Un cordero

Agnus dei, mi amor. Mariana Docampo

Foto: Nadia Supertino on Unsplash

AGNUS DEI, MI AMOR

Mariana Docampo

 

Día uno.

 

Hace muchos años estábamos con mi novia lejos de Buenos Aires.  Era una casita sin luz frente al mar y todo parecía estar en calma.  Fumábamos y nos reíamos y escuchábamos el murmullo del océano y del viento afuera.  Pero de repente, todo se puso raro y se desató un ataque de pánico en mi cuerpo.  Todo lo lindo se transformó en feo.   Las persianas estaban cerradas y la vela derretida sobre la mesa.  Y cuando cerré los ojos (o incluso no los cerré), tuve la visión de un gran cordero sacrificial, brillante y quieto, arriba de un altar, similar al de Jan van Eyck, pero sin ángeles ni gente a los costados.  Solamente el cordero, que expedía siete largos rayos de oro y me miraba con ojos inexpresivos desde las páginas iluminadas de un libro abierto.  La visión tomó otros rumbos, pero la imagen del cordero quedó fija en algún lugar de mi cabeza, como un pedazo de materia incrustada en medio del vapor mental.

Mi ex me regaló para navidad la respuesta a Job de Jung.  La pobre persona frente al dios todopoderoso -inseguro más que sádico, según el psicólogo- que todo le quita al recto varón, sobre llovido mojado.

Con la sola excusa de probar su amor, Yahveh le saca a su siervo todo lo que tiene, bueyes y asnas, criados, camellos, hijes -cada pertenencia del varón-, lo llena de sarna.  Y ya en el suelo, aferrado Job a un pote con cenizas con las que se rasca, su esposa lo interpela: “¿Y aún así, pobre y vencido, seguís teniendo fe?”  Tres amigos se sientan junto a Job y razonan con él: “algo habrás hecho”.  Pero el hombre niega con la cabeza, “en cada cosa fui recto”.  A partir de ahí, empieza a ver todo negro.  Preferiría no haber nacido, retroceder hasta el vientre de la madre y que el cuerpo femenino lo absorba y se cierre, y lo empuje hacia la oscura noche sin tiempo y sin lugar.  Da rienda suelta a la lamentación, una catarsis larga y quejumbrosa.  Está deprimido, quiere que se lo trague la tierra.  ¿Por qué a los malos no los castiga, y en cambio a mí, que soy bueno y sin tacha, me abandona en la desgracia?

 

Pero el dios irrumpe entre las nubes, lanza rayos y centellas, quiere dejar en claro cómo viene la mano: “¿De qué vientre salió el hielo? -grita rabioso- Y la escarcha del cielo, ¿quién la engendró?” -dios se pasea cerca del hombre con su gran cuerpo de persona, lo apunta con el dedo- ¡Todo lo que hay bajo el cielo es mío! Vos incluido.  Así que por empezar, no cuestiones mi criterio, porque no lo entendés-.  Y el honesto se postra una vez más ante el creador, se declara ignorante.   Pero aunque Yahveh sabe que se equivocó con el pobre hombre, no va a reconocerlo.  Otra vez, algo le pasa.  Sus oídos tintinean, un fuego sutil corre bajo su piel, la lengua se le espesa y está pálido más que la hierba. ¿De que duda dios? ¿Qué lo intranquiliza? Mira alrededor, ¿toda esa generosa creación ofrecida a la persona sin pedir nada a cambio?   Pero la cosa no da para más, se da cuenta de que «se le fue la mano», así que termina exonerando al inocente.  Sin dar mayor explicación, le restituye todo lo que le sacó, las asnas, les hijes, lxs criadxs, le devuelve sus riquezas.  No hay ninguna recompensa para el hombre más que la experiencia de haber sido sometido a los injustos castigos de su gran amor.

 

Veo al dios de Job como a una amante poderosa y arbitraria, insegura en el fondo, pero, como resultado, despótica.  Vivo la emoción de Job a veces, la completa zozobra de estar enamorada y ofrecida en holocausto a esa que tal vez porque no está segura de que la quiero, me pone debajo de su zapato y aplasta las flores que traje para ella y todo mi jardín, me deja vencida y cubierta de cenizas en medio de un charquito.

La historia de Job habla de la justicia, y del poder, pero también del amor, o al menos, de un modo del amor.

 

Leí esta historia por primera vez en la biblia de los niños que usábamos en el colegio, y que guardaba en un cajón con mi rosario de plástico, mi insignia de guía exploradora y mi pañuelo.  En ese entonces la vida estaba por delante y el mundo por descubrir.  Yo creía en el bien y en el mal, y en el comportamiento recto, en una vida de soldada.  Por eso esta historia era como una piedra en el camino, una gran piedra en el centro de la biblia.

 

Rogger Callois dice que la idea del sacrificio en las distintas culturas es un intento de poner a la divinidad al servicio de la persona, algo así como un “pagar a cuenta”.  Job sacrificaba corderos, en todo se adelantaba al dios, en todo se mostraba merecedor de sus bondades.  Tal vez el Otro rechazó el soborno y levantó la vara.  Él dirá cuándo y cómo y hasta dónde, porque no va a dejar en manos de una infumable persona, así como así, sus espléndidos campos y sus montañas, sus mares inabarcables y sus misteriosos pulpos, caballos y peces, ni tampoco el mundo sutil de las emociones positivas: la alegría, el bienestar, la felicidad.

