Vista aérea de una sombrilla sobre la playa

Vagabundo. Carla Wais

Foto: Alex Perez on Unsplash

VAGABUNDO

Carla Wais

 

El Linyera de la cuadra

Lo vi cambiar de estilo de vida. Cuando lo conocí había instalado un sillón en la esquina de casa. Los vecinos solían llevarle comida que calentaba en una garrafa. Su novia lo visitaba algunas noches. En esas ocasiones se ponía un saco sobre la ropa que usaba habitualmente y buscaba en la radio algún tanguito para bailar. Tuvo que desalojar la esquina cuando demolieron la casa que estaba ahí. Lo vi deambular por el barrio buscando algún techo perdido debajo del cual guarecerse. Tal vez por orgullo, o por cuidar su privacidad, nunca optó por mudarse a alguno de los edificios tomados de la cuadra. La calle parecía proponerle un hogar libre de ataduras.

Lo saludaba de vez en cuando. En esos tiempos llevaba la mirada hundida hacia adentro. No registraba la presencia de ninguno de mis vecinos. En mis pocas salidas, caminaba como autómata sin detenerme en los detalles del paisaje cotidiano.

Después dejé de verlo. Hace unas semanas anda de vuelta por la cuadra. Parece que trabaja con los cartoneros, o por lo menos para en lo de ellos. Paso por allí prácticamente cada vez que salgo y vuelvo a casa. Nuestros encuentros cotidianos transformaron el saludo en costumbre. No siempre responde. Hay días que parece extraviado, ausente. Como si su alma se hubiera fugado hacia abismos insondables. Sin embargo creo que le gusta que lo salude. Apenas hacemos contacto visual pronuncia un “hola”, en un tono medio canchero, y sus ojos brillan mientras baja la mirada haciéndose el distraído.

Hoy cuando salí de casa lo vi meando en la vereda. Miré en sentido contrario casi por impulso. Habré pensado que estando de espaldas no notaría mi presencia. Sentí vergüenza. Me sentí violando su intimidad. Me enojaba también que estuviera meando en “mi” territorio.  Ni bien terminé de pasar escuché nítidamente su “hola”.

El sonido de su voz me obligó a girar en dirección suya. Espontáneamente un “hola, ¿qué tal?” se deslizó por mi boca. Advertí que era la primera vez que le dirigía una pregunta. Él en cambio actuaba con naturalidad. No parecía sorprendido. Tampoco mi presencia parecía incomodarlo.

Yo no te meo la vereda- pensé mientras seguí caminando, todavía molesta. El eco de mi frase me hizo sentir ridícula. Imposible reconocer los límites de su territorio. Habitaba un lugar de líneas imprecisas que resultaban por completo evanescentes.

 

En Procesión

Sus brazos no le alcanzan para sujetar la maraña hecha con el sweater y el abrigo. Están a punto de tocar el suelo. El tamaño de sus muslos, el peso de la palma de sus manos tampoco parece alcanzarle. Su bolso que aparenta albergar ropa para varios meses se desparrama sobre el único lugar disponible en el que todavía puedo sentarme. Sus manos sujetan un teléfono celular. Viaja abducido por las ondas magnéticas que de él emanan. No llego a divisar la imagen frente a la cual combustiona su masa amorfa. Su mirada permanece hundida en la pantalla mientras, inadvertida, mi presencia se cuela por la hendija que por descuido él no ocupa. ¿Su manera de ejercer el espacio dará la medida de su egoísmo?

En diagonal un hombre con el aspecto de quien carga ilusiones vencidas a golpes de injusticias e infortunios me observa regularmente cada vez que, indecisos entre dormir o permanecer despiertos, sus párpados apenas se entreabren.

En el centro del vagón un dúo de bailarines callejeros coreografían la inestabilidad que el subte les provee. Un sonido que merecería ser de radio-grabador si la época lo permitiese emana un clima de percusión metálica sobre el que ellos se divierten con un guiño de profesionalismo.  Mezclan ondas urbanas que llaman de un modo que no alcanzo a registrar. Les dejo dos billetes de 10 pesos que el que pasea la gorra agradece. Le digo: “gracias a ustedes, hay que bancársela” mientras bajo la mirada y lo espío sonreír.

