Gato en penumbra

Las veces que lo traté bien. Santiago Moabre

Foto: Egor Myznik on Unsplash

LAS VECES QUE LO TRATÉ BIEN

Santiago Moabre

 

Mi hermana le puso Serafín al conejo que papá había conseguido para su show de magia. Estuve muy enojado con él porque la dejó elegir a una nena de siete y no a mí que ya tenía doce. Le hubiera puesto un nombre menos estúpido.

Todavía me acuerdo cuando lo trajeron y nos peleábamos por acunarlo. Para dejar a todos tranquilos, nos lo daban un rato a cada uno –somos 4– y a mí, por ser el mayor, me tocaba último. La primera vez que lo tuve en brazos me senté en la mecedora de la abuela y le peiné las orejas hacia atrás, durante horas. No sé dónde había escuchado que es bueno hablarles a los animales para que crezcan fuertes y te tomen cariño. Eso hice.

Serafín era blanco, de ojos rojos, con una pata tiesa, torpe, más sucia que las demás. Creí que mis hermanos lo habían lastimado y estuve a punto de pegarles cuando pensé en la posibilidad de haber sido culpable. Hubiera querido ir hasta el puente colorado, donde me tranquilizo, o caminar sin saber a dónde como cuando me ponían una mala nota en el colegio, pero ya habían cerrado la puerta y nadie más podía salir.

Al día siguiente, le mostré la pata mala a papá.

–Era el único que quedaba –dijo–. No había otro.

Y me calmé.

 

Papá hacía magia para chicos que lo habían visto todo. Yo debía alejarme del público, cerrar los ojos, hacer un esfuerzo para no escuchar el murmullo de los que intentaban develar el secreto. Papá se ponía nervioso. Fallaba. Que salga mal el truco es el peor miedo del hijo de un mago. Una vez le di un cabezazo a una mujer por reírse, ese tipo de mujer que se pinta los labios y te deja una mancha en la mejilla. Tuvieron que agarrarme entre seis y me apretaron tan fuerte que me dejaron marcas en los brazos. Después de ese episodio, no me llevaron más.

 

Mamá nos explicó que una mascota requiere la colaboración de todos y dispuso turnos para los cuidados. Había que limpiar la jaula, ponerle agua y alimento. Por supuesto, yo era el único responsable. Mis hermanos sólo fastidiaban. Si los mandaban a bañarse o a hacer la tarea podía jugar en paz con mi conejo. Era gracioso verlo resbalarse en el parqué o que se le enganchara la pata en los barrotes de la jaula. Mordía mesas y sillas, todo lo que fuera madera en la casa.

 

Hay una cosa que me cuesta contar –y no sé por qué lo hago– que forma parte de un pasado que es más de mis papás que mío. Hubo una vez un perro. Benji. Cuando tenía tres años, Benji me salvó de caer a un pozo que habían dejado abierto en la calle. Según papá, me adoraba. Si yo estaba enfermo, se enfermaba; si alguien se me acercaba se ponía alerta para defenderme. Aunque digan que fue mi primera mascota, para mí no lo es.

 

Una pesadilla cuando venía nuestro primo Juanjo. Doce años, como yo, pero mal llevados. Todos tenemos un rasgo que nos avergüenza. Yo, por ejemplo, tengo una tercera tetilla, y mi hermano, el que me sigue, tiene una mancha en el omóplato con la forma del Chaco. Juanjo, en cambio, reunía una serie de fealdades que no se tapan con la remera. Era bizco y tenía los dientes picados. Olía como si acabara de robarse un par de cebollas y las llevara apretadas bajo las axilas. Tenía algunas canas y solía peinarse para el costado como Pororó, un ladrón del barrio que había salido en la tele. Juanjo leía como un chico que recién empieza el jardín. No sabía escribir ni le interesaba aprender.

Mis hermanos imitaban su forma de hablar e iban a todas partes con él. Les enseñó a decir malas palabras y a escupir a lo lejos. Los educó en la crueldad. A la vuelta de casa vivía un chico con la cara quemada. Se llamaba William. Era una época en la que estaban de moda los nombres en inglés. Un incendio había destruido por completo su casa y después había tenido que vivir con la madre en lo de unos vecinos. Mis hermanos estallaban en carcajadas cuando Juanjo lo perseguía con el encendedor en alto, gritándole “¡Fuego! ¡Fuego!”.

Mamá decía que Juanjo estaba solo en el mundo y que debíamos ser amables con él. Le regalaba remeras de fútbol, le cocinaba y le alquilaba películas. Jamás le levantaba la voz. Al contrario, ponían un tono dulce y protector que daban ganas de arrancarse los oídos. Papá le dejaba usar sus herramientas, le habló de oficio y de forjarse un futuro. A Juanjo le entraba por un lado y le salía por el otro. Le tenían demasiada paciencia.

 

Todos los domingos era la presentación familiar del mago. Hacíamos una ronda alrededor de papá: teníamos que prestar atención y decirle qué trucos podían gustarles a los chicos de nuestra edad. Papá desaparecía pañuelos de color, multiplicaba pelotitas y aros chinos.

Nosotros estábamos hartos. Ya conocíamos los secretos y habíamos aprendido a callarlos. Juanjo, en cambio, estaba fascinado, le brillaban los ojos, se le torcían aún más. Y mamá le preguntaba todo el tiempo:

–¿Te gusta, Juanjo? ¿Te gusta?

Para colmo, nos hacían llamarlo primo. Y no era nuestro primo. Nosotros teníamos primos de verdad que no veíamos nunca. Juanjo, en realidad, era hijo de unos amigos de mis papás que murieron cuando teníamos cinco años. Fue una cosa triste. En mi recuerdo toman sol en el ante patio o juegan a las cartas junto a una ventana, en San Bernardo. Tito y Corina. Corina se egresó del colegio con mamá. Tito limpiaba ventanas en altos edificios. Un día se le soltó un arnés y murió. Al poco tiempo, ella enfermó de tristeza.

