DESDE LOS EXTREMOS
Capítulo de Abejas en el cerebro, novela inédita
Aquella tarde todo estaba a oscuras. Solo el cuarto de Matías estaba iluminado con la luz espectral de su velador. Leandro lo encontró en el corralito, agarrado con fuerza a los barrotes, esperando la llegada de alguien. Cuando era chico, a Matías le tranquilizaba sentir la cercanía de sus padres. Pero Claudia se había ido. Al llegar, Leandro lo sintió de inmediato; una sensación en el pecho, una opresión en las sienes, algo breve y visceral. Leandro encontró a su hijo llorando, con los cachetes encendidos, más fosforito que nunca. Un erizo punk, con los pelos hacia arriba, inconsolable. Apenas vio a su padre, Matías dejó de lagrimear, pero cuando Leandro comprendió qué había pasado, lloraron juntos. Esperaron a que Claudia volviera. Aquella noche. Y la siguiente. Y todas las otras. Pero eso no sucedió. Ese día, sin certezas, Leandro buscó a ciegas rastros de Claudia en la casa. Comprendió que al fin se había ido. Comprendió que las promesas emanan destellos del orden de lo premonitorio. Se preguntó cómo habría sido aquella despedida con Matías, si antes de irse la madre le había dado un beso, o solo había tocado a su hijo con frialdad. Padre e hijo se habían quedado solos, partidos. Se fue, persiguiendo no sé qué sueños. Marcaba el celular una y otra vez, pero el contestador siempre respondía fuera del área de cobertura. Le dejaba mensajes: ¿dónde estás? Maty te extraña. Llamame, nosotros estamos bien. Era un bienestar turbio, de pensamientos anulados por el dolor. Palabras para engañarse, mentiras para poder seguir. Claudia había dejado su ropa, sus objetos, sus libros, su existencia toda había quedado en esa casa. Un pasado indescifrable. Nada de esa vida que habían tenido en común, revestía el suficiente valor como para que ella se la llevara consigo. Nada que valiese la pena perpetuar en la memoria. Había crueldad en eso. No dejó pistas ni notas. Claudia se había ido un rato antes de que Leandro llegara. Lo descubrió en un perceptible y cálido rastro: el agua tibia del termo. Es ese mismo termo que aún hoy él sigue usando, libre de todo recuerdo. Los padres de Claudia le hicieron miles de preguntas. Si habían discutido. Demasiadas discusiones habían tenido. Pero él negaba. Y aunque Leandro y sus suegros nunca se habían llevado, por un corto tiempo compartieron el mismo dolor: el peor de los abandonos, la traición, la peor de las formas. Luego llegaron las sospechas. Leandro habló con Irene y con Lucía. Ellas no sabían nada de ella. Se fue dando cuenta de que Claudia había sido un fantasma. Esperó su llamado, pero se fue blindando de a poco. Una cosa era separarse, tener un acuerdo. Otra cosa era irse así. Abandonarlos. Escapar. Era la peor venganza. Jamás supo bien que habían sido, que extraño vínculo los unió. Si hubo amor o solo expiaban culpas el uno junto al otro. Y en el fondo de su mente, un destello, algo asomaba, fugaz, del orden del alivio. Era un sentir del que se avergonzaba. Pero eso aún no era importante. Cuando Claudia se fue, Leandro tenía veinticuatro y su hijo dos. Y aunque no se consideraba un buen padre, (siempre sintió un déficit en torno a su paternidad), a su modo se volvió incondicional. Sintió suya la fragilidad de su hijo. Él mismo se había vuelto frágil.
Los días fueron pasando, luego las semanas. Leandro se esforzaba por mantenerse limpio. Tenía que pensar con lucidez. Iba a pelear con todas sus fuerzas por la tenencia de Matías y por años lo logró. La desconfianza y las sospechas hacia él se acentuaban. Los reproches entre dientes. Eso lo llenaba de miedo, de impotencia. La madre de Claudia lo denunció a la policía. Intervino un juzgado. Hubo indagatorias. Él siempre esperó que sonara el teléfono. Se juraba que no le haría reproches. Solo quería, necesitaba saber. Hubiese sido tan simple: me fui, no quiero saber más de ustedes. Pero no, todo tuvo que ser raro. Abandonar a un hijo era raro. Aunque en el fondo sentía que eran iguales. Se había quedado lleno de confusión y tuvo que admitirlo, de impotencia. Su vínculo había pendido siempre, como una sutil hilacha, los dos obnubilados. Durante el embarazo ella se había mantenido limpia. Eso Leandro lo reconocía como un gesto magnánimo, superlativo, que excedía las propias capacidades de ella. Él siempre le estaría agradecido por eso. Luego de tres años Leandro inició el juicio para que la declarasen fallecida. De verdad pensaba que Claudia lo estaba. Los primeros tiempos estuvo supervisado por las asistentes de Minoridad, atentas a mentiras en una trama de marido e hijo abandonados por madre y esposa ausente. Prefería comulgar con la idea de ausencia porque desaparición tenía otras connotaciones. Contame, Matías, ¿con quién salieron el fin de semana?, preguntaban las mujeres. Pero Matías solo las miraba con sus ojos profundos. Al tiempo Leandro fue a una casa de fotografía. Hizo ampliaciones de fotos que encontró guardadas. En una estaban en Pinamar, abrazados, con La Lucarna por detrás. ¿Se acordaría ella de la Lucarna? El café lo habían tirado abajo, y allí habían construido un feo edificio con vista al mar. En otra de las fotos, Claudia estaba preparándose para el civil, con el vestido beige y su panza de seis meses. En la última ella aparecía ojerosa y expresión de fastidio, la boca en un gesto de rechazo, con Matías en brazos. Todas esas fotos las puso en el mueble del living y las miraba, mientras seguía sospechado en su propia casa. Los vecinos hablaban. Los juicios siguieron su curso. Pasados los años, todo se fue aquietando, hasta los malos recuerdos, en el fondo de un mar sereno. Salvo cuando se formaban las gigantes olas, y explotaban en su mente, luego de eso, el dolor volvía a sumergirse.
