Pies descalzos de una niña a la orilla de una laguna

Jirafita. Vicky García

Foto: Caroline Hernandez on Unsplash

JIRAFITA

Vicky García

 

Adentro de la panza de la jirafita había peces verdes.

Vanina me lo juró tres veces y yo le creí porque ella nunca faltaba a la verdad. Mucho menos hubiera sido capaz de comprometer en un juramento a la Niña Morena de su cruz plateada.

Vanina también me contó que no tenía que dejar que los hombres se me acercaran demasiado, porque me podía quedar un bebé suyo adentro de mi panza y después ningún chango me iba a querer, y para peor, iba a tener que irme de la casa porque la abuela nunca me perdonaría.

Cuando mamá se iba a sus viajes raros nos dejaba en la casa de la abuela. Ella tenía costumbres extrañas, como hacernos dormir la siesta, no dejarnos ver la televisión, obligarnos a comer verduras y llevarnos al cementerio. Los domingos a eso de las diez de la mañana nos sacaba de la cama a las patadas y exigía que nos pusiéramos los vestidos de fiesta y que lustráramos los zapatos blancos con betún. Después, iba hasta la cómoda y agarraba el cepillo para peinarnos: una cola bien alta y tirante que dolía mucho. Cuando estábamos listas para salir, nos rociaba con colonia de lavanda para ahuyentar a los  piojos.

Caminábamos miles de cuadras por calles de tierra y piedras, hasta que por fin llegábamos cansadas, transpirando. Mi abuela se persignaba y lloraba en cada tumba que visitábamos, mientras que Vanina y yo sosteníamos los claveles y las calas que ella había robado del jardín del vecino ciego.

Eran nuestras únicas salidas.

Ese verano Vanina y yo tuvimos prohibido pisar la vereda. Solo podíamos ir al patio a jugar a la comidita, o coserles ropa a las muñecas de trapo. Algunas veces podíamos dibujar, otras leer. La abuela decía que teníamos que leer mucho y estudiar para no terminar de sirvientas. La abuela la quería a Vanina porque ella era blanca y tenía los ojos grises como mamá. A mí no me apreciaba, capaz porque mi piel era más oscura y en verano parecía una tostada quemada.

Yo a ella sí que la quería, porque era mi única familia, además de mamá y mi hermana. Igual, si yo rompía algo, o tendía mal la cama, o no me lavaba los dientes, o me manchaba la ropa con salsa: mi abuela me gritaba que en cualquier momento la iba a matar de un disgusto. Entonces cuando se dormía la siesta, me acercaba hasta su cama de bronce y ponía el dedo gordo debajo de la nariz para ver si todavía respiraba. Mi abuela tenía muy feo olor en los pies y un lunar sobre el labio con tres pelos largos y negros que de noche daban miedo.

 

Nunca sabíamos en qué momento podía volver mamá. Cada tanto nos mandaba algún telegrama, o una foto con sus amigos de barba. Pero no decía dónde estaba, ni cuanto faltaba para que volviéramos las tres juntas a casa. Yo extrañaba mi cama y a la muñeca gigante que no me había entrado en la valija. Menos mal que había tenido tiempo de embalar a la jirafita. Todas las noches dormíamos abrazadas. Vanina se reía mucho. Me hacía creer que ella se iba a volver sola con mamá y a mí me iban a dejar en un convento con monjas que azotaban con látigos a las tontas como yo. Entonces me quedaba como alunada todo el día y a la madrugada soñaba con esas monjas malditas, con unos búhos que me comían la cara, o que nuestro auto descarrilaba y me quedaba paralítica. Me hacía pis dormida. La abuela me pegaba y Vanina se destornillaba de la risa y me sacaba la lengua. La última vez que me hice pis en la casa de la abuela dejé una mancha gigante sobre el colchón de lana. Ella me miró un rato largo moviendo los pelos negros del lunar y dijo que de castigo me iba a encerrar en la pieza hasta que cantara el gallo.

Era sábado, me acuerdo porque para la fiesta de la primavera llegaron los malabaristas al pueblo y porque  hacía un calor de perros.

