Foto: Chad Stembridge on Unsplash
EL CULTIVO DE LO QUE CONOCEMOS
Sobre “Los llanos” de Federico Falco
He construido un jardín como quien hace
los gestos correctos en el lugar errado.
Errado, no de error, sino de lugar otro,
como hablar con el reflejo del espejo
y no con quien se mira en él.
Diana Bellessi
De vacaciones me llevé tres novelas: “Las primas”, de Aurora Venturini, que tenía por la mitad, “Monchi Mesa” (el segundo de Marina Closs, que recibí de parte de la editorial porque el primero “Tres Truenos”, me había fascinado y lo había recomendado mucho) y este, la primera novela de Federico Falco, a quién nunca había leído.
Durante la cuarentena estricta, los ritmos y circulación de la lectura se dispararon en direcciones diversas: el relato de algunxs fue que fue el año que más libros leyeron, se multiplicaron los bookstramers, los challenges literarios, brotaron cientas de tiendas online de libros y clubes de lectura.
Para otrxs, en cambio, debido al exceso de trabajo virtual o semi presencial, les fue muy difícil concentrarse y tener la calma y el tiempo necesarios para poder leer. En mi caso aún no lo llego a definir bien lo que pasó: soy librera, trabajo con libros, amo la lectura, pero –y quizás en parte debido a eso – hace tiempo que no lograba leer un libro hasta el final. Saltaba de uno a otro, entre los que no había terminado y los que quería empezar, buscando acaparar, estar al tanto de las novedades, mientras mezclaba ensayos y notas de algún filósofo o científico tratando de explicar la incertidumbre del momento. Releí “La enfermedad y sus metáforas” de Susan Sontag; con unos amigos nos pusimos a estudiar por Zoom “Seguridad, territorio y población” de Foucault, que naturalmente no terminamos. A la madrugada, me llevaba a la cama algún clásico que tenía “pendiente”, que me “proponía” leer este año, como Frankenstein o Cumbres Borrascosas. A las pocas páginas, me quedaba dormida. Un día cuando me abstraje de la escena de la computadora llena de tapas de libros que día a día tenía que cargar a Mercado Libre y otras plataformas, copiando descripciones casi sin mirar, me sentí alienada y creí haber perdido toda esperanza con la lectura, me vi en jaque: yo era quizás una impostora, quizás en el fondo ya no me gustaba tanto leer.
Conocía, por supuesto, al autor de nombre, supe en su momento que era un cuentista nuevo y que le estaba yendo bien a sus libros, sabía incluso que decir de sus cuentos sin haber terminado de leer ninguno, solo los principios, en algún avistaje apurado entre las tareas de alguna librería. Decía cosas como “son cuentos fantásticos, muy buenos, con personajes raros como un diseñador de cementerios que por fin logra su obra maestra o una señora que se mete adentro de la jaula en un zoológico”. Cada vez que empecé alguno me pareció que estaban bien construidos, que ese autor “escribía bien”, o que su estilo podía gustarme, hasta podría haberle inventado un género si quisiera: el “weird-naturalismo”. Hay, creo, en los cuentos siempre algo de artificio que es más necesario que en las novelas, algo que lo que los hace “funcionar” bien: el uso del tiempo, el manejo de la tensión… y los finales, que en cuanto a los cuentos de Falco, desconocía.
Cuando Los Llanos llegó a la librería, leí las primeras dos páginas mientras lo cargaba y el dueño me pregunto “¿y este que tal?” . “El principio es muy hermoso”, respondí. El 31, luego de elegir algunos libros de regalo para amigxs que iba a ver en el viaje, me lo compré.
La historia de Los Llanos es simple, llana y el ritmo de la escritura emula el de un paisaje bien concreto y conocido: el de General Cabrera, en Córdoba, pueblo natal del autor, al que Fede, que es escritor, vuelve tras su separación con Ciro, decidido a empezar de nuevo y amar una huerta. Si bien es sutil en el uso del recurso, la apuesta por la autoficción del libro está clara desde el comienzo: no se va a contar la historia que le pasó a otro y tenemos derecho a pensar que los personajes son además, personas fuera de este texto.
Dividido en capítulos por los meses del cultivo, va pasando también el tiempo desde “lo que pasó” en Buenos Aires, y el de la vida que intenta armarse Fede en ese terreno en Cabrera, al que por primera vez llegó “El primer Juan”, su abuelo.
A medida que avanzaba, aún no lograba convencerme no de la escritura, sino de que “esta” fuera la novela que más me estaba gustando de las que había traído, alternaba con uno o dos capítulos de “Las Primas”, me llevaba por las dudas el de Closs para empezarlo. “300 páginas de un tipo haciendo una huerta. Esto en algún momento me va a pudrir”, pensaba al terminar “Febrero”. Después de “Marzo”, el tercer mes, estaba totalmente cautivada, y cuando iba a dar paseos por el lugar donde estaba me di cuenta que la lectura me estaba sensibilizando, que mi percepción cambiaba, me daban ganas de escribir, o más humildemente de anotar cosas que veía, les veía historias, como si por fin estuviera aceptando mi lugar de escritora como como cosa natural (in)significante. Como dice el poema de Ron Padgett que abre el libro “quizás el paisaje también puede entender lo que digo yo”.