Aquella noche volvió a soñar lo mismo. Ella entraba en la casa, iba hasta el cuarto de Matías. Llegaba hasta su cuna, a oscuras, como un lobo, con los ojos llenos de sed. Salía al balcón, con el hijo en brazos y escapaba por los techos. Matías caía al vacío. Lo arrojaba a las baldosas, ahí, en el fondo de su mente. El teléfono quebraba la noche. La pesadilla desaparecía o quizá el teléfono que sonaba era parte del sueño. Venía a cumplir la profecía. Se sentó en la cama, el corazón golpeaba fuerte, una gota de sudor recorría su cuello. El teléfono martillaba, impiadoso. Leandro encendió la lámpara, corrió hasta el cuarto de Matías, que ahora tenía doce años. La cama estaba sin tocar. Claro, esa semana estaba de campamento. Volvió al cuarto, aturdido, y ese teléfono que seguía taladrando. Que la llamada no se trate de mi hijo, porque la madrugada solo trae malas noticias. La línea hacía un ruido extraño, como descargas eléctricas. ¿Quién es?, preguntó Leandro. La respiración se agitaba del otro lado. Soy yo, dijo Claudia. Las palabras carentes de emoción, se confundían con imágenes de las noches en que esnifaban y luego intentaban dormir, cada uno en un extremo de la cama. No quería desenterrar el pasado, pero el pasado estaba de vuelta. Se preguntaba por qué ahora, después de tantos años. Ella le contó que quería a otra persona, que le hacía bien. Mencionó otra familia, otro hombre y dos hijas, en otro sitio. Las palabras vacilantes atravesaban el desconcierto. Todo quedó en la vaguedad de una conversación que apuró su final.
Se acercaban desde los extremos del túnel, esperando vislumbrar sus siluetas, reconocerse, caminar hacia el encuentro. A las cuatro menos cinco Leandro entró al bar. Ocupó la mesa sobre la ventana que daba a la calle Anchorena. Era la misma mesa en que solían sentarse cuando creyeron ser felices. Don Alberto seguía detrás del mismo mostrador; estaba más canoso, su piel más apergaminada. Habían pasado diez años y Leandro jamás había vuelto a ese bar. Lo miraba con duda, quizá tratando de decidir si lo conocía o si solo le recordaba a otra persona. Pidió un café. Tantas veces había recreado en su mente el reencuentro. Tantas veces soñó con verla y decirle que las cosas estuvieron mejor así. A las cuatro y cinco don Alberto le llevó un café y un vaso con soda. Claudia estaba por llegar. De aquel encuentro no esperaba nada. Su corazón estaba sellado. Lo mismo le daba que estuviese viva o muerta. Solo necesitaba saber, contrastar lo que había imaginado todos esos años, contra su historia contada. Un taxi paró sobre Lavalle, sobre la vereda de enfrente. Desde el asiento de atrás del auto el rostro giró en dirección al bar. Unos ojos parecían observarlo, pero la visión se le había nublado y Leandro no estaba seguro si era o no Claudia. No podía sentir en su cuerpo algo que dijese que sí era, pero tampoco que la desconocía. Podía ser el rostro de cualquier mujer joven todavía. La mano de la mujer acomodó su pelo detrás de la oreja. Le pareció que sus ojos parpadeaban. Tal vez desde el taxi, ella sí lo había reconocido. Luego hubo movimientos en el auto; le pareció que ella estaba pagándole al conductor. Desde la ventana del bar Leandro alzó su mano. Pretendía ser un saludo, decirle que sí era él, que a pesar de todo, sí había ido. La mujer del taxi se replegó y volvió la vista al frente. El coche se puso en marcha. Se fue. Al irse, Leandro sintió solo un poco de nostalgia. Pagó su café; se puso la campera y saludó a don Alberto, sin revelarle quién era. El hombre le echó una mirada de duda. Nunca llegaste y así está mejor. Caminó por Anchorena en dirección al Abasto. Un viento helado subía del río y le pegaba en la cara. Enrolló su bufanda alrededor del cuello. Todo parecía haber terminado.
Daniel Lerner es licenciado en administración de empresas. Completó la carrera de Narrativa en Casa de Letras, y tomó talleres con Virginia Janza, Mariana Docampo, Ariel Bermani y José María Brindisi. En 2019 publicó su primer libro de cuentos: «Demonios», editorial Olivia. También en 2019 fue premiado en el Premio Itaú, por su cuento «Bailarina», e incluido en la antología digital del mismo año. En 2020 tomó un curso de novela en la Copa del Árbol. Recientemente finalizó su primer novela, aún inédita.