Cuando ya llevaba varias horas aislada, mi abuela abrió la puerta, me dejó un vaso con agua y una escupidera por si se me ocurría hacer más pis. Me pidió disculpas por el castigo, pero al parecer si no yo no escarmentaba ahora iba a ser una oveja descarriada toda la vida, como su hija. O sea, mi mamá.

Al ratito nomás escuché el pedal de la máquina y una mala palabra. Se ve que el hilo les quedó enredado y después les costó un buen rato enhebrar la aguja. Me di cuenta de que la abuela y Vanina cosían un vestido nuevo. Capaz para ellas, o capaz para la muñeca articulada de mi hermana que sí entró en el baúl del auto. Se reían de los carreteles, de lo feo que venían los colores y de lo mal que trabajaba la modista. Que menos mal que entre ellas dos se daban maña, que si no los cuerpos andarían cubiertos de harapos.

En la cocina hirvió el agua y para que no la rete Vanina se hizo la sabihonda. Preguntó por la chica de la laguna, porque lo había escuchado en el almacén cuando fuimos a buscar fiambre y el de las garrafas se nos quedó hablando. Me parece que a la abuela no le gustó ni medio. Porque la mandó a que no se juntara con esos lenguas larga que vivían pasando el charco y después le dijo que el mate estaba asqueroso, pero que la iba a sacar buena, que aún tenía esperanzas. En cambio yo le salí medio tarambana porque soy negra. No como ellas que fueron agraciadas con una piel tan linda y tan blanca. Eso lo escuché más bajito, porque el vecino que tiene al bebé feíto golpeó las manos y salieron a la vereda.

 

Me quedé casi todo el tiempo abrazada a la jirafita, esperando que se hiciera de noche. De vez en cuando, la miraba a los ojos y la sacudía un poquito para que no se durmiera antes que yo y porque según Vanina adentro de su panza había tres pececitos. No sé si los estaba cuidando o si eran sus propios hijos. Yo no escuchaba nada. Capaz estaban nadando en líquido amniótico, como me dice mamá cada vez que de tan distraída no entiendo algo. Entonces ella me tira el diario por la cabeza y me grita: “Date cuenta María Pilar”. Y corre a cerrar las puertas. Pero yo prefiero subir a la muñeca gigante al karting del amigo de mamá que fuma mucho y apesta. La siento al lado mío y pedaleo mientras mamá recorta y pega y guarda y llora y después se cansa del ruido, me agarra del brazo, me lleva al baño. Yo estoy sentada en el bidet y siento que me traga. Ella fuma en el piso. Me mira y llora de nuevo, pero bajito, para no asustar a mí hermana.

 

Primero escuché unos golpes muy suaves. Después un chistido y por último su voz: «abrime, abombada».

Me acerqué a la ventana y pregunté quién era.

—Soy yo, marmota, déjame pasar que me vienen persiguiendo.

Levanté apenas la persiana. Me asomé y vi sus ojos negros, enormes, medio desesperados.

—Dale, dale que soy boleta. El vidrio, dale, métele.

Ricardito Cataña saltó al piso y bajó la persiana. Lo suficiente como para que viéramos pasar carpiendo a cinco niñas en malla, portando bombuchas de pintura. Se detuvieron de golpe y miraron el baldío decepcionadas.

—¿Qué haces sola?

—Estoy castigada.

Ricardito Cataña se sentó en la mesita de luz, hizo a un lado el velador y la cajita de música donde guardo mi escarabajo dorado. Apoyó la espalda en la pared, se sacó las botas ortopédicas que olían a barro podrido y se rascó una cascarita que tenía en la rodilla. Un hilo de sangre le corrió casi hasta el dedo gordo.

—Seguro que te measte toda.

Y se río sin parar.

Sospeché que mi abuela y Vanina estaban doblando las sábanas en el patio porque no las escuchaba cerca. Tendrían para un rato, porque mi hermana era de confundirse con las puntas y la abuela se sulfuraba enseguida.

—Es que sos muy tongocha María Pilar. Los changos del barrio dicen que pareces medio extraterrestre.

—¿Cómo?

—Que te trajeron los marcianos y un día te van a venir a buscar.

Ricardito Cataña se sacó los anteojos culo de botella y los limpió en la bermuda salpicada con barro.