Y aquí estamos, destruyendo sin la compasión que suplicamos, todo aquello que fue ofrecido a nosotrxs.  Las montañas dinamitadas, los lagos podridos, los mares contaminados, los pájaros cansados, los cuerpos enfermos y asustados.  Vi el otro día una cigüeña sucia y despeinada rengueando en la Costanera y pensé en Job y en la traición.  En el amor-traición.

 

 

Día dos

 

Nos juntamos con G en El Banderín a tomar una cerveza. Hace mucho que no la veo, está cada vez más linda.  Se quita el barbijo y se acomoda el pelo.  Me dice, sin dar vueltas, que mi texto “La cara de Jesús” que publiqué hace poco en esta revista es totalmente europeizante.  Veía venir el comentario así que llamo a la moza y le pido unas papitas para ganar tiempo y pensar qué le contesto.  Citar a Bach -insiste G-, el cristianismo, toda esa cultura impuesta, patriarcal, ¡en latín!  Cualquier cosa, Marian, yo no te quise hacer ningún comentario en Instagram, pero no, no, re colonizada.

Ya en casa voy a la deriva entre mis libros y encuentro una entrevista a Grombrowicz  en donde define la cultura como la “violación de un débil por un poderoso”.  Le saco una foto y se la mando por Whatsapp.  Sé que G. tiene sus contradicciones, y le gusta el machirulo, así que lo acepta como cita de autoridad.  Intercambiamos corazones y caritas, le digo que me encantó verla, lo cual es cierto, cada vez.

Es debido a este llamado de atención de G que decido no mencionar en este texto el Agnus dei de Bach, ni el de Samuel Barbel, que me conmueven, sino el de Ariel Ramírez, que también me conmueve, y que además cantábamos con las guitarras en la iglesia cuando yo era chica y de grande escuché interpretado por Mercedes Sosa.  Era cuestión solamente de buscar un poquito entre los cacharros de la memoria, para que no quede aplastada la hierba argentina, aunque la “argentinidad” me estremezca.  Mi tía Pinta decía de Mercedes Sosa en los ’80: «esa negra comunista llena de plata que da vueltas por Europa con el bombo y nos hace quedar como indios».

El Agnus dei es el pedido de compasión al dios.  Se funda en la idea de una humanidad sufriente pero a la vez culpable, y la esperanza de que algo superior a ella pueda venir a sacar las papas del fuego cuando la cosa se pone insoportable.  “Entiendo que hay una responsabilidad en mí, pero ojo que yo no pequé, simplemente viví, y te fui dando mis corderos como pensé que vos querías, y aún así me fueron pasando todas estas cosas horribles que vos mismx podés ver y que con tu gran poder podrías aliviar fácilmente”.  Pero la divinidad solo logra la redención del humano sacrificándose a sí misma, la compleja idea del dios desdoblado en persona que sufre su propia crucifixión: víctima-victimario-redentore, cordero de dios.

Tené compasión de mí, patrona.  Ya no doy más.

¿Y por qué el cordero sigue sirviéndose en las mesas?  La persona que se come el cordero, se engulle el sacrificio.

Mi amiga Lala, una vez, en San Luis, se negó rotundamente a comer un cordero en un lugar en donde nos los ofrecían cocidos y baratos en sánguches o al plato, mientras que sus hermanos vivos caminaban cerca de nosotras, husmeaban con sus hocicos entre nuestros bolsos y nuestros pies, se trepaban unos sobre el lomo de los otros para extraer de las ramas de los árboles sus frutos y sus flores, y las hojas bañadas por la luz del sol entre las montañas.  Lala empuñó una mano e iracunda les gritó a los asadores: ¡Dejen vivos y libres a estos animales, son sagrados!”

¿Ante quién lloramos cuando lloramos?

Amor, amor.

 

Columnas de la autora: Anterior / Posterior


DocampoMariana Docampo es escritora y licenciada en letras por la Universidad de Buenos Aires. Tiene publicados seis libros de ficción: Al borde del Tapiz, El Molino (premio Fondo Nacional de las Artes), La fe, Tratado del Movimiento, La familia y V; y la crónica autobiográfica Tango Queer Buenos Aires (Beca del Bicentenario 2016). Es profesora de escritura en distintas instituciones y coordina talleres literarios de escritura y de lectura de manera privada.  Profesora de la materia Lectura para escritores III de la carrera de escritura creativa de Casa de Letras.  Desde el año 2011 dirige la colección “Las antiguas” de la editorial Buena Vista dedicada al rescate de obras de las primeras escritoras argentinas. Es co-guionista del largometraje “Marilyn” (68 Berlinale Film Festpiel Berlin). Coautora del libro de entrevistas “Sara Facio. La foto como pasión” (Planeta, 2016). Es la fundadora del espacio Tango Queer de Buenos Aires y organizadora del Festival Internacional de Tango Queer de Buenos Aires.