Foto: takahiro taguchi on Unsplash
EL VIENTO EN LA BOCA
Es curioso cómo funcionan los recuerdos. Su mecanismo egoísta y autónomo es una rareza que siempre me llamó la atención. Durante mucho tiempo creí que había cierta lógica en el proceso mediante el cual nos volvíamos capaces de guardar algunas cosas y otras no, pero lentamente comprendí que, a veces, retenemos detalles, situaciones y momentos sin una explicación concreta. O al menos ninguna que se pueda ofrecer de manera consciente. Se llamaba María y nos conocimos en una fundación donde ambos tratábamos nuestro alcoholismo. Todos los jueves, muy temprano a la mañana, asistíamos a reuniones terapéuticas junto a otros compañeros con quienes compartíamos la endiablada pasión por la bebida. Y aunque en esta enfermedad todos somos iguales, lo de María no aparentaba ser tan extremo. Sin embargo, allí estaba ella dispuesta a presentar batalla. En cada encuentro debíamos hablar de forma obligatoria, expresar lo que sentíamos y verbalizar los supuestos beneficios de controlar -al menos momentáneamente-una situación que era común para cualquier persona,pero que, a nosotros, por diversas cuestiones, nos resultaba casi imposible atravesar sin padecer las consecuencias. Un día, luego de enumerar las ventajas de la abstemia, conté lo tedioso que me resultaba el viaje hasta ese centro de rehabilitación. El periplo se iniciaba con las doce cuadras fatales que debía caminarhasta donde esperabaun colectivo cuya frecuencia era un verdadero misterio y que, incluso, hasta podía darse el lujo de no pasar nunca. Cuando terminó esa reunión, María se acercó y me comentó que ella se trasladaba desde un lugar cercano al que vivía yo, y que con todo gusto podía llevarme. Acepté inmediatamente. Le dije que podíamos compartir los gastos, arreglamos un punto de encuentro y comenzamos a viajar juntos. Antes de las siete, cuando en primavera la potencia del sol es lo suficientemente fuerte como para ver con suma nitidez el trajinar del mundo, ella pasaba a recogerme frente a una estación de tren. Al principio nos saludábamos con cierta distancia y yo aprovechaba esa incomodidad para buscar en mi mochila el dinero con el que pagaría los peajes de la autopista. Como suele ocurrir con cualquier pareja de desconocidos puestos a merced de la repetición y la cercanía, a medida que fueron transcurriendo las semanas, la conversación se volvió más fluida. Y así fue que, de repente, sin reconocer el instante exacto en el que comenzó a suceder, nos vimos hundidos en ese tipo de diálogo en el que no caben censuras y uno asume el riesgo de decir más de la cuenta, amparado, tal vez, en la novedad del vínculo. De a poco, fui perdiendo el interés en las reuniones de la fundación, y si bien lograba mantenerme sobrio, el espacio en el queme sentía más seguro y me atrevía a contar lo que me pasaba era ese pequeño auto en el que, los jueves, íbamos a los grupos. Ahora, ni bien me recogía, ya nos hacíamos bromas, relatábamos historias incomprobables, criticábamos a nuestras familias. También, algo que se hizo habitual de cada viaje, fue que apostáramos qué camino convenía tomar para evitar el tráfico de la hora pico. Vayamos por el atajo, me decía. Y entonces abandonaba la autopista por una calle fantasma que rodeaba un viejo centro comercial y que en contadas ocasiones nos hizo ganar algunos minutos. A María, la sobriedad se le comenzaba a complicar. Lo que más extrañaba eran los cócteles vespertinos del hipódromo, a los que acudía religiosamente en compañía de una amiga. Allí, se confundía con oficinistas del centro, estudiantes universitarios y políticos de relativa influencia, que bebían cantidades industriales en horarios en los que la mayoría de la gente aún permanece en el trabajo. Por mi parte, pese a mantenerme limpio, tantos años de internaciones y recaídas a cuesta, habían ejercitado la prudencia y moderado mi efusividad ante los logros. No creo que exista algo más frágil que la pausa de un adicto. Sin embargo, con María no hablábamos de nuestro problema. A la distancia, creo que eso se debió a que ninguno precisaba contar lo doloroso que es vivir con un deseo incontrolable y ser tan débil frente a algo que la parte más racional de tu cerebro advierte a los gritos cuánto te lastima.Una noche, de la nada, cedí a la tentación. Una copa nomás, me dije. Pero sabía que era mentira. Y otra vez llegó el torbellino y todo aquello que había logrado conseguir se deshizo en segundos. Abandoné el tratamiento y regresé adonde siempre.Me cuesta horrores recordar con exactitud la cara de María, sus rasgos distintivos. Creo que, si me pusieran en frente a uno de esos peritos dibujantes de rostros que se aparecen en las películas policiales y apenas con un par de datos hacen unos retratos increíbles, conmigo fallaría, porque no sabría qué decirle. Tampoco podría precisar, por ejemplo, su altura aproximada, el estilo de su ropa, los colores que solía usar, la manera de caminar o si su cuerpo era de tal o cual forma. Incluso ya olvidé la infinita cantidad de relatos que nos contamos, cuáles fueron las cicatrices de su infancia o esa clase de sueños que, el simple hecho de imaginar, nos provocan escalofríos. Olvidé el nombre del psicólogo que coordinaba el grupo, y en ese mismo olvido a mis compañeros de entonces; la fachada de la fundación; la arquitectura de su edificio; quién me pagaba las cuentas; cada cuánto veía a mis hijos; de dónde sacaba fuerzas para fingir que una botella solo era un envase de vidrio. Es como si ese período se hubiera extinguido de mi memoria. De María guardo retazos de su biografía, hojas sueltas, inconexas. Piezas de un naufragio incapaces de contar lo que fue y que, en todo caso, sirven únicamente para comprobar su existencia. La absurda marca de gaseosa que compraban en su casa, un primo que murió en la costa del río, los vestidos de novia que diseñaba con un talento innato, los cursos de cine que dictaba su madre, el hermano que vivía en otro país, la pronunciación perfecta con que cantaba canciones en otro idioma, el modo en que se reía mientras sus ojos se achicaban casi hasta desaparecer. Me quedan esas partes. Lo demás transita los laberintos de esa asfixiante nebulosa sobre la que se cimienta el pasado. Hoy que el presente es una circunstancia y el horizonte se torna confuso, pensar en ella -los viajes que hicimos juntos, la complicidad, la sensación maravillosa de hallar a alguien capaz de hacerte sentir -, es el tipo de excusas que algunos necesitamos para seguir adelante e intentarlo una vez más. Dar el primer paso para salir de este infierno.
Isaac Castro (Morón, 1982) es graduado en la carrera de Letras por la Universidad de Buenos Aires y se dedica a la docencia, el periodismo y la gestión cultural. Escribió las obras de
teatro Quienes verán oscurecer basada en Los desterrados de Horacio Quiroga (2005) y
Flores para dos mujeres solas (2007). Publicó los libros de poesía Brillantina (2006), La farsa de la mariposas (2010), Las centellas (2012) y La matemática del cuerpo (2018). Participó de la Exposición de la Actual Narrativa Rioplatense con su novela breve La noche inmóvil (2014) y es autor del ensayo Música de Manos Vacías. Caballeros de la Quema. Postales del rock en la Argentina de los noventa. (2017). Textos suyos aparecieron en diferentes medios digitales, suplementos y revistas literarias.