—¿Por qué te corrían?

—¿Quiénes, esas negras matacas? Por envidia, se enteraron de que mi tío Adler se fue a una misión y me trajo un avión que se maneja a control remoto. Me lo querían afanar.

—Mentira.

—Verdad.

—¿Qué? ¿Vuela?

—Sí papanata. Además yo el año que viene empiezo el liceo y después voy a ser ingeniero en aviación. Voy a trabajar con mi tío Adler y vamos a bombardear poblaciones enteras.

—Mi mamá dice que tu tío es malo.

Ricardito Cataña se sacó un moco. Hizo una bolita. Me miró con cara de malo y con un golpe certero le dio al cuadro del casamiento de mi abuela que se cayó de la pared. Se puso de pie de un salto y empezó a recorrer la pieza. Dio vueltas y vueltas. Extendió un dedo y se lo llevó a la nariz, se tanteó los bolsillos, respiró hondo. Miré la pata del ropero que estaba floja y supe que las cobijas se nos podían caer encima y ahogarnos como a las niñas de la laguna.

Ricardito Cataña se acercó hasta a la jirafita. Ricardito olía tan feo como los pies de mi abuela.

Siguió dando vueltas en círculos. El camión regador pasó puntual. Abrió los rociadores justo frente a nuestra casa y llenó de agua limpia el cordón cuneta. Sentí el perfume de la tierra mojada. Ricardito se arrodilló junto a la escupidera y el vaso con agua.

—A mí me parece que sos sospechosa y que te voy a tener que interrogar.

Ricardito Cataña se puso las botas ortopédicas y me pegó un puntazo en los tobillos.

—Puedo gritar y decirle a mi abuela que te metiste en mi pieza de prepo.

—Nadie les cree a las busconas que se mean en la cama. Además, yo soy el hijo menor del vecino más respetado del barrio. Tu abuela siempre le anda pidiendo favores. Que esto, que aquello.

Se sacó la musculosa y me dijo que me quedara en silencio porque tenía que entrenar un rato antes del interrogatorio. Se acostó en el piso y empezó a hacer flexiones, abdominales y otros ejercicios que yo no conocía. Me pidió que me quedara sentada en la punta de la cama y que dejara las manos atrás de la espalda. A mí me dolía la panza y me habían dado muchas ganas de hacer caca.

Cuando terminó con los saltos de rana se sentó al lado mío. Le caía la transpiración por el pecho y cada vez tenía olor más fiero.

—Bueno, sospechosa, dígame su nombre, su edad y quiénes son sus enemigos.

Ricardito Cataña se paró y me apretó los hombros con las manos. Había crecido mucho desde el último verano.

—María Pilar, tengo siete, mi hermana once, mi mamá y mi abuela no sé.

—Bien ¿y sus enemigos?

—Ninguno.

Me apretó un poco más los hombros y yo debo haber dicho que me dolía.

—No tengo.

Me agarró del cuello.

—Confiese o verá.

—Nadie.

Lloré.

Se frotó las manos y caminó en círculos por la pieza. Cuando llegó hasta la otra mesa de luz agarró a la jirafita de las patas y le apretó la panza. Yo pensé en los tres pececitos. Sus trompitas pidiendo agua, sus aletas quebradas, los ojos ciegos buscando la salida. La laguna estaba lejos. A lo mejor el agua del regador podría arrastrarlos, pero la corriente traicionera seguro los dejaba atrapados en el charco.

—¿Y esto?

Me paré rápido para rescatarla y evitar que la asfixiara.

—Es mía.

Ricardito Cataña me empujó y caí de cola al piso. Entonces empezó a golpear a la jirafita contra el espaldar de la cama de donde colgaba el rosario de la comunión de Vanina. Las risas de mi abuela y de mi hermana llegaban desde el patio. Estarían sembrando flores, regando el naranjo, o juntando perejil de la quinta.

Cuando Ricardito Cataña pareció cansarse de nuestro sufrimiento, la levantó del cuello y la tiró adentro de la escupidera. La miré flotar mientras él volvía a ponerse los anteojos.

—Muy bien, para declararla inocente solo tengo que hacer una comprobación, digamos científica.

—¿Cómo?

