escritura y ocio

Notas sobre la escritura y el ocio II.  El dinero y el tiempo. Mariana Docampo

NOTAS SOBRE LA ESCRITURA Y EL OCIO II.  EL DINERO Y EL TIEMPO

Mariana Docampo

 

En 1924, Virginia Woolf se pregunta: ¿qué influencia ejerce la pobreza sobre la literatura? Rondar sobre este tema, daría la clave para entender por qué las mujeres, salvo excepciones, no escribieron obras “trascendentes” hasta el siglo XX.   Confinadas a las tareas del hogar y al cuidado de los hijos, y desterradas del acceso a una educación que propiciara la libertad mental y espiritual necesaria para escribir, la opción entre pobreza o dependencia económica las llevó a ser soportes de los hombres, o hermanas frustradas.

Es abril del 2022 y vine a Miami a presentar mi libro de Tango Queer y a dar clases en un festival.  Estoy frente al mar en las horas libres, justo a la salida a la playa del SV Hotel, 17 Street Beach Walk. Hay fiestas a pleno mediodía, una cierta inercia de bienestar que da como resultado el entertainment.  Echadxs junto a las piletas, lxs jóvenes brindan con espumantes.  Y la música del SV inunda el fragmento de playa en el que estoy.  Hay una conferencia de Bitcoins en la ciudad, y por el cielo cercano pasan avionetas con publicidades: los nuevos ricos del futuro, dice el eslogan, y la visión de la moneda virtual me parece un espejismo, un cohete disparado hacia la luna.  The future.  No hay un centímetro de silencio en esta playa, ni en tiempo ni en espacio, ni siquiera a la orilla del mar, sobrevolado, sin embargo, por hermosas gaviotas blancas cuyos brillantes contornos relampaguean en el aire del atardecer.  Esta vez Miami me gusta, será que estoy contenta, será que me encuentro con amigxs queridxs después de mucho tiempo.  En South Beach la gente se viste con libertad:  sombreros, capas, zapatos de colores, transparencias a la luz del sol.  Me siento bien, disfruto del “primer mundo”, aunque entré por una rotura en la pared que está entre la puerta de servicio y la principal.  Me acerco a una vidriera: la ñata contra el vidrio.  Es un azul de joyas y fortunas que nunca alcanzaré.

Si no cuento una historia, no voy a vender una historia, me digo frente a la pantalla de la computadora, cuando algunos días después, veo desvanecerse el mundo del dinero por la ventanilla del avión, y regreso a mi ropa de todos los días (el tango tenía ese glamour de momento y la juventud, ponerme los brillos para entrar en la milonga y después salir en ojotas por el empedrado a la luz de un farol).  ¿Pero quién pagaría por mis historias? ¿Qué tendría que contar y cómo para que alguien quisiera pagar por mis historias?   Mis historias son hacia adentro, hacia el no-lugar del vacío, un tobogán sin principio ni final que se aleja de la experiencia de los sentidos y es la entrada al misterio.

Pero hay una historia de un pájaro que sin embargo algún día pueda vender por un Bitcoin.

Tengo un rato libre de 17 a 18.30, voy a escribir.  Pero me metí en Instagram, y ahora deambulo por la realidad virtual, pongo corazones, comento fueguitos, caritas, rayos, hago una historia con mi gato, y un sticker para WhatsApp.  Se lo mando a Sil.   Contesto un mensaje de mi amiga Vani que está en Suiza, otro a Ceci, besos a Caio, ¿cuándo nos vemos? Carita.  Carita.  Son las 17.30, 17.35, 17.40.  Las redes absorben mi tiempo de ocio. Contar historias es el as de espadas bajo la manga para no vérselas con la angustia de la muerte, desde Scherazada que logró seducir al rey con sus relatos a fuerza de crear tensión.  Pero me distraje de la muerte porque estuve con un posteo de K que leí por la mitad.

Se hicieron las seis de la tarde.  Bueno, bueno –murmuro-, me pongo ya.  No importa si no surge una historia, voy a escribir lo que salga porque lo necesito, como el poco aire puro que entra por una hendija en un cuartito con las persianas cerradas.  Y además -me justifico-, ¿a quién le afectaría que yo “perdiera” el tiempo?  Yo hago lo que quiero con mi tiempo, aunque no escriba una historia para vender, aunque no produzca un excedente que de tanto abultarse podría pagar un descapotable por la Collins Avenue.

Cancelo todo alrededor, mis exigencias.  Que salga lo que salga, que incluso no salga nada. Un instante de libertad completa, mi íntima rebeldía, mi secreto: el tiempo de ocio, de pura receptividad.  Pero antes de entregarme al silencio, pido que se cuele el rayo de la inspiración, por si acaso la musa quiere otorgármela y entonces surgiría algo extraordinario: el pez mitológico.  Yo lo recibiría como un puro regalo de los ángeles.

