Pintura Fairies of the Meadow, de Nils Johan Olsson Blomeér

Las hadas del jardín. Mariana Docampo

LAS HADAS DEL JARDÍN

Mariana Docampo

 

En 1980, como mi mamá me veía deprimida, decidió anotarme en las guías católicas argentinas para que me hiciera amigas.

Habíamos vivido un año en el campo y volvíamos a la ciudad, que para mí no tenía ningún atractivo más que una gata a la que yo quería, pero que un vecino mató en nuestra ausencia.  Todo era triste en la casa de Buenos Aires, las habitaciones oscuras y vacías, los días todos iguales.  Extrañaba el campo, que había sido todo excitación, horizonte abierto; y las largas caminatas rumbo a un molino que hacíamos los domingos con mi familia.

Como tenía siete años entré en las Alitas, el grupo de las segundas más chiquitas.  Había una sola Pimpollito y de tres años, que era la nieta de la jefa del Clan, una mujer anciana de pelo carré que llevaba el pañuelo bordó incluso los sábados, día en el que estábamos todas de jeans y zapatillas.

Los domingos nos vestíamos con el uniforme: un jumper azul marino, camisa blanca, pañuelo amarillo, la insignia con el trébol y los zapatos del colegio, e íbamos a la misa de nueve, donde las Alitas muchas veces oficiábamos de monaguillas e interactuábamos con los objetos y símbolos de la liturgia: el cáliz, la patena, las ostias sin consagrar.  Antes de entrar en la Basílica, formábamos en el atrio.  Me ponía delante de mis compañeras, me inclinaba hacia ellas con una mano en el banderín y la otra en prana mudra, y gritaba con todas mis fuerzas: “¿Alitas listas?”  “¡Siempre mejor!”.  Luego ingresábamos en hilera por los pasillos laterales plagados de santos mártires y nos sentábamos todas amontonadas en los bancos de adelante, a pesar de que la iglesia estaba vacía.  Desde el órgano alto comenzaban a caer las notas del Te deus laudamus de Buxtehude.    Antes de que la ceremonia empezara, yo me arrodillaba y rezaba con devoción.  Le pedía a Dios que ayudara a todas las personas del mundo, en especial a los pobres, y a los enfermos, y le suplicaba que por favor cuidara a mi familia: a mi abuelo que había muerto, a mi abuelo vivo, a mi abuela, a mi otra abuela, a mi mamá, a mi papá, a mi hermana mayor, a mi hermano, a mi hermana más chica, a los mellizos y a la bebita.

Después de misa nos íbamos a la casilla que estaba en el jardín de la iglesia rodeada de palmeras, hacíamos mate cocido en una gran olla que poníamos sobre la garrafa, y comíamos figazas de pan blanco sentadas en el pasto, a la sombra de la cúpula.  Y si mirabas para arriba, veías erigido sobre todas nosotras, el Cristo de piedra contra el cielo sin pájaros.  Mientras desayunábamos, la jefa del Clan nos leía la historia de Juana de Arco, y conversábamos exaltadas sobre la santa francesa.

Era una historia de altísimos ideales que combinaba destino, espiritualidad, “verdad” y travestismo.    Yo misma quería ser una soldada, varona, defensora de la justicia, y observadora de la ley Guía, que teníamos que repetir de memoria al tomar “la promesa”: la Guía es pura de pensamiento, palabra y obra, en el honor de la Guía se puede confiar, la Guía es leal, la Guía obedece órdenes.

Después del desayuno comenzaban nuestras horas de libertad, corríamos por el parque a la sombra del campanario, pescábamos renacuajos en los piletones de agua estancada, y seguíamos los senderos de las hormigas obreras para detectar los hormigueros.  A veces, íbamos con linternas y planos trazados con birome hasta la entrada de las catacumbas de la parroquia.  Nos habían dicho que por los pasadizos subterráneos se podía llegar hasta el centro de la ciudad, y también que ahí abajo se escondía gente.  Era lúgubre esa inmensa extensión intestina debajo de la Iglesia, un sótano vertical por el que nunca nos animamos a adentrarnos.