 

Mis papás, los vecinos, la abuela: todo el mundo pedía por Juanjo. Y yo también:

–Dios mío, te ruego que encuentre una familia y deje de meterse donde nadie lo llama.

 

Cada vez que se acercaba el fin de semana me dolían la panza y la cabeza. A veces me subía la temperatura. Era algo que no podía controlar. La abuela me enseñó un truco contra los Terrores Nocturnos: consistía en escuchar el sonido más lejano (un auto que se ponía en marcha, el canto del boliviano de al lado, el maullido de un gato) hasta llegar al más cercano (el motor de la heladera, la cadena que perdía en el baño). Era increíble. En cuestión de segundos me sentía mejor.

 

Un día, antes de que papá pusiera el auto en marcha para ir a buscarlo, le pedí, con la caña en la mano y el piloto amarillo, que fuéramos a pescar. Pero en todos los planes estaba incluido Juanjo. El sábado a primera hora fuimos en familia al río. Antes de que se fuera el sol, le pedimos a un campista que nos sacara una foto y, si uno se fija bien, arriba de mi cabeza, justo donde tengo el remolino, puede ver los dedos de Juanjo, haciéndome cuernitos. Ese día pescó mojarritas y yo nada.

 

Había soñado que Juanjo se hacía un collar con la pata de Serafín y para que no se la amputara, todos los viernes escondía al conejo en el cuartito del fondo.

No nos dejaban entrar porque estaba lleno de objetos filosos y oxidados y el techo se sostenía por una columna de madera podrida, que podía venirse abajo. Yo sabía que papá guardaba la llave entre unos tablones y cuando nadie me veía me metía igual. Ahí dejaba la jaula de Serafín, oculta por un cartón y una frazada.

Un sábado, cuando volví de hacer los mandados, los noté raros.

Papá me avisó:

–Te aviso desde ahora que Juanjo no tuvo nada que ver.

Corrí al galpón y cuando vi a Juanjo con mi conejo en sus brazos, apreté tanto los dientes que pensé que se me iban partir. Sentí la mano de papá en mi hombro. Me explicaron que había sido el gato de al lado.

–Tu primo lo vio salir por el techo –dijo mamá.

Yo no sabía si creerle.

Lo enterramos en el cantero junto a Benji, y juré que nunca más iba a tener mascota.

 

Esa noche, mientras me bañaba, pensé que Juanjo y Serafín estaban unidos por algo que no podía entender: según papá, Juanjo había presentido que Serafín estaba en peligro pero no llegó a tiempo.

Cuando salí a colgar el calzoncillo, Juanjo apareció entre las sombras del lavadero.

–Vení –dijo con la linterna en la mano.

Era difícil saber qué pasaba por su cabeza. Pero lo seguí. Subimos al cajón de las herramientas y alumbró el hueco que separaba el cuartito del fondo de la medianera: un espacio lleno de juguetes viejos y pelotas pinchadas.

–¿Ves eso de ahí? –dijo y alumbró una bolsa negra.

Respondí que sí.

–Es Cicatriz, el gato del vecino.

 

Un día volvió con cortes y moretones en todo el cuerpo. No quiso contar qué le había pasado. Mamá se preocupó muchísimo, y ante la falta de una explicación por parte de la directora del hogar, empezó los trámites para traerlo a vivir con nosotros. Aunque la idea me dio pánico, traté de animarlo.

Siempre me costó acercarme a los demás cuando están tristes, uno no sabe qué decir y puede provocar, sin querer, un daño mayor. Le ofrecí sus chicles favoritos y lo mojé con la manguera porque hacía el verano más caluroso. Pero ni siquiera reaccionó. Estaba demasiado atento al vuelo de una mariposa en el patio.

Papá y mamá me llamaron adentro y me pidieron que dejara de molestarlo.

Esa noche le presté mi cama y me acosté en el piso, sobre unas mantas que tejió la abuela. Me sentía bien por mi actitud y mientras rezaba, noté que Juanjo lloraba. Yo, que en otra ocasión le hubiera pedido silencio o hubiera arrastrado mi colchón lejos de su presencia, le pregunté si quería hablar.

Se hacía el dormido.

–No soy tonto, sé que estás despierto.

–Dejame en paz –dijo.

 

Puedo contar con los dedos las veces que lo traté bien: una navidad, en mi cumpleaños de 10 y en el entierro de la abuela. Ahora que nos llegan noticias suyas cada tanto, trato de acordarme del tiempo que estuvimos juntos, y en cómo pude haberlo ayudado.

Entonces me negaba a pensar que a cualquiera le podía pasar, que yo mismo podía haber nacido así. Una amiga de mamá decía que los chicos como Juanjo no se enderezan, empeoran y, tarde o temprano, terminan presos o en una zanja.

Tenía y no tenía razón.

Durante un tiempo Juanjo se juntó con la gente equivocada e hizo cosas de las que está arrepentido. Ya pagó por eso: pasó seis meses en un reformatorio, y salió mejor. Ahora trabaja en una fábrica de jabones y vive en un barrio humilde con Silvina, una maestra jardinera de la que espera un hijo. Según papá, que habló por teléfono la semana pasada, el varoncito se va a llamar Serafín, como mi conejo, y es raro pero por primera vez me parece un bonito nombre.

 


Santiago MoabreMoabre (Buenos Aires, 1988). Es escritor y editor. Publicó El idioma de las películas (Barnacle, 2016) Como editor, dirigió la colección narrativa de Griselda García Editora y fue socio fundador de Hwarang. Próximamente lanzará