Foto: Jorge Gardner on Unsplash
ENTRE BUENA FORTUNA Y LOS PATOS
El padre de J murió con los ojos apretados. La madre de J creyó que dormía. Eso pasa por acostarse en camas separadas, el otro es siempre un rabillo, un ojo desviado sin querer. La noche siguiente la madre comprendió que había leído el diario resuelto crucigramas cebado amargos en la tediosa compañía de un muerto. J discurrió en variaciones moribundas toda la semana, entre medio llamó a Z, Z amigó con J, y la noche siguiente a la noche de la noche acudió a la casa mortuoria para darle compañía. J estaba sola con el padre apretado en los ojos.
Ceñidas transitaron del brazo vericuetos de silencio en esa casa nocturna y feriada, y en el recinto ardiente de velas dispares, flores pringosas ganaron sombras crispadas en el techo, y ellas se dieron un beso y no dijeron lo que siempre decían:
¿qué huele peor cien crisantemos o la idea?
¿la madera o la mortaja?
¿los asientos o la alfombra?
Intuidas revolearon ramos enteros de gladiolos a la calle, despatarraron coronas por la vereda, diseminaron palmas para que huya algún cristo y ya estaban solas más que solas más que siempre y era Navidad, Navidad en media noche y más flores y flores sobre el empedrado de Villa Crespo sin gente.
Atrás en el tiempo a Buena Fortuna lo enterraron en los parques de Palermo, a las dos de la mañana. J y P llegaron a pie con una pala de jardinero profesional. Una pala de un metro y medio de alto, pesada, con mango de madera lustrado y base de acero pintada en negro, afilada, afiladísima para clavar en la tierra, para trozar cascote o carne. Z envolvió al gato Buena Fortuna en una pañoleta de seda lila con flores verdes y rojas. Le había dejado al descubierto el hocico tan rosado, después lo volvió a cubrir y le enredó cintas y moños como paquete nipón; lo recostó ataviado y con honores, algodonado, dentro de una caja blanca que fuera de botas de alta caña. En hiragana escribió: ねこ
Era tan lindo. Muerto parecía un almohadón de arena.
Buena Fortuna murió con los ojos abiertos; Z creyó que estaba vivo, lo acarició por demás entre las orejas blancas y peludas. Z se estremeció cuando el alma del gato no chispeó en los ojos y en la impresión ya no supo qué acariciaba a qué. Al rato G dijo que lo bajara a la calle, que lo dejara en la basura, porque era la hora del camión
sino los cartoneros,
el tren blanco
la vio de relámpago con una bolsa consorcio entre las manos, una cosa que estiraba y abollaba sin cadencia.
Z llamó desconsolada a J y J vino con P y P con una pala. Eran las dos de la mañana. Habían cruzado en diagonal las barrancas de Belgrano,
en zapatillas una, en borcegos la otra
-del Ejército de Salvación, los borcegos, de la Avenida Patricios
y la pala era del padre de P, o del tío, del tío Manón, ése que obsequiaba a nietos e hijas colgajos colgantes de huesos mal cremados de su difunta esposa; ése, cuando esparció las cenizas sobre las altas matas de dalias y hortensias en flor, el jardín verde reverdecido espolvoreado de alma le tornó a gris alunado con el rugido del vendaval de sudestada y un inmediato aguacero lo enchastró todo, pero los restos que nunca alcanzaron el polvo santo impusieron su presencia y la mandíbula flotó en los prolijos canteros de las rosas, en los espiralados de la ruda macho y luego, huidiza, presa de una fuerza hidráulica, paseó dando tumbos por zanjitas hechas a trabajo de pala sobre la tierra.
Ésa era la pala.
G no entiende de muertes, es un bloque de ausencia, le resulta moroso enterrar un gato que pronto olerá mal en los parques de Palermo,
en esa madrugada de un día hábil,
cavar un pozo en ese parque sucio que presiente sin sosiego,
chirlo de garúa bajo los árboles que entrelazan con la noche en lo oscuro de la nunca luna.
