MEMORIA DE LA FORA

Memoria de la Fora. Martín Glozman

ph: Guadalupe Faraj

MEMORIA DE LA FORA

Martín Glozman

música: Alex Musatov

Siempre pensé que la literatura tendría el poder de revisitar a los muertos. Que hay un entrelazamiento entre la posibilidad de escribir y memorar, y la presencia de los que ya no están. Un modo, incluso, de hacer el duelo. 

Se me presentaron a la memoria ventanas a las puertas que se abrieron en mi vida y por las que no entré.

Hace muchos años el primo de mi querido amigo V, y sus colegas del Pellegrini, nos invitaron a V, a M y a mí a pasar una tarde en La Boca, en la Sede de la Fora. Se haría una choripaneada.

Atravesamos la ciudad y caminamos por esas calles desiertas, un sábado o un domingo, una mañana tardía. Recuerdo esas represas en las veredas. Había una antigüedad en la calle. Una dimensión del río. Una profundidad en la memoria.

Mi abuelo era barrial, pero mi padre se había alejado del recuerdo, había borrado la memoria de las calles de la infancia. Se había distanciado de Don Pablo. La vejez, propia o ajena, había sido sinónimo de un sentimiento para él de desagrado.

En mi caso, desde niño, la relación con mis abuelos me había resultado importante. Incluso la muerte y lo añejo me despertaban cuidados y atención. Los momentos en los que tuve que transitar cementerios me mostraron la apertura a sentimientos de conexión con emociones fuertes, a veces dolorosas, a veces ricas y fortalecedoras, seguramente relacionadas con lo ancestral. 

Me pasó lo mismo con las fiestas ceremoniales de la familia, los festejos de los 13, los 12, los 15, los casamientos, los entierros y los velorios. Palpitaba con las reuniones del grupo. Como un corazón que late en el compás del tiempo.

Aquel día en la Boca estaba con amigos. Los amigos se me presentan como los hermanos. El vínculo con los hermanos había sido difícil en la infancia. Pero fue con los amigos con los que pude rescatarme de la soledad y el encierro introspectivo de la adolescencia. 

Con el tiempo de la adultez fui haciendo nuevos aprendizajes. Hoy pienso que los amigos son fundamentales, pero que en el fondo la decisión de estar bien y salir adelante la tomamos solos.

Llegamos a La Fora. Vi dos arcos de fútbol en la calle y a los chicos del barrio jugando a la pelota. Jugué yo también.

Me gustaba el deporte del fútbol pero no tenía asimiladas sus leyes generales. La dinámica de equipo y del juego en sí mismo no me era propia, sí lo eran para V y M, que además de estar interesados y abiertos a ese aspecto, miraban partidos y seguían a sus equipos los fines de semana. V viajaba a La Plata los días que Gimnasia y Esgrima jugaba de local o bien se movía cuando lo hacía de visitante. Eran el padre y el abuelo quienes le habían transmitido esa pasión y con quiénes la compartía. 

Alguna vez yo había escrito un poema dedicado al fútbol publicado en la Revista Andrógina que hacían unos compañeros de la carrera de Letras, cuyo abordaje consistía en la persecución de la pelota, y en la defensa aguerrida.  

Uno de los chicos del Pellegrini había sido compañero mío de la escuelita de Marangoni en la infancia, allí en la Plaza Las Heras. Nos volvimos a cruzar en diversas ocasiones. Puede haber estado en el día de este relato. Se dedicó a la edición en un proyecto muy interesante llamado Caja Negra. 

El chulengo estaba en la calle. Los choris se hacían esperar.

Pregunté por La Fora. No estoy seguro si tenía muchas referencias en ese entonces de la agrupación anarquista. Me indicaron una puerta, una casa, quizás un cartel. Pasé por la puerta. Entré. Un pasillo, tal vez un baño, otra puerta y una habitación. Me asomé y vi a unos metros un conjunto de ancianos sentados en ronda, con sillas y sillones. Algunos amigos se habían quedado charlando aquí. No me sentí mirado ni para entrar ni para salir. Esa energía que ni atrae ni repulsa, me resulta interesante. Me introduje de a poco. En el fondo una ventana se abría al mundo de la calle. Como un imán me hizo girar por el cuarto hasta llegar a ese rincón y ver todo desde otra perspectiva. Estaba adentro.

Alguien sentado en la reunión preguntó quién es este cheto. Me veían diferente. 

Por el tiempo de esta historia había dado casualmente con un cuaderno manuscrito de mi abuelo Pablo donde dedicaba poesías a anarquistas, a las ideas de libertad y comunidad, y al amor por algunas mujeres. Mi abuelo, que había sido electricista y huérfano del asilo de Burzaco.