¿Pero podría salir un gran pez de este charquito hecho con los restos de agua sucia disputados a la fuerza de gravedad de las redes sociales?  ¿Un gran pez que de tan gordo flotó solo hasta la orilla sin que tuviera yo que hacer ningún esfuerzo?  ¿O será otra vez el escuálido pececito, el renacuajo esmirriado que de tan flaco quedó pegado en el fondo del frasco, como los que pescábamos con mi hermano -descalzos- junto al lago del parque cuando éramos chicos?  ¿Será un lindo cuadro para mostrar a mi familia y a mis amigos?

A mis ocho años pinté la cara de un payaso al óleo sobre un plato de madera, de esos para comer asado.  Se lo regalé a mi abuela, mi gran amor.  Ella lo apoyó en su pecho, acarició el rostro del payaso con sus dedos y me dijo que era hermoso.  Lo puso sobre la pared como si se dispusiera a colgarlo de un clavito, pero a la tarde lo guardó en el ropero.  Cuando después de muchos años, ella murió y tuvimos que desarmar su casa, encontré mi plato sobre un estante.  Ese plato fue dado con devoción, fue pintado mi payaso con devoción para mi abuela.  Y cuando volví a verlo después de tanto tiempo, no lo agarré.  Hubiera sido un círculo insoportable que el payaso regresara a mí.  Mi payaso vibra todavía, donde esté, en la devoción hacia mi abuela.

¿Pero y la escritura? No me refiero a la escritura propiamente dicha, el momento en que te sentás en la computadora y te pones a teclear, sino al estado de escritura, la apertura al silencio, las horas de ocio necesario para que surja la pequeña voz interior y conecte con los oídos del mundo.   Atención plena, receptividad para dejar que el pez vagabundee en aguas mansas o turbulentas antes de que lo atrapemos.

Porque la libertad del pececito era anterior a haberlo arrastrado hasta la orilla y puesto a agonizar sobre el cemento. Los prodigios que sus ojos vieron necesitaron tiempo para vagar sin dirección entre los corales, seguir el curso de las corrientes.  Acechó a otros peces con dientes de piraña o de caballa, se introdujo en las cuevas, entre las grietas, con hambre o con sed.  Y después, el trabajo con la forma hizo que el pez vistiera sus prendas elegantes o zaparrastrosas.

Pero el tiempo de esperar sentada a la orilla del río o frente al mar, ¿quién lo paga en el siglo XXI?  ¿Quién paga la caminata en la espuma blanca, y las huellas de las gaviotas sobre la arena, a la caída del sol, los caracoles?

Voy a entregar a la escribana que hizo los papeles del terreno donde voy a construir mi casa, una pilita de dólares que le dieron en el Banco a mi mamá y que ella me da sin esperar nada de mí.  La escribana cuenta los billetes, uno por uno, los mira a trasluz, exclama: ¡cuántas cabezas chiquitas!

Me habían hablado de los “cabezas chiquitas”, dólares impresos hasta el año 96 y que en Argentina valen un 2,5 por ciento menos en las cuevas que el dólar “cabeza grande” aunque en Estados Unidos cuesten igual.

“Te pido disculpas pero no los puedo aceptar”, me dice la escribana.

En las cuevas los pagan menos, pero los bancos se los dan a los jubilados. Diez cabezas chiquitas planchados, como nuevos, como si los imprimiera el Banco Central de nuestro país.  ¿De dónde salen estos lacios dólares cabeza chiquita que nadie quiere?

“Lo que le digo a los jubilados es que depositen los cabezas chiquitas en el cajero y pidan en la caja cabezas grandes”, dice la escribana como si hablara ante un auditorio de cien personas.  Respondo: lo voy a cambiar yo.  Ella: “Te dije los jubilados porque son los que tienen más tiempo”.

El tiempo ocioso de los jubilados que busca hacer productivo para sí misma la escribana.

No ocupo el tiempo de la escritura en poner cabezas chiquitas en el cajero y sacar cabezas grandes, pago la diferencia y me entrego a horas no productivas, al tiempo de la exploración en aguas superficiales o profundas, a los desvíos.  Le digo a José Carlos, que está dormido en el sillón:  Gato, gatito, pronto nos vamos a una casa con jardín, mi cuarto propio.

 

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Mariana DocampoMariana Docampo es escritora y licenciada en letras por la Universidad de Buenos Aires. Tiene publicados seis libros de ficción: Al borde del Tapiz, El Molino (premio Fondo Nacional de las Artes), La fe, Tratado del Movimiento, La familia y V; y la crónica autobiográfica Tango Queer Buenos Aires (Beca del Bicentenario 2016). Es profesora de escritura en distintas instituciones y coordina talleres literarios de escritura y de lectura de manera privada.  Profesora de la materia Lectura para escritores III de la carrera de escritura creativa de Casa de Letras.  Desde el año 2011 dirige la colección “Las antiguas” de la editorial Buena Vista dedicada al rescate de obras de las primeras escritoras argentinas. Es co-guionista del largometraje “Marilyn” (68 Berlinale Film Festpiel Berlin). Coautora del libro de entrevistas “Sara Facio. La foto como pasión” (Planeta, 2016). Es la fundadora del espacio Tango Queer de Buenos Aires y organizadora del Festival Internacional de Tango Queer de Buenos Aires.