Mi guiadora era una chica perezosa de diecisiete años que fumaba cigarrillos Chesterfield bajo las palmeras, sin prestarnos mucha atención.  Miraba con insistencia hacia sector de los Scouts con su codo en la rodilla y el mentón apoyado en la mano.  Su pelo se iba desenrollando hasta tocar el suelo.  Se levantaba en algún momento, aburrida de cuidarnos, y caminaba pesada por el sendero hasta las rejas de alambre que estaban al final del parque para hablar con los Raiders.

Pero lo que quiero contar no se relaciona con todo esto sino de manera lateral.  Cumplo años el 28 de diciembre, una fecha con connotaciones estremecedoras para una niña católica como era yo, hija de padres catequistas y muy estudiosa de las historias bíblicas, cuyas versiones para niños leíamos en esa época con mis hermanxs con más entusiasmo que los cuentos populares, o los de María Elena Walsh.

Para quienes no están familiarizados con estos relatos, el 28 de diciembre, día de los Santos Inocentes, no es solamente la fecha en que los chicos del colegio hacen bromas pesadas sino que se conmemora una matanza de bebés que tuvo lugar en los primeros años del siglo I, según cuenta San Mateo.  El rey Herodes de Judea, famoso en su época por su despotismo y crueldad, al recibir noticias de que había nacido el Mesías, a quien temía, decidió mandar a matar a todos los niños menores de dos años que había en Belén.  A pesar de que la familia nuclear de Jesús (María, José, el bebé, la vaca y el burro), pudo escapar a Egipto alertada por el ángel, la matanza de los inocentes se perpetró.  Los breves versículos del evangelio en los que se cuenta este hecho, y que alguna vez tuve que transcribir para mis clases de catequesis, disparaban en mi cabeza imágenes horribles de bebés decapitados, o atravesados por espadas, y madres angustiadas con los brazos extendidos hacia el cielo, implorando compasión.  Éste es el relato pesadillesco que sobrevoló el día de mi nacimiento y cada cumpleaños de mi infancia.

Pero había algo más mundano, también, algo que le pasó a muches niñes del pasado y sigue pasando a les niñes en el presente, y a generaciones enteras de niñes por venir, y es que por cumplir entre festividades, en mi caso Navidad y Año Nuevo, cuando llegaba mi cumpleaños la mayoría de mis amigas estaba en tránsito hacia la playa, o hacia las Sierras de Córdoba, adonde iban a pasar la Nochebuena con su familia, y siempre estaba sola en mi fiesta.  Mi narcisismo infantil vivía esta circunstancia como abandono, y desinterés.

Hace poco, una amiga que cumple años en Navidad, posteó en Facebook una foto de ella misma en una mesa larga y vacía frente a su torta de su tercer cumpleaños e invitaba a compartir fotos personales a quienes cumpliéramos en fechas difíciles, pero no me animé a comentar porque no encontraba el tono para explicar que la angustia de la niña solitaria se agravaba con el cuento de Herodes y los bebés decapitados, y una profunda sensación de culpa por haber de algún modo, sobrevivido a esa matanza.