Danza de miradas en procesión macabra. Celebran el Día de los Muertos.  Convocadas por el rito, asumen un riesgo doble. Salvar al elegido del olvido con el que lo amenaza la distancia que impone el paso del tiempo.  Desprender la baba adherida, esa que ya se confunde con la propia piel, así fuese necesario arrancar sus sedimentos de a pedazos, y ofrendarlos en un sacrificio privado e íntimo.

Una vez despojadas, vacías ya de nostalgias, acuden por fin a la cita.

 

Entre ruinas

Después de las explosiones, todavía resuenan ecos de los estruendos. Una bruma densa impregna nuestros nombres. Olvidamos de dónde venimos. También hacia dónde nos dirigimos. Olvidados de la vida, zombies entre ruinas, tropezamos con cascotes, filos de vidrios rotos, aceros oxidados, cables pelados y retazos de cuerpos ahora inertes. Cruzamos miradas de auténtica desconfianza. Puede haber un nuevo derrumbe de un momento a otro. Deambulamos por un laberinto apocalíptico, tal vez buscando una salida. Los escombros se funden en el horror de nuestros rostros. La realidad fue secuestrada. La extorsión es el silencio y la parálisis. Las esquirlas de nuestros deseos se abisman en el aire impregnado de azufre.

 

Giro en falso

Apago la luz. Acomodo la almohada. Estoy muerta. El cuerpo me pesa toneladas. Lo único que quiero es dormir lo antes posible. Las cortinas permiten que se filtre la luz de la calle dibujando sombras en el cielo raso. Las observo moverse como si se tratara de una película muda de la que no consigo descifrar el argumento. Los ojos se me van cerrando empujados por el peso de mis párpados.  Siento mi cuerpo hundirse en el colchón. No puedo pensar en nada. Tengo la cabeza saturada de imágenes y pensamientos recolectados durante el día. Fue un día largo. Pero está terminando. Mañana será otro día, por supuesto.  En breve me voy a quedar dormida.

Afortunadamente el tratamiento viene dando resultado. Ya no tengo que dejar la luz del pasillo prendida toda la noche. Es cuestión de elegir bien las afirmaciones positivas, como dijo Graciela cuando empecé la terapia.  Si pienso “me voy a dormir” me termino durmiendo, tarde o temprano. Uno atrae lo que piensa, hay que tener mucho cuidado con lo que uno piensa.

Por eso en lugar de pensar que tengo miedo de no poder dormir como lo hacía antes, ahora me concentro en tratar de no pensar y en relajar el cuerpo. Primero boca arriba, como ahora, dejando que el cuerpo se afloje mientras los ojos se van cerrando. Ahora sí, ya puedo girar, debe ser hacia la derecha, no me acuerdo bien por qué asunto de los meridianos. Me sigue molestando este hombro. Desde que me caí del banquito tratando de sacar el nido que las palomas intentaban hacer en el gomero del patio este hombro no me quedó bien. Giro para colocarme boca abajo. Nunca entendí por qué llaman así a esta posición, ya que la boca siempre queda necesariamente de costado. Como el cuello me molesta, alterno la cabeza de derecha a izquierda sin encontrar alivio en ninguno de los lados.

Vuelvo a colocarme boca arriba. Miro el techo. Me inquieta que las sombras hayan quedado fijas como si fueran estatuas. Parece como si hubiesen perdido vida. Estoy cada vez más despierta. – Mañana tengo que ir a buscar el pantalón negro que dejé para que le cambien el cierre. ¿Habrá quedado pan para el desayuno? Tengo que pedir turno para la mamografía. El médico me dijo que trate de hacerla lo antes posible. Que no me preocupe por ahora hasta repetir el estudio. Es cierto que la imagen que vio no le gustó pero, “Vamos paso a paso”, dijo. Tiene razón. Hay que pensar en positivo. Después de todo que mi mamá y mi abuela hayan muerto consecuencia de un cáncer, si, de mama, no es motivo para pensar que podría pasarme lo mismo. No tengo que pensar cosas feas. Tengo que pensar que todo va a estar bien. Uno atrae lo que piensa.

