Mustras para análisis de sangre.

Positivo / Negativo. Florencia del Campo

 

Foto: National Cancer Institute on Unsplash

POSITIVO / NEGATIVO

Florencia del Campo

 

Nunca le pregunté a nadie qué relación tiene con sus análisis de sangre. Yo los coleccionaba en una carpeta. Cada tanto comparaba los glóbulos blancos de ese año con los de hacía tres. Había cambios brutales, me preguntaba cuándo había estado más cerca de la muerte. No sé qué cuenta la gente normal. Yo contaba glóbulos blancos. O los rojos. Esos me tenían realmente fascinada. Me preguntaba si eran rojos para camuflarse con la sangre, o si la sangre era roja por ellos. De ciencia no sé nada.

 

Siempre me llamó la atención la paradoja que se da con las palabras positivo y negativo en el mundo médico. Los resultados de un estudio si dan positivo son mala noticia. Es realmente una contradicción.

Durante años esperé con actitud positiva que los resultados dieran negativo. En lo que fuera, no le tenía miedo a nada en particular, le tenía miedo a todo. Luego entendí que el pánico es el cuerpo, sin más. Esta certeza me organizaba: no le temía a tantas cosas, simplemente las reunía y las alojaba todas en una sola. Era mucho más fácil para mencionarlo, no necesitaba hacer inventario de enfermedades, ni listado de síntomas. Sencillamente los hospedaba todos en la carne y la palabra a mencionar era una sola. Cuerpo. Todavía se llama cuerpo.

Negativo era positivo. Si la ciencia me negaba la enfermedad, triunfaba. Pero era siempre una victoria provisoria: nadie está sano para siempre. En realidad, el resultado negativo muere en el momento mismo de la lectura del resultado. Ya pasaron días entre el análisis y sus resultados, ya pude infectarme entre medio. Nada es permanente en el cuerpo, solo el cuerpo, siempre todavía.

El cuerpo es en sí mismo un ente potencialmente enfermo. Hasta que el negativo demuestra lo contrario. Pero hay tanto cuerpo, que siempre queda un análisis sin hacer. En consecuencia, negativo descarta cosas pero nunca descarta todas. La ciencia se ocupó de fragmentar el cuerpo. Todo el cuerpo es uno solo y, sin embargo, es infinito.

 

No sé nada de la gente. Solo sé de mi cuerpo. Hablo de esto porque es el año del cuerpo. Hay un virus dando vueltas y hay un estudio que con un hisopo en la nariz puede darte positivo o negativo. A mí me dio positivo y fue la primera vez que positivo fue positivo. Este año donde el cuerpo del mundo parece estar enfermo, yo quizá pueda curarme.

Era verano y conocí a una persona. Casi nunca conozco a nadie porque una persona es otro cuerpo. Demasiados cuerpos; infinito. Pero este verano, el año del cuerpo contaminado, yo conocí a alguien casi por accidente. Aunque el golpe fue cuando nuestros cuerpos realmente chocaron. El año en que los cuerpos tenían que estar a distancia. Siempre estoy bordeando la muerte.

Me gustó. Tenía el pelo como amapolas, muchas palabras extrañas, era un poco extranjero, manos normales, dos brazos, mucho cuerpo. Me pareció que hasta podía estar sano. Había que hacer cosas normales si quería seguir viéndolo: quedar a tomar una cerveza, hablar de la infancia, quizá ir al cine, maquillarme o al menos peinarme, preferentemente ducharme, comer, comentar que odio la cebolla, ser persona, ser mujer por momentos, intentarlo todo el tiempo pero fracasar de a ratos, y estar sana. Leer, hablar de libros. Me regaló uno de Bolaño. Planeamos coordinarnos en la lectura, ir a la par, comentar línea por línea. Planeamos un viaje al mar. Había que conducir, armar una valija, tener bikini, depilarme quizá, lavarme los dientes. Había que no enfermarme. Ver series juntos, elegir alguna sobre ETA porque la extranjera soy yo y dejar a él que me enseñara, elegir una sobre pandemias y reírnos (y yo disimular que me ponía nerviosa y a veces olvidarme que me ponía nerviosa), elegir una para dormirse, otra para besarnos y perdernos la trama. Había que ir amando. Le regalé un libro de André Gorz pero le dije que no lo leyera, que sabía que tenía cosas mejores y pendientes en su biblioteca para leer, o sea, le pedí perdón por regalárselo. Y lo leyó, pero me puse a la defensiva, me contracturé, quizá me dolió mucho la espalda. Saqué turno con una osteópata, le conté muchas cosas, me habló de la duramadre, me puse a llorar, y luego cené con él y no dije absolutamente nada. Había que disimular también.