Para mí encontrar estos materiales en el marco del menemismo, en una familia burguesa que se dedicó a sobrevivir, más allá del pasado, y a buscar ganar dinero como fin en sí mismo, era algo muy positivo. Una invasión de emociones abría mi horizonte. Ese cuaderno, como ahora contar esta historia, abría un viaje en el tiempo. 

Me sentía muy cerca de los ancianos en La Fora y muy distante a la vez, rechazado o tal vez solo, desconocido.  

“-¿Cómo te llamás? 

-Martín Glozman. 

-¿Judío? 

-¿Sos nazi además de anarquista?”

Si los recuerdos invaden así mi memoria, tal vez sean ciertos. 

Me miraron. Los miré. No nos miramos mal. Nos acompañábamos. Ellos miraron algo que yo no sé. Yo miré el espacio, me volví a comprometer, quería tener el recuerdo eterno de lo que veía, una marca de la historia. 

No saber quién es el otro, sentirse cerca igualmente. Sentir los acontecimientos comunes del pasado en las personas presentes, ventanas de destinos en una habitación cierta. En ese espacio infinito del recuerdo toqué las vidas de hombres que a su vez habían sido también tocadas.  

La Fora era un movimiento que reunió personas de Italia, España, Rusia, Alemania, entre otros países, promovía una sociedad humanista, y sin jerarquías, con educación para todos. Creía en esa forma de pensar las relaciones del mundo. 

Fui invitado a hablar en la ronda. Me vuelvo protagonista por un momento, los focos me iluminan en ese escenario oscuro del recuerdo. Mis amigos ya no están en la historia, me vuelvo solo al grupo, y luego del primer intercambio me prestan atención, quieren saber más de mí. Hablar.  

Creo que hablé de mis abuelos, de la inmigración, del judaísmo, de las guerras. Me deben haber dicho que eso no les interesaba o no los sorprendía. Que eso eran ellos. O que eso no era yo. Que eso no es hablar. Hablar en la dimensión yo tu, como escribieron Bajtin, Buber, y otros. O tal vez se hayan interesado y yo no lo recuerdo.

Eran anarquistas, no me extraña que tuvieran noción de esa dimensión existencial de la palabra, del vínculo vivencial con el otro a través del diálogo. Solo estar aquí y ahora, más allá de las teorías y del recuerdo. Mirarse, aceptarse, convivir en el volumen de los cuerpos que habitan el espacio del tiempo.

¿Por qué recuerdo esto? ¿Por qué no pude hablar con ellos? ¿Por qué hablar ya requería de un aprendizaje? 

¿Y por qué quedé solo en esa ventana de la memoria? ¿Dónde estaban mis amigos? ¿Por qué no pude sentarme en la ronda con ellos, salir de los focos del recuerdo? ¿Era ese estar solo lo que me hacía correr detrás de la pelota?

No estaba acostumbrado a esa intensidad del contacto. Tal vez esa intensidad se hubiera diluido en la comunidad del grupo, en la historia, en la continuidad de los hechos. 

Era de alguna manera resultado de muchas ausencias, me di cuenta. Cadenas de vínculos que se interrumpieron. Un camino que tuve que desandar andando en la dirección contraria. Como el salmón, que remonta la corriente. Como un tejido de herencias que había que rehacer desde adentro y con sus mismos materiales. Salir al mundo, a dialogar, diálogos infinitos, en los que como en este recuerdo pude aprender, que más allá había otro. 

-Te vas a acordar de este momento –dijeron. 

Salí a la calle desde otra dimensión. V, su primo y M se acercaron. Los tres formaban una banda: guitarra, bajo y batería. Yo los seguía. 

-Dijeron que vuelvas.

¿Por qué el yo se pone en primer plano si la estructura narrativa de lo social se ha transmitido colectivamente, de padres a hijxs, de hermanxs a sobrinxs, de abuelxs a nietxs, y así, en la amistad y en la vida?

-Vuelvo ahora, con ustedes, en esta historia.


Martín Glozman, escritor, editor, docenteMartín Glozman, Buenos Aires, 1979. Licenciado en Letras por la Universidad de Buenos Aires y Magister en Escritura creativa por la Untref. Publicó los libros Salir del Ghetto, Help a mí, No hay cien años y Documento de María. Actualmente lleva adelante el proyecto La copa del árbol. Dicta talleres de escritura académica en la Universidad Nacional General Sarmiento.

 

 

 

 

Autor: Martín Glozman
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