CATARSIS

Catarsis, experiencia y política. Alejandro Boverio

ph: Guadalupe Faraj

CATARSIS, EXPERIENCIA Y POLÍTICA

Alejandro Boverio

Existen momentos vitales en donde adviene al conocimiento, y acaso por primera vez, en el modo de la revelación, la verdad de una cierta situación que, en muchos casos, excede al mero raciocinio. Es la presentación, y en el modo de una intuición general, de una idea o de una imagen que aprehende el sentido de una circunstancia, o, en un caso más general, la dirección de una vida o, incluso, de una época.

“Cualquier destino, por largo y complicado que sea, consta en realidad de un solo momento: el momento en que el hombre sabe para siempre quién es” dice Borges en un relato que pretende narrar la lúcida noche fundamental en la que Cruz decidió ponerse a luchar del lado de Martín Fierro. Son momentos que concentran fuerzas contenidas acaso durante décadas y, en la forma de una purificación, pasan a un nuevo nivel: el de una resolución.

Todas las teorías existencialistas saben de ese momento resolutivo en donde, producto de un llamado, una voz, una iluminación, se empuñan las más propias posibilidades de ser. De Kierkegaard a Heidegger, la angustia frente a la muerte se muestra como la pasión que desencadena el acontecimiento de hacerse cargo de uno mismo. Esta pasión purificadora es el nervio vital en donde coinciden el existencialismo y el cristianismo. La purificación del alma para el cristianismo es lo que abre al Ser con mayúsculas. Pero, y tal vez esto sea lo más importante, significa fundamentalmente una identificación con Cristo: “En aquel día vosotros conoceréis que yo estoy en mi Padre, y vosotros en mí, y yo en vosotros” (Juan 14:20).

He aquí uno de los núcleos de lo que se encuentra en el centro de la kátharsis que, en sentido estricto, significa purga o purificación de las pasiones. La teoría estética aristotélica pone en el centro de su concepto de tragedia al espectador como aquel en quien opera la catarsis. Son la compasión (éleos) y el temor (phóbos) los efectos que la tragedia desencadena en el espectador y que, gracias a ella, que pueden ser purgados. Si esto es así, no es más que por una identificación que se produce entre el espectador y el héroe trágico. Del mismo modo en que ocurre entre un cristiano y Cristo: en efecto, tal vez luego de las tragedias de Sófocles, la de Cristo sea la gran tragedia de Occidente.

Nos encontramos, entonces, frente a un problema fundamental que entrañan tanto la catarsis aristotélica como la cristiana, y es al hecho de que esa purificación de pasiones se ejecute sólo en el marco ya sea del teatro o de la iglesia, pero en todo caso, fuera de la política y de la vida.

Para Aristóteles, la purificación del alma no significa suprimir, extirpar o desarraigar esas pasiones, sino moderarlas, esto es, reducirlas a su justa proporción o medida. Ello tiene, efectivamente, un sentido político: el exceso pasional se purga en el marco del teatro y, de ese modo, se lo extirpa de la polis. El pensamiento aristotélico, en algún punto, pretende ser superador de la expulsión platónica de los poetas de la polis. Y recordemos que Nietzsche señala que para poder ser discípulo de Sócrates, Platón tuvo que quemar sus poemas. Pero, en todo caso, el planteo del autor de la Poética, en vez de pretender expulsar ese componente pasional, lo interioriza individualizándolo a través de una cierta función política o moral que podría ejercer la catarsis trágica en el marco del teatro. Y a través de ella, entonces, se tranquiliza la vida política.

