Foto: Jeremy Bishop on Unsplash
EL DUELO
Cuando Carla abrió los ojos se encontró tendida en el piso boca arriba, quieta, las piernas completamente estiradas, un brazo hacia un costado y el otro sobre la panza. Con los ojos mirando hacia el techo del baño aceptó su nueva realidad: estaba muerta. Fin del dolor, de la frustración, la angustia, la bronca y el miedo.
Pasaron algunos segundos hasta que se percató del tintineo del agua que caía de la canilla abierta, y eso la ayudó a recordar: el departamento estaba en completa oscuridad, había llegado hasta el baño tanteando las paredes. Tenía sed, así que abrió la canilla, puso las manos bajo el agua, y después una extraña sensación de vacío. Es solo un desmayo, se dijo, y cerrando los ojos ni se dio cuenta que se quedaba dormida.
Despertó a las tres de la madrugada. Un líquido debajo de su nuca la hizo reaccionar, y fue cuando comprendió con espanto que se estaba desangrando. Recordó que su hija dormía en su habitación e intentó levantarse, pero notó una opresión en la cabeza y un dolor en los muslos, que empeoraba en la cintura y se agudizaba en la espalda.
¿Cuánto hace que estoy acá tirada? Se preguntó Carla. Debo llegar hasta mi cama, al celular, pedir ayuda. Y de pronto una voz…
—Levantate, hija —ordenó su madre.
—No puedo, mamá. Ayudame.
—No hables, usá tus fuerzas para levantarte.
—Creo que me rompí la cabeza —protestó ella—. Y me duele la espalda, no me puedo mover, ayudame.
—Tenés que hacerlo vos, contar hasta tres y levantarte. Dale: uno, dos y…
Carla se puso de pie de inmediato. Se sostuvo unos instantes de la bacha y, mareada y dolorida, llegó hasta su cama. Solo deseaba dormir, pero la aterró una imagen: la sangre derramándose de su cabeza, esparciéndose por la habitación, inundándolo todo hasta coagularse y bloquear las puertas y ventanas. Carla, decidida, tanteó el celular en su mesa de luz. Llamó al primero que aparecía en su lista de contactos. Necesito ayuda, llegó a balbucear antes de desvanecerse.
Volvió a despertar a las ocho de la mañana en una cama de hospital. A su costado una enfermera reponía el suero.
—¿Cómo llegué hasta acá?
—Hola. Al fin despertaste. ¿Cómo te sentís?
—No sé, la cabeza… me da vueltas…
La enfermera le dedicó una sonrisa amable.
—Te voy a tomar la presión. Voy a levantar un poco la cama para incorporarte.
Carla asintió sin poder disimular un gesto de dolor.
—¿Así está bien?
—Sí.
La enfermera era una mujer de unos cincuenta y tantos, de gesto agradable y mirada dulce.
—¿Por qué me pusieron suero?
—Llegaste muy deshidratada. ¿Perdiste mucho peso estos últimos tiempos?
—No lo sé… algo.
La enfermera la observó y esperó en silencio una respuesta más extensa.
—Tal vez unos cuatro o cinco kilos.
—Te falta agua y alimento, estás anémica. Y tu columna va a necesitar tratamiento para volver a estar fuerte. Pero tu presión ya está mucho mejor, vas a estar bien.
—Gracias.
—Más tarde vendrá el doctor a examinarte.
—¿Y cómo está mi cabeza? —preguntó palpándose la nuca con cautela—. Tengo miedo de que…
— No te toques. Te diste un golpe y tenías un corte, así que te suturaron y te hicieron una tomografía. Ya te lo va a explicar el doctor en detalle. ¿Recordás qué estabas haciendo antes del desmayo?
A Carla la distrajo un gemido. Al otro lado de la habitación, un enfermero le aplicaba una inyección a una anciana que, acostada en la cama, no dejaba de quejarse.
—Muy poco. Se cortó la luz, fui al baño, después tomé agua y ya no recuerdo más.