Como mamá estaba atenta a estas tristezas, un día decidió festejar mi cumpleaños con un mes de anticipación para que pudieran venir mis compañeras de colegio.  Yo me puse feliz, fue como un permiso, que además, por suceder un día cualquiera de noviembre, me permitía escapar por una vez de la oscura amenaza bíblica.  La convocatoria fue un éxito, y muchas compañeras confirmaron enseguida.  Con esto quedaba refutada la idea de que nadie me quería. Era sábado y yo estaba en las Alitas.  Era un día hermoso de felicidad, porque al finalizar el horario de las Guías comenzaba mi fiesta con asistencia confirmada.  Leíamos con mis compañeras fragmentos de la vida de Juana de Arco y yo me había puesto de pie en el banco de piedra con el brazo en alto, como si empuñara la espada que liberaría a Francia de la dominación inglesa en plena Guerra de los Cien Años.    Mi corazón estaba rebosante, yo estaba muy contenta.  Mis compañeras se reían.  Mamá llegó con mis hermanas y fue a preparar las cosas.  En ese mismo parque había una zona de recreación y allí llevó las bolsas con la torta, las gaseosas y los sánguches.  La guiadora fumaba su Chesterfield y al ver que yo saludaba, de pronto pareció interesarse.  ¿Quién cumple años?  Yo levanté la mano, no sin cierta culpa porque no quería mentir, pero a la vez era mi festejo, así que dije con firmeza “yo”.  Me merecía un festejo, no le hacía mal a nadie.  ¿Pero cómo no nos avisaste? Sin esperar mi respuesta, dijo a mis compañeras que hicieran una ronda alrededor mío, yo saltaba de felicidad.  Me cantaron el feliz cumpleaños, me dieron “la malteada”, besos y abrazos, me prometieron regalos.  Yo estaba feliz, iba de un brazo al otro, recibía las felicitaciones y las caricias.Pero en un momento, para no desobedecer, tal vez, a la ley Guía, confesé: igual yo cumplo el 28 de diciembre.  ¿Pero cómo?  Preguntó la guiadora perezosa, ¿era un chiste?  Y como si de pronto se desinteresara por un niño que lleva en brazos y lo deja caer al suelo, me soltó la mano.   La ronda se disolvió, los cuerpos se separaron.  Todas parecieron defraudadas, incluso ofendidas. No se festeja antes un cumpleaños, qué sentido tiene. ¡Nos mentiste! Me quedé sola en medio del parque, las nubes extáticas.  Y el Cristo de piedra impávido ahí arriba.  Después vino mi fiesta, y mis compañeras de colegio comenzaron a llegar, me daban regalos, y besos, y comían la torta, despreocupadas, debajo de las palmeras.  Tal vez mamá las había prevenido de que el festejo era anticipado, no lo sé.  Pero para mí esa fiesta se había convertido en un ritual vacío. Recordé esa escena hace diez años, cuando vi en el Nationalmuseet de Estocolmo el cuadro Fairies of the Meadow, de Nils Johan Olsson Blomeér, una ronda de niñas en el atardecer, y un espectador inmóvil, atrás, montado a un caballo, como si unas y otro pertenecieran a reinos distintos. Y diez años antes, cuando desperté de un sueño.  Era simplemente, la visión de una guirnalda de papel recortada sobre un fondo negro: varias niñas tomadas de la mano que cantaban villancicos.  Pero no tenían rostros, ni espesor.

A partir de los nueve años, entrabas en las Caravanas.  La “seisena” se convertía en “patrulla”, y la seisenera en capitana.  Nuestro lema de Alitas “siempre mejor” era ahora “siempre listas”, y todo se volvía más exigente.  En las Guías exploradoras aprendí a hacer nudos, fuegos, armar la carpa, hacer las canaletas con la pala, el pozo del baño del campamento.  Un coro de niñas con guitarras, entre las que yo estaba, reemplazó el órgano de Buxthetude en la iglesia alentadas por un cura renovador.  Recuerdo los campamentos en épocas donde el cielo estaba totalmente estrellado y había cangrejos sobre las amplias playas, y lunas deslumbrantes.  Pero ya nada volvió a ser lo mismo a ese tiempo anterior, al que a veces accedo en sueños, y que permanece intacto, como si siguiera repitiéndose en algún mundo paralelo, hacia donde no hay túneles, ni puentes, ni caminos.

Agosto 2020

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Mariana DocampoMariana Docampo es escritora y licenciada en letras por la Universidad de Buenos Aires. Tiene publicados seis libros de ficción: Al borde del Tapiz, El Molino (premio Fondo Nacional de las Artes), La fe, Tratado del Movimiento, La familia y V; y la crónica autobiográfica Tango Queer Buenos Aires (Beca del Bicentenario 2016). Es profesora de escritura en distintas instituciones y coordina talleres literarios de escritura y de lectura de manera privada.  Profesora de la materia Lectura para escritores III de la carrera de escritura creativa de Casa de Letras.  Desde el año 2011 dirige la colección “Las antiguas” de la editorial Buena Vista dedicada al rescate de obras de las primeras escritoras argentinas. Es co-guionista del largometraje “Marilyn” (68 Berlinale Film Festpiel Berlin). Coautora del libro de entrevistas “Sara Facio. La foto como pasión” (Planeta, 2016). Es la fundadora del espacio Tango Queer de Buenos Aires y organizadora del Festival Internacional de Tango Queer de Buenos Aires.