reivindico (ahora yo) el poder y la necesidad de la deconstrucción interior. Porque por algún lado nosotros, miembros de la plebe, debemos comenzar.

Y aun a pesar del tiempo transcurrido entre la gesta de la teoría y su derrame en la vida diaria, cuesta deconstruir. Cuesta incluso encarar el propósito mismo de deconstruir. Porque fuimos hechos de otra manera, y transformar patrones culturales es una de las tareas más arduas que hay. Y hay que empezar por adentro.

En mi novela Lo que me hizo Fernández, la protagonista, Lucía Campos, es una escritora que casi sin darse cuenta encara ese proceso de deconstrucción interior. Al cierre del libro, Campos tiene cincuenta y un años, así que hagamos cuentas: ha nacido en los años setenta, y es fácil imaginar en qué entorno se hizo quien es.

Pero su encuentro con el protagonista masculino de la novela la hace replantearse unas cuantas cosas. En su caso, lo que la impulsa es el deseo por ese hombre; por lo tanto, las sogas que va cortando –un poco a tontas y a locas, intuitivamente– son las que la atan a ciertas preferencias y conductas sexuales socialmente aceptadas en las mujeres de su edad. Pero la deconstrucción va por muchos otros carriles, y tal vez librarse de los mandatos sexuales heteronormativos para por fin decidir con quién queremos acostarnos sea consecuencia de otras deconstrucciones más basales.

Y ésas son muy difíciles de penetrar. Porque son cosas tan ínfimas, tan habituales, tan poco asequibles, y hay que estar tan alerta y ser tan autocrítica y ser tan valiente… Porque esas pequeñas cosas son precisamente el núcleo del átomo de la sociedad machista, cuyo conjunto hace a la materia de los grandes condicionantes de la existencia.

A pesar de mis limitaciones, consigo vislumbrar algo de esto. Y me descubro temiéndoles a algunos hombres y también a algunas mujeres de caracteres “masculinos”; cualquier voz de mando me provoca una mezcla de furia y pavor; las poses fanfarronas, los que están de vuelta, me sacan de quicio. Prefiero la gente de fuerza suave, de estridencia en la risa y no en el grito. A veces, no pocas, me sorprendo en actitudes machistas y se me prende la alarma, me invade la vergüenza y las ganas de volver a nacer para ver si ahí lo hago mejor. Cada vez que bajo la cabeza o que abrí las piernas por motivos ajenos al deseo o al amor o que usé mi cuerpo como un escudo, pensando vagamente en satisfacer “las necesidades y los impulsos masculinos” (oh, vergüenza) solo para que me dejara en paz de una vez. Soy consciente de eso, y duele. Duele, pero soy consciente. Y eso es lo único que puedo decir a mi favor.

No somos heroínas. No somos infalibles. La deconstrucción es lenta y debemos tenernos paciencia y piedad. Paciencia, piedad y consciencia. El trabajo ya está en marcha.

 


María StaudenmannMaría Staudenmann (Buenos Aires, 1979) es licenciada en Comunicación Social y estudiante de Edición en la Facultad de Filosofía y Letras de la UBA. Trabajó en radio y en publicidad, donde se desempeñó como editora y redactora de contenidos para distintos medios gráficos nacionales. A fines de 2011 fundó Qu, revista literaria impresa con casi nueve años de edición en papel. Escribe narrativa y poesía. Algunos de sus textos fueron premiados en certámenes y otros publicados en antologías y medios digitales de Argentina, España y Perú. Es autora de la novela Lo que me hizo Fernández (Azul Francia Editorial, 2020) y actualmente corrige su segunda novela. Es integrante del estudio de corrección y edición de textos agua ardiente y escribe reseñas para el suplemento Cultura del diario Perfil.