—¿Te golpeaste con algo? ¿Tropezaste?
—No estoy segura, cuando me despertó mi mamá…
—¿Tu mamá? Tu esposo dijo que estabas sola. ¿Entonces estabas acompañada?
Carla inspiró profundamente.
—No, no sé. Eh… estoy confundida, mi mamá está muerta. Creo que lo soñé.
—Comprendo, no te preocupes. En unos días estarás mejor, tranquila.
—¿Mi esposo, dijo?
—Claro. Pobre, estaba muy asustado.
—No tengo esposo.
—Ah, perdón, debo haber oído mal. ¿Tu novio?
—Ex esposo.
—Entiendo.
—¿Tiene un celular para prestarme? Necesito llamarlo, decirle que me traiga a mi hija.
—No hace falta. Él está afuera. Bueno, te dejo descansar, cualquier cosa que necesites me llamás.
—Gracias.
La enfermera se dirigió hasta la puerta, luego volvió y acercándose a Carla susurró:
—¿Lo hago pasar o le digo que estás dormida?
Carla miró a su compañera de cuarto que ahora dormía profundamente y después volvió a centrar su atención en la enfermera y le dijo:
—Que pase.
—¿Segura? Puedo llamar a alguien más…
—Está todo bien, gracias.
La enfermera asintió y salió de la habitación.
Del otro lado de la puerta a Gabriel la espera se le hizo eterna.
—Ya podés pasar. Está un poco dolorida y confundida, por favor no la hagas hablar mucho. Necesita descansar.
—Sí, está bien.
La enfermera dio unos pasos y luego frenó y, sin girar hacia atrás, dijo:
—Y por favor devolvele su celular para que se comunique con quien desee.
—Sí, claro —contestó él un tanto incómodo.
Gabriel se miró en un pequeño espejo que colgaba junto a la sala de espera. Al descubrirse desaliñado, se acomodó el pelo y el cuello de la camisa. Luego se acercó a la puerta de la habitación 263, golpeó, y la abrió despacio.
Carla estaba semisentada en la cama, el pelo recogido dejaba ver su cuello largo.
—¿Cómo estás? —dijo Gabriel sonriendo—. Se te ve muy linda. Deberías usar más seguido el pelo así.
—Acá me ves. ¿Vos me trajiste a este hospital?
—Mmm, ya veo que no estamos de humor… Sí, yo te traje, pero vos me llamaste.
—No recuerdo nada —dijo Carla con voz quebrada.
Gabriel notó que Carla comenzaba a llorar, así que se acercó e intentó secarle una lágrima con la mano. Pero ella lo apartó de un manotazo, y dijo:
—Dejame, estoy bien. —Las lágrimas parecieron desaparecer de un segundo al otro—. ¿Y Nina?
—Está con mi mamá. ¿Qué te pasó, Carla?
—Me bajó la presión. Sabés que me pasa siempre.
—No me refiero a eso, sé que te desmayaste, pero esto no fue un desmayo común, cuando te vi en la cama creí que estabas muerta, no reaccionabas.
—Me desmayé en el baño, y después no sé cómo hice para levantarme del piso y llegar hasta mi cama. No quería que Nina se asustara. Lo último que recuerdo es que estaba tomando agua y después un ruido fuerte, creo que de mi cabeza contra el piso.
Si bien a Carla las palabras le salían claras, las lágrimas volvieron a brotarle sin esfuerzo, tanto que parecía no darse cuenta de estar llorando. Gabriel, compungido, no pudo evitar sus propias lágrimas.
—No llores —dijo él, sentándose en el borde de la cama—. Me haces llorar a mí, amor.
—No me digas amor.
—Perdón, Carla, es la costumbre.
—Estoy agotada, eso es todo. Necesito mi celular. ¿Podrías ir a buscarlo?
Gabriel buscó en el bolsillo de su campera, sacó el celular y se lo entregó.
—Lo trajiste. Voy a llamar a mi hermana así viene a acompañarme.