—Tengo que asegurarme que usted no es ninguna extraterrestre.

—¿Y cómo?

—Muy fácil. Debo verificar que su bombacha no esté manchada con líquido verde alienígena.

Me paré sobre la cama. Ricardito Cataña intentó agarrarme, pero empecé a saltar de un lado al otro. Él también saltaba. Yo me agachaba. Giraba. Me hacía más chiquitita para que no pudiera alcanzarme con sus manos, mientras pensaba cómo escaparme, dónde treparme, si la araña del techo soportaría mi peso, o si podría dar un salto hasta arriba del ropero sin quebrar la pata. Capaz mamá estuviera en camino para rescatarme y yo solo tendría que aguantar un poquito más. El techo de la pieza se puso negro. Sentí los mosaicos fríos en mi espalda y me encontré con los ojos fieros de Ricardito Cataña. Me estaba agarrando del pelo con una mano y con la otra me levantaba el vestido.

—Cállate, boba.

Era cuestión de que solo me viera la bombacha. Yo estaba segura de que no tenía ningún líquido verde, porque después de hacerme pis en la cama mi abuela me puso un bombachón grande y rosado que sacó del botiquín del baño y lo apretó bien fuerte con un alfiler de gancho. Ricardito Cataña separó un poco mis piernas y acercó la cabeza hasta abajo. Apoyó la nariz y se rió. Enseguida dijo que posiblemente lo estuviera engañando y que de esa forma no podía aseverar que yo no fuera extraterrestre, porque la observación y el olor no eran métodos confiables. Entonces hundió sus dedos abajo de mi bombacha.

Del techo negro caían cascaritas de pintura. Mi abuela había mandado a pintar, pero no estaba contenta con el trabajo de los señores, porque tardaron mucho y dejaron todo enchastrado. Que no es para tanto le dijo mamá y me pareció que se pelearon. Sentimos un ruido atrás de la puerta. Ricardito Cataña me tapó la boca con su otra mano.

—María Pilar, ¿estás bien?

—Decile a tu abuela que sí y que estás jugando con la jirafa, si no salgo y le digo que me hiciste entrar a tu pieza para mostrarme la cola.

Dije que sí y mi abuela se fue.

—Me gusta porque sos una nena buena. Te mereces un premio.

Ricardito Cataña acercó su cara, corrió el flequillo crecido que me tapaba un poco los ojos, me abrió la boca con la mano y puso su lengua arriba de la mía.

—Bueno María Pilar, te declaro inocente. Como ves, soy un hombre de honor.

—¿Cómo un hombre?

Ricardito Cataña se frotó las manos. Se acomodó los anteojos y se apoyó contra la puerta.

—Más vale, ya estoy casi desarrollado –Ricardito se pasó la mano por el mentón y se arrancó un pelito- y el año que viene me enseñan a manejar. No andes con el cuento eh, que nadie te va a creer.

Ricardito Cataña levantó la persiana y de un salto cayó parado en la vereda. Debajo de sus botas ortopédicas quedaron los alelís que plantó mamá.

La jirafita nadaba adentro de la escupidera. Me la puse en la boca y empecé a despedazarla a mordiscones. Seguramente, si lograba sacarle los tres pececitos de su panza, ella después iba a sacar de la mía al bebé que me había dejado Ricardito Cataña.

 


Vicky GarciaVICKY GARCÍA nació el 19 de junio de 1986 en Laborde, Córdoba. Actualmente reside en CABA.  Estudió Letras en FFYL- UBA, Dramaturgia en el CCCRR y teatro en Oeste Usina Cultural.   Asistió al taller literario de Juan Diego Incardona y actualmente concurre a las clínicas de Gabriela Cabezón Cámara y Selva Almada. En 2019 ganó el Premio Cuento de la Bienal Arte Joven donde publicó el policial Rastros en la Antología Divino Tesoro editado por Mar Dulce. Ha publicado cuentos en las revistas: Falta Envido, Ragnarock, Sonámbula, Movimiento, Chubasco en Primavera y Mar. Fue productora artística de los ciclos de literatura expandida Bajo el cielo la llama y Festransfem donde estrenó sus Mini dramaturgias: Pies, Peces, La mujer puede y debe e Impronta.