Compasión y temor, sí, ¿pero qué lugar le queda a la violencia? ¿No se puede pensar que es una cierta purificación de la violencia en la tragedia la que le da un papel central para la vida humana? Nietzsche creyó, entre otras cosas, que con la tragedia se producía en el espectador un disfrute de la crueldad. No sólo con la tragedia; sino también era, por ejemplo, lo que el romano iba a buscar al circo o el español a las hogueras o a las corridas de toros. En efecto, posiblemente Sade encerrado en 1795 en la Bastilla, al escribir su Filosofía en el tocador no hiciera otra cosa que purificar a través de la escritura una cierta violencia contenida. En todo caso, nada más alejado para concebir el arte que aquella equivocada idea sobre el juicio desinteresado de Kant. Ya sea desde el espectador o desde el artista, lo que se produce es una afluencia de múltiples pasiones singulares que difícilmente puedan ser agotadas en dos o tres categorías.

Quien escribe, ante todo, siente. Y muchas veces es en la escritura misma en donde adviene aquello a lo que nos referíamos en un comienzo: la revelación de una verdad. Pero no hablamos aquí de una verdad metafísica, de una verdad del Ser, sino de la verdad de una vida. Una verdad de la propia vida. Y la desarrollamos escribiendo, la conocemos escribiendo. No necesariamente como sublimación de algo que no puede realizarse en la vida real, por el contrario, muchas veces para reforzar algo que veníamos realizando vitalmente pero sin una conciencia acabada. Como en un esquema de postas, en donde la escritura retroalimenta a la vida y viceversa.

¿Qué sucede si, adversus Aristóteles, el arte no purifica las pasiones sino que las acrecienta al punto de encender aquello que de otra manera nunca hubiera prendido? Es el gran problema del mito y, junto con él, la violencia que puede entrañar en la vida política. Georges Sorel pensó en profundidad la potencialidad revolucionaria que tienen los mitos, y así concibió a la “revolución catastrófica” de Marx como un mito, del mismo modo que a la huelga general revolucionaria, y éste fue el gran tema de sus Reflexiones sobre la violencia. En todo caso, Sorel coincidió con Platón en la evaluación del poder político que tenían los mitos, aunque en un sentido inverso: no para expulsarlos de la polis sino para redirigirlos contra ella con toda su fuerza destructiva.

Ahora, hay un modo de pensar la catarsis en la política más allá de la violencia y, en particular, se enlaza con lo que planteábamos en relación a una revelación para el individuo pero, en este caso, en un sentido eminentemente colectivo. Gramsci, en debate con Benedetto Croce, lo denomina “catarsis histórica”. Esto es, cuando en un momento de crisis, la lucha de clases pasa del momento meramente económico, al momento ético-político y puede constituirse una nueva hegemonía política. 

Que un pueblo haga catarsis, entonces, no es que en el ámbito del teatro expíe todas sus pasiones sino, por el contrario, que en el ámbito de la polis se produzca, para decirlo en los términos de la filosofía de la praxis gramsciana, ese paso “de lo objetivo a lo subjetivo”, “de la necesidad a la libertad”. La catarsis histórica no se produce en cualquier situación, requiere de una permanente acumulación de fuerzas pero, fundamentalmente, de una crisis intelectual y de valores que permita el desarrollo de esta suerte de “toma de conciencia” y revelación que abra lugar a un nuevo momento histórico. 

¿Nos encontramos en una situación así? Difícil saberlo. En todo caso, que una categoría profundamente anudada con la experiencia artística, como lo es la catarsis, pueda ser pensada en el marco de la historia, da cuenta de cómo la política está preñada de arte y el arte, de política. Acaso el arte no sea él mismo sino una cierta catarsis de la política, y la política, una cierta catarsis del arte. 


Alejandro BoverioAlejandro Boverio (Buenos Aires, 1982) es filósofo y ensayista. Se desempeña como profesor en la Universidad de Buenos Aires en las áreas de Filosofía Contemporánea y de Teoría Estética. Además de participar en los debates contemporáneos a través de conferencias y mesas redondas, colabora con ensayos en diversos medios y revistas culturales. Es editor de la revista El Ojo Mocho y del sitio Espacio Murena. Entre sus últimos ensayos se destaca “La espera, la peste, la isla” publicado en el dossier especial (otoño 2020) de la Revista de la Biblioteca Nacional.

 

Autor: Alejandro Boverio
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