árbol

Un árbol. Valentín Díaz

ph: Guadalupe Faraj

Un árbol

Valentín Díaz

 

Como cuando ella –me contó en fragmentos a lo largo de estos años– apenas llegados a la quinta y mientras el auto, las cuatro puertas abiertas en un único movimiento, se dispersaba y expulsaba como en una danza y en las cuatro direcciones todo lo que hasta ese momento lo componía y se conservaba en su interior plegado y en tensión, y niñas, adultos y perro se perdían de pronto de vista y respiraban a la vez el olor fresco del pasto y sabían que el calor, la ruta y los apuros de la salida habían valido una vez más la pena, aprovechaba ese instante de pequeña distracción eufórica para hacer lo que realmente quería y luego de haber amagado con llevar la mochila adentro y cumplir algún pedido giraba, dejaba caer la mochila en el sendero de ladrillo en S y levantaba los ojos imaginando hasta dónde podría llegar esta vez y corría hasta perderse abajo de la copa cuyas ramas exteriores tocaban casi el piso y hacían que ahí no creciera pasto y constataba, sobre todo después de algún invierno, que el árbol seguía siendo el mismo y ella en cambio podía aprovechar para moverse mejor los centímetros ganados por sus piernas y sus brazos de niña pero casi desde siempre largos, fuertes y flacos que le permitieron alcanzar, desde muy chica, la primera rama firme luego de la cual sólo había que seguir subiendo, probando la firmeza de las ramas nunca alcanzadas y recordando, cada vez, lo que ya había aprendido y no, era por acá, y de acá hasta acá, y luego de alcanzado ese punto, con la respiración apenas agitada y el sudor ínfimo de las manos, menos por el calor (ahí el aire siempre era frío) que por la adrenalina, se sentaba con un pie colgando y podía, por fin, quedarse ahí y disfrutar de la tensión mínima del cuerpo, que confirmaba una fuerza y una disponibilidad, y de la posibilidad de escuchar las voces que abajo, a una distancia incalculable, comenzaban a medir el nuevo espacio y alguien desde el fondo pedía algo, y alguien lamentaba un olvido, ella podía ver todo, registrar cambios mínimos en las plantas de la quinta, ver el tiempo, mirar su vida entera de niña, recordar todos los veranos y superponer, sin perder de vista el matiz de cada uno, todos los fines de semana y, sabiéndose ausente, ligeramente fugada, lo suficientemente lejos como para estar inaccesible, pero ahí nomás, escuchando y viendo todo a la vez, comenzar a escribir.

Cuando un árbol no es un árbol, ese árbol no puede escapar al destino del símbolo y se pierde. Por eso hay quienes le temen e incluso lo descartan filosóficamente. Deleuze, cuya filosofía contiene una botánica, opta por el pasto (las hojas de hierba, Whitman) y descarta la belleza del árbol. Pone la escritura del lado de la hierba porque crece por el medio y por eso se corresponde con la fuga. El árbol, en cambio, ratifica un orden, una jerarquía y, sobre todo, Deleuze lo sugiere, un símbolo (la sabiduría, la familia). Pero vale la pena, incluso con esas mismas armas, entrar en esa mitología. Subir hasta lo más alto.

El árbol es un símbolo al que sólo acceden los comparatistas. El norteamericano Joseph Campbell, por ejemplo, dedica muchas páginas a los árboles. De todos los árboles simbólicos que Campbell registra, le deseo a éste que hoy nace el del Despertar, el árbol de Buda, que también se conoce como el Punto inmóvil y que “simboliza el estado espiritual en que los deseos y temores se aplacan totalmente” y que hace posible una experiencia como aquella.

Otro pensamiento monstruoso de la comparación, el de José Lezama Lima, también pone decididamente al árbol del lado de la literatura: “árboles historiados”, dice Lezama, “que en el paisaje americano cobran valor de escritura donde se consigna una sentencia sobre nuestro destino”.  Es la experiencia de la inmovilidad y el sacrificio la que el árbol invoca:

 

La noche nos agarra un pie,
nos clava en un árbol,
cuando abrimos los ojos

 

Pero la inmovilidad es, como el propio Deleuze propone, en realidad una fijeza que por intensidad alcanza el movimiento, el más auténtico, como el poema de T.S. Eliot que recuerda Campbell:

 

El punto inmóvil del mundo que gira.

Ni carne ni ausencia de carne; ni desde ni hacia;

en el punto inmóvil: ahí está la danza,

y no la detención ni el movimiento.

Y no la llamen fijeza

al sitio donde se unen pasado y futuro.

Ni ida ni vuelta, ni ascenso ni descenso.

De no ser por el punto, el punto inmóvil,

No habría danza, y sólo existe danza.

Sólo puedo decir: allí estuvimos,

no puedo decir dónde; tampoco cuánto tiempo,

porque sería situarlo en el tiempo.

 

Es en ese punto inmóvil, y no lo llamen fijeza, donde la literatura hace la experiencia del árbol. Y lo trepa como una niña, o un animal que se mimetiza, y cambia la piel. Y más quieto que nunca está en movimiento, más intensamente fijo que nunca.

Que sólo se pueda decir que aquí estuvimos. Eso le deseamos a este árbol que hoy nace.

29/6/2020


 

Valentín DíazValentín Díaz es ensayista, docente e investigador.

 

 

 

 

Autor: Valentín Díaz
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