La casa cactus. Flor Monfort

Foto: Honey Yanibel Minaya Cruz on Unsplash

LA CASA CACTUS

Flor Monfort

 

Hay personas que viven rodeadas de cactus, de los más peligrosos y espectaculares, esas especies grandes que pronto se convierten en árboles cuyas ramas son puro filo y hostilidad; salen flores en primavera, es cierto, pero no alcanzan a atenuar su amenaza con perfume y belleza.

Conocí a una de esas personas y, bajo un hechizo tonto y veloz, me fui a vivir con él. No lo culpo por esta decisión, solo me hubiera gustado estar más protegida, por ejemplo, por un traje especial, como los que usan los apicultores. Me lo hubiera puesto de vez en cuando, al menos para no lastimarme tanto. Más protección hubiera sido imposible, cuando el amor se instala es un ardor bienvenido que no mira a los costados.

Volviendo en el tiempo, recuerdo que enseguida aprendí el camino zigzagueante que había que hacer para esquivar a los cactus, también comprendí lo aferrado a ellos que él estaba y que lo habían ayudado todos esos años previos a conocerme a sobrellevar la soledad: esa que se elige pero además se padece. A mi pareja amante de los cactus la llamaremos G.

Le pedí a G que algunos de estos monstruos de filos sea removido pero fue inútil, prácticamente había un nombre detrás de sus dagas y entendí que su poder era más elevado del que yo sospechaba. Cactus que se heredan, que se han plantado desde niños, cactaceae que se trae desde lejos, suculentas encontradas en la calle en macetas misteriosas, había una resistencia casi religiosa a podarlos o cambiarlos de lugar, ni hablar de deshacerse de ellos: solo había que cuidarlos y venerarlos. Los cactus se convirtieron pronto en vigilantes de G, de su propiedad y de su inmunidad emocional.

Empecé a sobrevivir entre los cactus de la casa del miedo, una vida en pareja rodeada de esas navajas contiene muchos mensajes ocultos que no supe ver a tiempo. Las personas cactus son celosas de sus poderes: no quieren hablar de los pinches, esperan sigilosamente la distracción del invitado (porque en una casa cactus no hay lugar para dos) para agujerearlo, cuando no hacen trastabillar al intruso y lo clavan con sus espadas.

Es imposible sentirse bien en una casa cactus: a lo sumo se puede aspirar a no sentirse mal. Circular cuidadosamente y en estado de alerta, siempre con el estrés del ataque inminente porque sobra decir que los cactus están ubicados estratégicamente en lugares donde es imposible esquivarlos. Es esa mirada puntiaguda lo que quería evitar, mientras regaba las plantas o colgaba la ropa el viento me regalaba hordas de espinas minúsculas en los nudillos.

Dentro de la casa las cosas no eran mejores: yo intentaba cultivar otras plantas pero de algún modo G se las ingeniaba para correrlas de lugar, que perdieran la luz de la que se alimentaban y con ella, la vida. En cambio los cactus sonreían poderosos desde sus rincones, puertas adentro, mucho más medidos y discretos, pero ocupando las tierras. Llegue a contar 62 cactus en todo el lote de esa casa que nunca me perteneció pero a la que aporté con amor y paciencia. Pensé en asesinar a los cactus uno por uno y ver si eso lograba una mayor suavidad en la energía que nos envolvía pero no, incluso cuando logré que el cactus más grande fuera corrido de su trono, en una jugada de esas que incluyen lágrimas y reconciliaciones amargas, el monopolio de la espina siguió firme su curso.

La del cactus es una filosofía del mal, una poética del terror: la belleza del aguijón y ese milagro que es ver nacer la flor un dia, camuflan los males que provoca su presencia: mal augurio es poco, lo que pasa con los cactus es que las personas se vuelven inquietantes, quien se para junto a un cactus a mandar mensajes de espaldas a la vida familiar está tecleando un código secreto, un mantra para su seguridad que excluye al resto. Fui perjudicada por esos efluvios pero sobre todo porque G defendía a las criaturas como si fueran partes de su alma. Un alma llena de navajas no logra suavizarse con buenas prácticas, aprendí, pero tampoco se endereza con piñas y gritos.

El silencio pareció ser un buen aliado de este organismo en forma de cactus que ya formaban mi novio, su casa y sus cactus, pero como sabemos, el silencio es otra forma de la violencia, y una de la que tiene peor cara. Por lo que pronto aprendí que esta tríada de fuego era impenetrable, justamente, lo verde y jugoso se recubre de clavos para no ser tocado. Que el alma de tu media naranja no quiera ser tocada es triste e irreversible pero que además se defienda de tu ser sin distinguir tus tonalidades es perturbador.

A veces tengo la sensación que hago todo por protegerme, vivo a la defensiva, mi cuerpo tenso en estado de alerta y desesperación. El día que quise irme, derrotada por la potencia de la casa cactus sentí una tristeza tan grande, el agujero negro que se abría delante mío era tan oscuro que agarré a los cactus y me hundí con ellos, acariciada por sus bordes, para extrañar menos.

Creo que absorbí lo mejor de esa energía de supervivencia. Me convertí también en un cactus sin flores. Petiso, poderoso, con agujas muy finas y camufladas, verde brillante, capaz de subsistir en el más cruel de los desiertos.

 


Flor Monfort

Flor Monfort nació en Buenos Aires en 1976. Estudió Filosofía en la UBA, es periodista, subeditora del suplemento Las12 de Página12 y autora de los libros Luna Plutón (Caleta Olivia, 2018) y Las rusas (Rosa Iceberg, 2018). Actualmente da talleres de escritura y lectura de autoras.