Ph: Marco Ceschi on Unsplash
LA CARA DE JESÚS
Cuando le hablo a mi novia de Jesús, se ríe. Le muestro uno de mis dibujos de la cara de Jesús. No lo tenía guardado, simplemente volví a repetir el trazo que yo hacía casi todos los días entre 1984 y 1988. En mi temprana adolescencia yo dibujaba, obsesivamente, la cara de Cristo en birome. Lo hacía en las clases del colegio, mientras las maestras daban clase. En vez de flores o arabescos, yo dibujaba a Jesús. Mi novia es joven, me dice “estás chapa”. No me dice “estabas” chapa, me dice que estoy chapa ahora -interpreto- por tener el pasado que tengo.
Leo este fragmento atribuido a Hermes Trimegisto incluido a modo de prólogo en una versión poética de El libro egipcio de los muertos: “Vendrá un tiempo en el que (…) la divinidad se retirará de la tierra y subirá al cielo, abandonando Egipto, su antigua morada, y dejándolo huérfano de religión (…) ¡Oh Egipto! No quedarán de sus religiones más que vagos relatos en los que la posteridad ya no creerá…”. Inmediatamente tintinea en mi pecho la chispa de lo sagrado. Yo pensaba que ese fuego estaba extinto, pero de pronto se enciende y como un fósforo alumbra un interior rocoso y desolado. En algún momento de mi vida esa llama estuvo en el interior de una lámpara: un sistema de creencias, un ordenamiento moral. Fue antes de que lo sagrado se despegara de las cosas como vapor, su abandono de la cosa. Y solo quedaron viejos fósiles y un paisaje lunar, de piedra y silencio.
Respecto de mis dibujos de la cara de Jesús, los hacía con mucha dedicación. Primero dibujaba un óvalo, como había aprendido a hacerlo en unas clases de dibujo que me llegaban por correo a la casa familiar. Debajo del óvalo hacía un triángulo con el vértice hacia abajo, que era el mentón, y lo tapaba con la barba. Luego hacía el bigote, arriba los dos ojos, y en el centro, la nariz, que era una línea con otra línea más corta cruzándola abajo, y los dos puntitos de los orificios. Después, me dedicaba al largo y lacio pelo de Jesús. Y hacia el final, me concentraba en lo más importante y diferencial de ese rostro: la corona de espinas, que cruzaba la frente de izquierda a derecha. Por último, esparcía algunas gotitas de sangre cerca de las espinas. G mira el dibujo de reojo y mueve la cabeza: “estás re chapa, M.”.
Cuando dibujaba el Cristo a mis diez, once, doce años no buscaba la representación, más bien era impulsada por la repetición. Eso que ya conté: los ojos, siempre iguales, la nariz, la barba, los bigotes, el pelo largo, la corona de espinas. Me quedaba parecido a Robert Powell en la miniserie de Franco Zeffirelli, que pasaban siempre en la tele por esos años, antes de la Navidad.
Un día, mis compañeras de colegio arrancaron de mi cuaderno mi dibujo y se burlaron. Le dibujaban cosas arriba, líneas, flores, y hacían chistes. Pero en un momento, olvidaron a mi Cristo, y desplazaron la atención hacia mi oreja derecha, porque el lóbulo exterior estaba cubierto de cascaritas (eran una defensa física inconsciente contra lo que había para escuchar en el mundo, una firme decisión de no escuchar lo que no quería). Pero esa especie de bullying escolar no me ofendió. Eran mis amigas, y me querían a pesar de esas dinámicas, que recaían indistintamente sobre alguna de nosotras. Pero decidí retirar de la visión de ellas la imagen de mi Cristo porque no podían entenderla.
Lo que pasó un día en mi vida, muchos años después, es que llegó la música sacra de Bach. Eso pasó hace no tanto, mi fascinación por Bach. La Misa en Si menor, el Magnificat, La pasión según San Mateo.
Diferencio dos momentos en mi niñez, uno anterior a mis siete años, otro a partir de esa edad. En el período arcaico, era habitual escuchar Buxhetude y Pachelbel en el órgano de la Basílica del Sagrado Corazón que era una segunda casa para mí porque mis padres eran catequistas y pasábamos mucho tiempo en la parroquia y en la Iglesia. En la misa de 11, los domingos, sonaban viejas canciones que acompañaban los pasos de la liturgia, como “Perdón señor, hoy yo te ofendí” o “Pescador de hombres”, que se cantaba en el momento de la comunión, y que tenía una letra larga y narrativa. Con el correr del tiempo, los curas y las niñas comenzamos a musicalizar con guitarras, y escribíamos nosotrxs mismos las canciones. Una de mis hermanas convirtió, por ejemplo, el tema “We are the World” que cantaban entre otres Michael Jackson, Tina Turner, y Bruce Springsteen para USA for Africa, en “Oh San Miguel, nuestro patrono”, en el que se relataba la vida de San Miguel Garicoits, el santo patrono de los Betharramitas, que era el de nuestra congregación. Esas expresiones musicales del sentir religioso adquirieron un matiz muy distinto cuando escuché, por primera vez y hace no tantos años, el Erbarme dich, mein Gott de la Pasión según San Mateo de Bach.
