Témpera roja

Témpera roja. Silvia Chavanneau

TÉMPERA ROJA

Silvia Chavanneau

 

Sometimes you get discouraged

                                                                                    because I am so small

                                                                                    and always leave my fingerprints

                                                                                    on furniture and walls.

                                                                                    But everyday I’m growing

                                                                                    I’ll be grown up some day

                                                                                    and all those tiny handprints

                                                                                    will surely fade away.

                                                                                    So here is a final handprint

                                            just so you can recall

                                                                                    exactly how my fingers looked

                                                                                    when I was very small.

 

Giro la llave en la cerradura y empujo la puerta de madera que me da paso sin resistirse. Estoy de vuelta en la casa de la que me fui hace diez años.

Enseguida me atrapan el frío y el olor a humedad. Me acerco a la estufa del salón, paso el dedo por la superficie y queda un camino liso y limpio como sendero de hormigas en el césped de un jardín. En mi yema la marca del polvo depositado día a día durante los tres años que la casa lleva cerrada. Pienso cuándo habrá sido la última vez que mamá pasó una franela para quitar esas partículas que ahora son una manifestación insidiosa del paso del tiempo. Con un doble click en la perilla la hago funcionar y se desprende olor a quemado.

Las persianas cerradas apenas filtran hilos luminosos que convergen en un punto con la claridad que entra por la ventana al jardín. Nunca las había visto así, papá decía que no hacía falta bajarlas de noche.“Alcanza con las rejas para proteger las aberturas de los peligros imaginarios que desvelan a tu madre”. Me muevo a tientas mientras esquivo la mesa. Sobre el respaldo de una de las sillas palpo una trama más suave que la textura rugosa del tapizado. Gracias al cono de luz que apenas alumbra desde la ventana, descubro un saco de lana, uno de los eternos saquitos tejidos siempre de color azul “porque es más sufrido y aguanta mejor las manchas” que usaba mamá y cuya versión para chicos me hacía poner. Yo los colgaba de la manija exterior de la puerta de entrada ni bien salía de la casa.

Levanto las persianas. Sobre un estante de madera lleno de retratos veo una foto de papá tomada meses antes de que muriera. No llegó a enterarse de que poco tiempo después yo viajaría a cursar un posgrado en la misma universidad donde él había estudiado muchos años atrás.

En la pared encuentro el cuadro: un marco de madera pintado de negro con un vidrio que protege una cartulina descolorida con versos en inglés y las silueta de dos manos pequeñas en témpera roja. Apoyo mi palmas sobre él y, como si el tacto breve hubiera enviado una señal a alguna parte en mi cerebro, recito de memoria el texto escrito junto a la mancha. Repito esa rima simplona que me lleva a un tiempo y un lugar olvidados durante más de treinta años.

Los chicos habíamos llegado de todas partes del mundo, éramos hijos de becarios extranjeros en la Universidad de Oregon, donde papá cursaba su Maestría. Habían improvisado un jardín de infantes en un salón del campus universitario. Era un ambiente enorme con techos muy altos, había mesitas y sillas diminutas amarillas, azules y verdes. Para enseñarnos inglés, Julie la maestra, nos hacía repetir los nombres de las cosas que nos rodeaban. También cantábamos rimas sencillas y recitábamos versos. Tres veces a la semana, nos juntábamos una nena china, otra noruega, un chico japonés, un norteamericano y yo. Me acuerdo que al nene japonés en casa lo llamábamos “el peligro chino”, porque un día lo vimos trepar al techo del jardín agarrándose de una canaleta; no parecía el mismo cuando se inclinaba ceremoniosamente para saludarnos al llegar a la escuela acompañado por su mamá.También me acuerdo del yanqui con ojos celestes enormes hijo de una norteamericana, la mujer más gorda y blanca que yo había visto en mi vida.

En ese territorio de nubes y árboles frondosos que quedaba en el fin del mundo siempre llovía, por eso el aula era también nuestro lugar de recreo. Pero apenas dejábamos de escuchar el ruido de las gotas de lluvia deslizándose por las canaletas, salíamos del salón y corríamos a los toboganes, las hamacas y la trepadora de madera instalados en el enorme patio con piso de virutas de aserrín que lindaba con un bosque.

Una vez, Julie nos untó las palmas con una pasta -a cada uno le puso un color distinto- y nos dijo que las apoyáramos sobre nuestra hoja de papel. Después las levantamos, nos reimos mucho y golpeamos las manos unos con otros creando efímeras obras de arte que competían con el papel y que murieron con agua y jabón.

No sé si todos esos recuerdos son míos o reconstrucciones que hago a partir de las fotos y de las historias que mis viejos contaban después de que volvimos a Buenos Aires. Pero algunos quedaron grabadas en mi memoria de manera indeleble: el perfume único a la savia de las virutas mezcladas con el polvo de los troncos abatidos o la imagen gigante de Julie que quizá sea una trampa de la percepción, porque tal vez esa maestra no era una muchacha muy alta. Percepción y memoria confundidas como si fueran una sola para revivir así ese año tan lejano en el tiempo.

Es la primera vez que vuelvo a la casa desde que murió mamá. Cuando vine para acompañarla en su último mes hace tres años -lo único que pude hacer en medio de las exigencias de viajes e investigaciones geológicas- ella ya estaba en el hospital y ahí me quedé día y noche, salvo en los escasos momentos en que me escapaba a lo de mi primo para asearme o dormir una siesta apurada. Es otoño, las habitaciones deshabitadas parecen más vacías aún. Me acerco a la ventana y noto que en el jardín las hojas del liquidambar están ocres y amarillas, cuando era chico nos trepábamos con mis amigos para llegar hasta la rama más alta. Me paro de espaldas junto a la estufa con las manos atrás para calentarlas al fuego, como lo hacía mi viejo. A mi derecha cuelga la cartulina con la mano impresa y su estúpido versito al lado. Mamá lo había escondido durante años, nunca fue afecta a guardar recuerdos materiales y menos aún a mostrarlos en una pared. Cuando dijo que había hecho enmarcar -yo tendría unos quince años- me pareció una cursilería. La perseguí tanto con mis sarcasmos que no se atrevió a exhibirla. Un día apareció colgada, mamá era perseverante.

Desde que la maestra untó mi palma con témpera roja y la estampé en ese pedazo de papel que perdió su color gastado por el tiempo pasaron más de treinta años. Pero hoy la pintura sigue siendo tan púrpura como antes, aunque la huella imperecedera se ve minúscula junto a mi mano de adulto.

Traduzco torpemente la rima que tenía archivada bajo siete llaves en mi cerebro y que brota como lava de volcán: “Te desespera ver las huellas de mis manitos en las paredes y en los muebles./Pero alguna vez voy a ser grande./Y todas esas pequeñas marcas se desvanecerán./Por eso acá te dejo esta impresión/ para que algún día puedas recordar/cuán pequeñas eran cuando me podías cuidar”.

Ahora tengo edad para entender por qué mamá siempre guardó la estampa, papá dejó que la colgara y yo la recito con la voz ronca. Me hubiera gustado llegar a decirles que ya no me parece tonta, infantil.

Me froto las manos sobre la estufa.Ya es el momento de empezar a desarmar esta casa.Tiemblo, siento más frío que al llegar.