Apenas una montañita despareja de casquijo y tierra cubrió la caja; todas las muñecas forzadas y dolidas y el alba que llegaba desde el río con la mirada de un curioso que simuló amenazas en penumbras.
Z quiso menos a G después del alba.
Era víspera de Navidad y en la tarde naciente le había tomado una foto a Buena Fortuna enmarañado en una guirnalda roja desde la coronilla hasta el final de la cola florida; al rato, como si hubiese querido atrapar un pájaro divino el gato Fortuna saltó y voló desde el balcón. Era la tarde. Y murió a la noche, murió cuando Z regaba una rosa china.
Al día siguiente de enterrar a Buena Fortuna llovió llovidísimo y Z se aventuró, acuática, al microcentro en un colectivo que atraviesa el circuito de lagos de los parques inundados; la caja de la noche no es caja en la mañana. Entre olas y olitas que empantanan el golf del Bajo Belgrano, un remolino de ramas ranas y barro se levanta y las ruedas ruidosas del micro pisan asfalto y vereda y los patos nadan por las calles con un desconcierto de plumas que eriza el viento,
nadan, porque es lo que hacen antes y después de una tormenta en la calma,
nadan sobre el pasto sumergido hacia el canto gruñón de un bicharraco gordo que pispea el horizonte rivereño,
nadan, flotan gordinflones y arrastran con esas pataletas de largas pezuñas el chall de flores brillantes que honró a un gato de arena. Todo es un lagunón desproporcionado, un verano que inicia la lluvia, una lluvia que inicia un pantano, un pantano despojado de fortuna que insistirá en hundir, fallido, lo que no deja enterrarse; siempre hay cosas peores que la muerte, las zombies lo saben bien; pesarosas deambularán el futuro a la deriva Z y G, G y Z en una resta ineluctable de amor cada vez.
Ahora Z siente la primera gota que cayó sobre su pie desde el cajón hinchado sin sellar de esta calurosa navidad mortuoria; el padre de J ha comenzado su licuefacción; como entonces, por el rabo de la vista pasan las cosas, o por debajo de la mesa o por debajo de la ropa, o por lo bajo este JPadrePodrido se está licuando, suda muerto, le han vendido un cajón pinchado, un cajón pinchado es peor que un forro, el muerto aprovecha y le invade el pie, se lo abusa en excrecencias el muy impune y Z no puede salirse y lo ve caer mientras J mira para otro lado, gota tras gota, Z no puede quitar el pie, se le adhirió al piso, eso que cae es un pegamento tremendo, el JPadrelicuo no es un lavapiés, ni siquiera un limpia fondo, es un padre licuo viscoso y pegador que gota sobre gota apesta y derrama lo último en esa borra espesa del final, arriba del piecito delgado que nunca tuvo la sirena y gotea, gotea, justo sobre el dedo gordo libre de sandalia, entre la carne y la uña pintadita de rojo como una ciruela.
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Del libro: Dónde tienen la boca estos peluditos? Inédito. Libro q obtuvo la primera mención de honor en el FNA 2019.
Vanesa Guerra ha publicado Walser, traductor del limbo. Un ensayo. Bajo la luna, 2017; Síndrome del Montón (novela). El 8vo Loco y Tren en Movimiento Editores, #ColeccionFueradeSerie Argentina, 2016. (Novela Finalista en La Resistencia Editorial Alfagura y elFoco.com, México 2001); Cómo sopla el Serpentino cuando no canta el gallo (novela) Editorial Bajo La luna, Argentina 2012; La sombra del animal (relatos) Bajo La luna, 2008 – Primer Premio del Fondo Nacional de las Artes; Argentina 2007; Metáforas del lunar conyugal (relatos) Colección La Buena Pipa. Editorial Nueva Generación, 2000. Co-organizadora del ciclo Recital de lecturas y licores en Caburé San Telmo desde 2018 hasta la actualidad. Ejerce como psicoanalista en Ciudad de Buenos Aires y Carmen de Areco.