¿Dónde habré guardado la orden que me hizo el médico? Repaso mentalmente los lugares donde pude haberla dejado pero no me acuerdo haberla visto los últimos días. Ni siquiera me acuerdo qué hice en el momento que me la dio en la última consulta. Espero no haberla tirado a la basura junto con el ticket del supermercado. Estoy tentada de levantarme a buscarla. No creo poder conciliar el sueño con semejante preocupación. De paso podría hacerme uno de esos tés relajantes. Pero, ¿y si producto del agotamiento físico y mental me distraigo y dejo la hornalla prendida? Sería posible un incendio. No quiero pensar en eso. ¿Podría apagarlo? ¿Y si no? ¿Alguien vendría a socorrerme o terminaría ardiendo entre las llamas? No me gustaría morir calcinada. Una muerte accidental haría intervenir a la policía. Todos los planes que tengo para mi velatorio se verían alterados por posibles investigaciones y autopsias. No habría rosas rojas, palabras emotivas de mis mejores amigos, tampoco sonaría El Flaco cantando Maribel. No me gustaría morir así. No quiero morir sola.

En el techo, las sombras desaparecieron. Escucho el canto de algún que otro pájaro. Una profunda oscuridad invade el cuarto mientras afuera amanece.

Resonancia

Un marco metálico para un cielo de postal acartonada. Sobre un azul traslúcido, unas nubes blancas algodonosas insinúan su movimiento. La imagen brilla pareja y refracta una luz fría bajo consumo. Me colocan los auriculares. Estoy por zarpar rumbo a una zona en la que pueden haber ruidos molestos. Por las dudas entre-cierro los ojos mientras soy conducida acostada a través de una suerte de cilindro metálico. Llevo una pesa sobre el hombro derecho, creo que para recordarme no moverlo.

Me estacionan al final del túnel. Parece hecho a mi medida. Nadie más tendría lugar allí. Comienza a sonar un pitido afónico que no se decide del todo por lo agudo. Inmediatamente estallan sonidos industriales distorsionados. Puedo reconocer el impacto del peso de la mano en la herramienta que golpea sobre la chapa. También el ruido de los motores torciendo su destino en el arranque.

Sueño. Me encuentro debajo de una sombrilla. El sol de mediodía cae en picada. La sombra que ofrece es escasa. Allí tampoco hay lugar para alguien más.

Estoy sola, sin alternativa. No hay adentro ni afuera. Pierdo mis contornos fundiéndome en el entorno. Puedo serlo todo. Ya dejé de ser algo presente en la vida de los otros.

Cada tanto los ruidos se detienen y quedo sumida en un silencio absoluto. De todos modos la pausa no dura lo suficiente para inquietarme. Pienso en que morir debe ser algo parecido. Flotar en la permanencia de un no lugar. Una presencia acuosa imperceptible.

El pitido afónico interrumpe mis cavilaciones. Me extraen rápidamente del túnel. Lo sé porque una luz blanca se filtra a través de mis párpados pesados. Todavía con los auriculares puestos escucho la voz que me dice: «listo, terminamos».

 


Carla Wais, escritoraCarla Wais nació y vive en Caba. Se recibió de psicóloga en la UBA y desde entonces se ha dedicado al psicoanálisis, en la práctica hospitalaria, en la docencia universitaria y en la práctica privada. Hace poco más de diez años que abrió un blog donde publica lo que va escribiendo. Parte de ese material fue publicado el año pasado bajo el título ATERRIZAJE FORZOSO. En paralelo explora cada vez con mayor compromiso prácticas que involucran a los cuerpos y a su potencia expresiva, fundamentalmente la danza Butoh.