Simón Pedro pide perdón a Jesús por haberlo negado tres veces. Lo negó por miedo, tal vez por el “qué dirán” (en ese momento Cristo alcanzaba su grado máximo de impopularidad).
Tené piedad de mí, Dios mío
Mirá mis lágrimas
Mirá mi corazón y mis ojos
Que lloran
Amargamente delante de vos
Tené piedad de mí.
Lo que Pedro hizo no tiene vuelta atrás. Y no solo siente culpa sino que se enfrenta a lo irreparable del acto, a su irreversibilidad. Negar a Cristo, que es además, su amigo y su maestro, es también negar a Cristo en él, negarse a sí mismo, quedarse solo. Y sabe que aunque no quisiera, volvería a hacerlo. Es la soledad de una persona ante un dios-foco de luz cálida (porque es amoroso) alumbrando una habitación vacía y con tu cuerpo miserable en el centro. Metáfora de lo humano.
Tené piedad de mí, dios-foco porque vos y yo sabemos que te volvería a negar, mil veces.
Cuando viajábamos en auto por la Argentina en mi niñez arcaica, parábamos en todos los cerros donde había un Vía Crucis, y repetíamos los pasos de Cristo hacia el calvario. Íbamos subiendo como niños viejos y fatigados, enganchados los dedos en las cuentas de los rosarios de plástico. Me cansaban los ascensos, y tener que detenerme en cada estación. Repetir el ritual exigía cierta actitud de vibración simbólica que yo no tenía todo el tiempo. Siempre que podía, me quedaba sentada en las piedras del camino mirando los pájaros, y la caída de árboles y flores hacia el valle.
Todo el tiempo había que llegar a otro lugar, a un lugar inalcanzable, o también estar en dos lugares simultáneos, el de la tierra y el del símbolo.
Una vez fue el auto el que hizo las postas en Mendoza. Bajamos todos los hijos amontónandonos en el espacio despejado, saltábamos cerca de las águilas, en ese cruce de piedra y cielo, como si estuviéramos tocando a dios con nuestras manos. Siempre dios, en todas partes dios, esa totalidad ominosa que todo lo sabía, que todo lo veía.
Lo liviano, el aire. El viento que corre en la cordillera.
Nos bajábamos del auto y saltábamos de felicidad. Como si ese auto, que había hecho todo el esfuerzo esta vez, sacrificándose por nosotros, nos hubiera conducido al cielo. Y ahí estábamos.
Me costó mucho tiempo separar la espiritualidad de la religión en mi cabeza y en mi cuerpo. Fui educada en un entorno de religión, y en la aspiración a lo perfecto, pero yo en esa época andaba suelta entre las nubes, con el corazón saltando en medio de ráfagas de luz inexplicables, con toda una espiritualidad muy mal canalizada por la jerarquía eclesiástica, que me exhortaba a arrodillarme para pedir perdón por cualquier cosa. Esos pecados de niños que son como pilitas de pavadas, mentiras, pequeños hurtos. ¿Qué puede hacer el alma de una niña, abierta a la inmensidad, apretada en la cárcel de una religión?
Pero muchas cosas de la religión católica ejercitaron mi espíritu en la aprehensión de abstracciones a las que recurrí después, a lo largo de la vida, para acercarme al momento que vivimos. Algunos aspectos de la física cuántica, por ejemplo, tienen su modo de expresarse en el misterio de la Santísima Trinidad: dios es uno y trino. Es, a la vez, padre, hijo y espíritu santo, y está simultáneamente en todas partes. Para mi comprensión de niña intuitiva se daba de la siguiente manera: dios es, al mismo tiempo, divinidad, persona, y animal (pájaro). Un ser múltiple que quiebra las coordenadas temporales, espaciales, interdimensionales, y es pluri-especie: un dios-queer, en permanente metamorfosis. Y si bien, en la mayoría de las representaciones populares originadas en el catolicismo dios tiene la forma de un hombre viejo y barbudo, siempre fue claro para mí que el así llamado “dios-padre” no tenía género, ni posibilidad de representación alguna y mucho menos humana (a no ser en condición pasajera), ni siquiera cabe en un nombre, es múltiple, infinito, diferente a sí mismx, y comparten su sustancia indivisible la hoja de un árbol y la totalidad del océano, el vapor, una persona cualquiera, otras tres personas, la estela que deja el paso de un pez en la superficie del río, o el ladrido de dos perros, uno que está cerca tuyo, otro que está más lejos.