Y es que en esta novela autoficcional, el elemento “fantástico”, está en el procedimiento: mediante el cual una historia se trasvasa en la otra, en cómo el ritmo del relato aparentemente monótono y descriptivo referido al cultivo, se entrelaza con el del tiempo vertiginoso -por momentos el soliloquio- de la vida mental y emocional sacudida tras un duelo. La novela va acelerándose y desacelerándose a sí misma, hasta lograr una conspiración (una respiración compartida) de las dos líneas narrativas. Y cuando un equilibrio ocurre, parece que es por verdad, como en los buenos poemas, no por artificio.
Mientras la acelga se semillea o se pasan los tomatitos chinos, van brotando las escenas de este amor fulminante, sobre el que sabemos muy poco al principio, entre estos dos hombres, uno del campo y el otro de la ciudad.
En una entrevista con Malena Rey ante la pregunta de por qué eligió contar una historia de amor entre dos varones, mencionando que este aspecto casi no aparecía en sus cuentos y se vislumbraba apenas en su anterior libro “Cielos de Córdoba”, el autor responde, sencillamente:
“Porque es lo que conozco”.
Quizás en esta novela se cristalice cierta maduración al respecto de cómo estamos aprendiendo a contar nuestras historias las personas del colectivo LGTBIQ. Quizás ya no necesitamos tanto decir quiénes somos, o simplemente que lo somos, que existimos, que somos personas y sujetos de derecho. Nuestras identidades y orientaciones sexuales si bien aún se discriminan, se confunden, se reprimen y se violentan, ahora son ineludibles: se reconocen. Esto nos da un gran alivio y una postergada libertad, y a la vez nos deja expuestxs. Pero quizás, en la escritura, después de siglos de escribir siendo censuradxs o de no ser leídos ni publicadxs, podamos empezar a relajarnos un poco, contar ya no tanto quiénes somos, sino qué hacemos o hicimos con lo que somos; permitirnos contar nuestras historias como son, sin buscar maravillar, escandalizar o gustar, historias que seguro sean radicalmente distintas y a la vez en otras cosas similares a las de las personas heterosexuales. Contar lo que conocemos.
Dice Didier Eribon en Regreso a Reims, un libro autobiográfico del sociólogo en torno a migrar como homosexual dentro de Francia:
“cada uno de nosotros lleva en sí la marca del lugar donde nació, del “lugar” que le corresponde o le correspondió anteriormente, pero que sigue siempre presente en todas las situaciones que puedan vivirse a continuación, a pesar de los cambios y las experiencias que se atraviesan. El tránsfuga es tal vez, de un modo u otro, alguien que ha huido, pero también alguien que no logra jamás escapar del todo, porque el mundo en que se encuentra le recuerda a cada instante que el mundo del que viene era diferente “.
Esto es un poco lo que pasa a Fede, al volver a Cabrera, donde nunca nadie supo de su orientación sexual. Irrumpen recuerdos de infancia y adolescencia, recordando esa vieja identidad, la cotidianeidad nueva con el pueblo natal impacta directamente en quién era el, y en la pregunta de quién es ahora, que, separado de Ciro, su primera pareja homosexual visible, vuelve a la vida del pueblo y a la época en la que aún no comprendía que le gustaban los varones.
De a quiénes por mucho tiempo nos controlaron, es esperable que tengamos un problema con el control. Así como la huerta se subleva (pasa sequías, heladas, temporales, un ataque de los chanchos del vecino), un poco lo mismo pasa con la metamorfosis de este duelo y con la redefinición existencial de Fede. También pasa con la escritura, sobre la que cada tanto hay devaneos, citas y reflexiones, para nada anodinas como esta:
“No se puede controlar una huerta y eso a veces me exaspera. La huerta no crece de mi deseo, sino de su propia potencia la potencia de su semilla y se da en medio de accidentes. Con la escritura pasa más o menos lo mismo: a veces al escribir, tenía la ilusión de que controlaba el texto pero en realidad todo se daba de una manera en que casi me excluía: brotaba, lo que podía en medio de mis propios accidentes, mi neurosis, mi cansancio, mi vagancia, mi temor a que van a decir, ¿se aburrirán?, mi miedo a que no les guste, a que cierren el libro a la mitad y no sigan”.
Nada más lejano. “Los Llanos” es una novela singular, porque es genuina, pero a la vez inteligente en su entrega, algo incomún en la literatura argentina y aún más en el caso de las novelas autobiográficas. Y llegué, esta vez sí y conmovida, hasta el final.
Melina Alexia Varnavoglou (Villa Ballester, 1992). Estudia filosofía, atiende la librería Otras Orillas y es militante feminista. En 2019 publicó Por mano propia, su primer libro por la editorial Caleta Olivia. Organiza, junto a Flor Minici, el ciclo de poesía transfronteriza Quiero tomar una coca contigo.