De pronto, había que tanto. Pero seguíamos viéndonos, aunque a veces cansados. Y no dormíamos: nos quedábamos la noche lamiéndonos la cara,  luego me metía la mano en la boca, la lengua en la espalda, nos leíamos fragmentos de un libro que nadie nos había regalado y los cuerpos en el suelo o sobre la mesa y la comida desparramada. Sin ducharnos, más nuestros olores, y las sábanas empapadas y la ropa de la calle en los dientes. El sudor, la baba, la saliva, las células. Fluidos, sangre, plaquetas. El deseo es un mundo sucio a punto de ser devorado. De pronto me desperté en medio de una noche en su cama. Lo miré. Iba a contagiarme. O ya había pasado. Recién ahí supe que tenía fiebre. El sexo es la tierra del mundo hecha barro. Había que huir temprano, o quizá ya tarde.

Me encerré en mi casa, temblé, quizá ya no era fiebre, era espanto. Un monstruo, un virus con forma de cuerpo y flores, una amenaza íntima, dirigida y exacta. Esperé durante siete días los resultados. Cuando por fin me llamaron y me dijeron positivo supe que había triunfado; la enfermedad del aislamiento. Ya no podíamos vernos. Adiós, espero que me recuerdes sana.

Durante tres semanas tosí, sudé, escupí y lloré. Una soledad casi perfecta. Pero el día 25 de la enfermedad cuando desperté, tenía un mensaje de él que decía que ya había pasado el tiempo pautado por la ciencia, que quería verme. Y vino hasta mi casa. Había que comer, había que besarnos. Le pregunté si no tenía miedo de contagiarse, se rió y me sentí casi mujer, un cuerpo que me era agujereado. Hicimos churros caseros. Antes fuimos a un chino a comprar una churrera. Son aparatos de plástico de color rojo y blanco, me llama muchísimo la atención que no los fabriquen de otros colores. Comimos churros con miel de caña casi todas las mañanas. Yo perdí los mocos, perdí la tos por completo. Quizá estaba curada. Positivo podía ser positivo no en la despedida sino en el reencuentro. Y mi cuerpo serme extraño junto a un cuerpo reconocible. Quizá no éramos tan extranjeros. El mundo este, el año raro. Había que hacer cosas normales. Lavar las sábanas, sacar la basura, poner la cafetera, ir al supermercado.

 


FLORENCIA DEL CAMPOFlorencia del Campo (1982) nació en Buenos Aires, y desde el año 2013 vive en Madrid. Es Editora por la Facultad de Filosofía y Letras (Universidad de Buenos Aires) y cursó, además, estudios en Letras y Cine.

Su primera novela publicada en España se titula La huésped (Base Editorial, 2016). Con ella, la autora había resultado finalista del Premio Equis de Novela Corta 2014. Un año más tarde publicaba Madre mía (Caballo de Troya, 2017). En 2019 resultó ganadora del L Premio Internacional de Novela Ciudad de Barbastro con La versión extranjera (Pretextos, 2019). En 2020 publicó su primer poemario, Mis hijas ajenas, tras resultar ganadora del Premio La Bolsa de Pipas de Editorial Sloper; y ese mismo año sacó su primera novela juvenil: Soy (Editorial Barrett, 2020). Tiene, además, dos libros publicados en Argentina bajo sellos independientes (Novela roja, Acuático libros y Ruptuas y riñas, Malas palabras Buks); y libros infantiles publicados en España.