Pero la pasión de Cristo no se trata simplemente de un relato patriarcal -le digo con un dedo en alto a mi joven novia mientras trasplanta una palmera de mi balcón con tanta amorosidad que la salva de un hongo misterioso que la había lastimado al punto de casi matarla -es un relato del sentimiento humano frente a lo divino. Ella me mira con esa levedad que la caracteriza, suspendiendo el pensamiento cuando no sabe qué contestarme. Hunde la pala en la tierra y extrae un gusanito. Me lo muestra, como toda respuesta.
Los personajes del evangelio, en mi infancia, formaban parte del imaginario familiar. Los conocíamos, los representábamos en el pesebre. Pero además, funcionaban como fundamento sagrado de la vida, una zona profunda, mítica, subyacente a todo lo que hacíamos. Daban un sentido, una orientación, un motivo para vivir y para morir.
Por eso buscar una salida de la religión fue torcer el camino, perderlo, y transitar la via smarrita. La que no está trazada, el no-camino -el extravío- que conduce al infierno.
La imaginería del infierno no era el ámbito caliente en el que reina un diablo con cola y cuernos, ni el demonio de tres caras que imagina Dante en su entorno congelado, sino un concepto. El infierno era simplemente desviar el rumbo, abandonar la huella de Cristo, y por consecuencia, sufrir, afuera de la mirada del dios. Esto es, renunciar al foco de luz cálida de la habitación cerrada, y dar el “mal paso” hacia el deseo, salir al frío invierno, negar tres veces, pero sin arrepentimiento.
Vuelvo a mis dibujos en birome de la cara de Cristo. Yo misma no puedo profundizar en esa cara, es la expresión extática del dolor simbólico.
Jesús es en ese sistema, la encarnación del Hombre con mayúsculas, su rostro lacrimoso fortalece la línea verticalista, medieval, de muchos hombres solos autoerigidos como “padres”, vestidos con suntuosas túnicas escarlata, en pirámide hacia el cielo.
G me dice “estás chapa” porque nació en el feminismo de la última ola, arrastrada por el impulso de expansión que pegó un salto por sobre la propia biografía y germinó, liberada, tras años de lucha feminista de cuerpos anteriores que padecieron el nombre “chapa” cada vez que cuestionaron el sistema en el que estamos. Sentirse “chapa” -pienso- es ser feminista en un entorno patriarcal sin tener otras feministas cerca.
G vive algunas cosas que yo viví a través de la religión, pero en completa laicidad. Va a las villas a dar talleres de escritura gratuitos, trabaja con personas de la calle, practica la solidaridad, y la compasión, pero desde una perspectiva horizontal, política (aunque apartidaria), muy distinta de la caritas cristiana.
G, nacida espontánea, como una flor al sol en el prado verde lleno de otras flores que surgen al mismo tiempo en tierra fértil.
G surge entre los cuerpos de otras mujeres, en la plaza, disuelta en la gran marea que prendió en los corazones y por fin se desbordó sobre el mundo como un espíritu múltiple y blando. La ola feminista hace estallar el relato de los evangelios, el pesebre con el niño varón en el centro, la misión-presión del niño varón, los roles familiares (ese padre puesto ahí en la silla alta, sostenido por las madres y las esposas cueste lo que cueste, por miedo u obediencia).
La joven feminista hace estallar el Cristo en mil pedazos: Basta, M., me da miedo. Es horrible esa cara, me dice. Yo no me ofendo, no tiene por qué quererla, tampoco yo la quiero. Lo dibujé esta vez, porque me acordé de él, y de pronto era fácil, los dedos se movían solos. Se me cae el dibujo y G camina sobre la cara de Cristo con pasos blandos, simplemente lo hace y vuelve a la palmera, que está erguida en el balcón. El viento sopla sobre sus largas hojas. G riega la tierra de la maceta y mira hacia la calle. ¿Y qué hago yo con los pedazos de mi Cristo? Y qué sé yo, jaja, tiralos. Pero después se da vuelta hacia mí, y compasiva por la experiencia que no tuvo, me da un beso. Bueno, no sé (no sabe qué decirme), bueno, no sé (repite, no sabe qué decirme), vos escribí.
Y aquí estoy, escribo la cara del Cristo en mi estructura profunda. Las líneas que prefiero no romper porque los pedazos se clavan como astillas. Prefiero ver el modo en que esas líneas irán licuándose hasta desaparecer, o transformarse: El Cristo-Patriarcado al que niego una vez, otra vez, tres veces, que cae por su propio peso y al que vengo tratando de poner agua para que se disuelva, en vez de seguir rompiéndolo a martillazos.