—Ya está al tanto. Debe estar llegando.
—Bueno, gracias. Andá tranquilo, ya me ves que estoy mejor.
—No tengo apuro, puedo esperar hasta que llegue, mientras te hago compañía.
—No hace falta, ya te molesté demasiado.
—No digas eso, vos sabés que yo estoy para lo que necesites.
—Gracias. Pero necesito que vayas a ver cómo está Nina.
—Ok.
—Gabriel…
—¿Sí?
—¿Cómo entraste al departamento? Hace dos meses me devolviste las llaves…
Gabriel no respondió, solo atinó a levantar la mano, dirigirle un saludo amable y salir de la habitación. Ni bien él cruzó la puerta, Carla se desarmó en llanto. Sintió que nunca iba a parar de llorar.
Gabriel se alejó por el pasillo del hospital y, tras cruzar la puerta del hall de entrada, tanteó su bolsillo, sacó un juego de llaves y lo apretó fuerte hasta que le dolieron los dedos.
Pocos días después Carla obtuvo el alta médica y no demoró en volver a su vida repleta de papeles de oficina y horarios.
Ya pasaron tres años desde aquello, y ahora Carla disfruta gran parte de su tiempo libre remando por el Río de la Plata.
Los viernes Gabriel se lleva a dormir con él a Nina. Al principio, Carla estiraba las horas para regresar lo más tarde posible a la casa: se quedaba más tiempo en la oficina y al salir se perdía en cualquier bar, a veces en compañía de algún amigo, otras veces sola. Temía volver a la casa oscura, enfrentar el silencio.
Aquella mañana en el hospital se prometió que esa sería la última vez que lloraría y se esforzó por cumplir su promesa.
Lo que no cambiaba era la certeza de que jamás lograría desprenderse de aquella noche de espanto. El recuerdo de ella misma tumbada en el suelo. Se creyó muerta, y de algún modo inexplicable, la voz de su madre la despertó y la alentó a levantarse. Con el paso del tiempo descubrió que, hasta entonces, había estado perdida, abatida, una sombra moviéndose por inercia. Y tras mucho pensarlo la asaltó la presunción de que ese desmayo, esa muerte breve, fue un llamado de atención, una alerta a la vida que venía llevando. Se había dejado hundir en una profunda depresión, y vuelto una persona solitaria, hostil e insípida, refugiada en el trabajo. Hasta había dejado de recibir a sus amistades en su casa. En suma, se dio cuenta que estuvo muerta en vida, y que entonces fue su madre quien se vio obligada a regresar de vaya a saber qué plano para rescatarla del barro, y empujarla a vivir.
Son las seis de la tarde de un viernes de abril. Carla sube a su bote de madera, se sienta en el carro, acomoda los pies sobre la pedalina, agarra las palas y las hunde en el agua. El pronóstico indica lluvias, el viento sopla fuerte, el río está revuelto. Carla sabe que deberá remar con fuerza. Endereza la espalda y, con la cabeza hacia el frente, agarra firme los remos y los empuja hacia abajo en un movimiento circular que da inicio a la remada. Una gota de agua le salpica a la cara y Carla se descubre rememorando sus últimos años. Hay días como hoy en que siente vértigo por tanto vivido o por tanto futuro incierto, y se pregunta qué pasará con su vida y la de su hija al final del río, pero apenas voltea hacia atrás, vuelve a mirar al frente, inspira profundo, sonríe,
y rema.
Y rema.
Y rema.
Natalia Orrego nació en Buenos Aires, Argentina. Cursó la carrera de Narrativa en Casa de Letras, Escuela de Escritura y Oralidad. Fue finalista en el XIV Concurso Internacional de Cuento «Ciudad de Pupiales» (Colombia), 2019, organizado por la Fundación Gabriel García Márquez, con el cuento titulado La caída. En 2020 la editorial Azul Francia publicó su primer libro de cuentos, El anuncio. Tiene conocimientos en Derecho y es remadora en todo sentido de la palabra.