Decía que un día llegó Bach a mi vida. Llegó con su Pasión: Erbarme dich, mein Gott, llora pedro-piedra-iglesia-hombre-homine-varón, que traiciona y se arrepiente, y traiciona y se arrepiente. Y es una emoción antigua, de otra vida, la que siento.
Pasó el tiempo y pasó también que G y yo nos separamos.
Pasó el tiempo y conocí a S. Ella canta a Bach, lo hace en latín:
Quia respexit humilitatem ancillae suae,
ecce enim ex hoc beatam me dicent
omnes generationes.
Le pregunto, ¿cómo te sentís cantando esa letra? Me dice que no sabe latín, ni necesita entender la letra en este caso (es combativa, especialmente en todo lo referente a la Iglesia católica). A S le importan las palabras en su sonoridad, no su sentido, al menos cuando se trata de Bach y más o menos sabe de qué va la cosa: Yo conecto con la música.
S acepta escuchar el relato. Le cuento la historia que me sé desde mis pesebres de infancia, cuando una de mis hermanas encarnaba a Isabel, la prima de la Virgen María (yo esperaba con el resto de los pastorcitos la aparición de la estrella): María le cuenta que fue elegida por la divinidad para ser su madre (se lo dijo el ángel Gabriel la noche anterior, se le había aparecido en sueños, y ahora María corrió a la casa de su prima a contarle). Le dice, “porque puso en esta humilde sierva su mirada. Porque a partir de ahora me llamarán bienaventurada todas las generaciones”. S también es feminista, como yo, tiene un primer momento de desagrado: no le gusta el personaje de la Virgen María. A mí tampoco, en muchos aspectos. Pero hay una abstracción en el misterio de la inmaculada concepción que me resulta casi futurista. Y ser elegida por la divinidad sin género, para que en vos se encarne lo divino sin intervención de un varón, no me parece patriarcal en un sentido estricto.
Pongo Erbarme dich, mein Gott, de Bach en Youtube. Me gusta particularmente la versión de Delphine Galou. Miro sus gestos, son los mismos gestos de S cuando canta el Quia Respexit, sus ojos abiertos que miran hacia adentro, el círculo que dibuja su boca.
Todo lo bello me lleva a una tierra más hermosa que la cotidiana en la que vivo.
S como une ángel queer.
Así la veo yo cuando canta a Bach. Todo Bach se le va en los ojos y en la boca.
S desatiende el relato de los evangelios, disuelve la cara del Cristo. Las palabras en otro idioma son sonidos, mantras. Es puro espíritu sin religión.
Mi profesora de yoga kundalini, Andrea, al finalizar la clase por Zoom, nos dice: póstrense ante la divinidad que hay en ustedes. Y a mí me gusta mucho ese momento. Me arrodillo y estiro mi espalda y mis brazos hacia adelante, y otras veces apoyo los antebrazos y levanto el mentón paralelo al suelo para conectar con la energía cósmica a través de mi chakra corona. Dice Andrea, envuelta su cabeza en un turbante blanco, tiene un fondo de mandala y su imagen se entrecorta: ésta es una postura de meditación que se usaba en el antiguo Egipto. Todxs en nuestras casas copiamos la postura. No es cómoda, porque el cuello tiene que tensarse un poco. Pero a mí me encanta. Siento que repito con mi cuerpo un gesto de otra vida, un gesto que trasvasa el tiempo. Me disuelvo en una temporalidad cuántica, humilitatem ancillae suae. Después, Andrea nos desmutea y nos saludamos, nos tiramos besos a través de la pantalla, cada unx desde su rectángulo, nuestras caras están relajadas.
Columnas de la autora: Anterior / Siguiente
Mariana Docampo es escritora y licenciada en letras por la Universidad de Buenos Aires. Tiene publicados seis libros de ficción: Al borde del Tapiz, El Molino (premio Fondo Nacional de las Artes), La fe, Tratado del Movimiento, La familia y V; y la crónica autobiográfica Tango Queer Buenos Aires (Beca del Bicentenario 2016). Es profesora de escritura en distintas instituciones y coordina talleres literarios de escritura y de lectura de manera privada. Profesora de la materia Lectura para escritores III de la carrera de escritura creativa de Casa de Letras. Desde el año 2011 dirige la colección “Las antiguas” de la editorial Buena Vista dedicada al rescate de obras de las primeras escritoras argentinas. Es co-guionista del largometraje “Marilyn” (68 Berlinale Film Festpiel Berlin). Coautora del libro de entrevistas “Sara Facio. La foto como pasión” (Planeta, 2016). Es la fundadora del espacio Tango Queer de Buenos Aires y organizadora del Festival Internacional de Tango Queer de Buenos Aires.