Rostro de mujer detrás de un vidrio mojado

El hombre que yo conozco. Gisela Vanesa Mancuso

Foto: Mimipic Photography on Unsplash

EL HOMBRE QUE YO CONOZCO   

Gisela Vanesa Mancuso

 

Camino orillando el cordón perpendicular al paredón de la cárcel. Me yergo. El pie derecho, apoyado delante; el pie izquierdo, atrás. Miro hacia abajo, los pasos son puntuales. Doble nudo en las zapatillas. El equilibro es entre la quietud de la vereda y la rapaz alcurnia de los que conducen más allá de la velocidad permitida. Me concentro en el rectángulo brilloso del cordón. Ahora el equilibrio es entre la ternura del pasto que crece en las juntas con las baldosas flojas y la zanja que ha repatriado el agua podrida cuando llegó la lluvia. Persisto en calmar a mi corazón trémulo; la mirada se aglutina en los baches persistentes de ese cordón, río recto, gris, mediador entre los barrotes de los pabellones, que les impiden a los reos sacar las cabezas, y las ventanillas abiertas de los autos cuyos conductores se libran del pelo que rocía sus caras. El equilibrio es entre el viento que se mendiga y el que produce, por capricho, el acelerador. Y estamos todos igual, adentro y afuera.

Alguien, algo me falta a veces para hacer viento, ráfagas o brisa. Algo me sobra a veces para soplar. Hoy no tengo nada de nada de viento. Persisto.

Después de tres cuadras sobre el ostentado equilibrio, curioseada por los presos que pujan por sacar la cara para revisar mi condena, salto del último cordón, en la esquina, como si fuera a volar desde una planicie hacia el abismo espeso donde solo hacen viento las aves.

A lo lejos, ya en la vereda, un hombre da tres pasos a la par que yo doy uno (o medio). No corre. Camina así. Rizos entrecanos en la nuca; camisa a cuadros, fondo bordó, líneas beige; un jean con dobladillos precisos, uno a la altura exacta del otro. Lo conozco. Le grito que te conozco, y se da vuelta una mujer que camina más adelante todavía, y corre la cortina y se asoma por el ventanal una vecina longeva, y sale el verdulero después de clavar la cuchilla sobre el repollo blanco.

No. A ustedes no. Sí, los conozco. A la mujer, no. A vos, sí. A vos, también. Los conozco, pero el grito suave, que el aire inflamó hacia lo más distante, se dirigía al hombre, cuyos jeans caían rectos sobre sus borcegos, y cuya espalda desapareció cuando me distrajeron los otros levantando la mano ante mi llamado. A ese hombre lo conozco de algún lado. Hace mucho que no lo veo. Y ahora lo veo, lo vi y lo veo, y no me acuerdo, y camina así, desapareciendo al doblar en una esquina.

Acaricio al gato que maúlla en el alféizar de la señora que se sintió aludida por mí; ella apoya la mejilla entre las rejas de su ventana y mi boca pasa con un beso completo. Hago ruido al besarla. Su mejilla hace ruido al recibir a mis labios. El gato se acaricia en mi mano, frotándose, dejándome su olor, aceptando el de mi piel con la memoria intacta de la caricia del día previo.

La mujer que caminaba lejos, más lejos que el hombre, me mira desde lejos, y se aleja más, y es más lejos, y siempre es, y siempre será lejos donde está y estará esa mujer. La indiferencia me tiembla en el cuerpo como si en sus espacios vaciados retumbara la maza que destrozó el pequeño altillo de la terraza hace muchos años.

El verdulero se da vuelta, mira el cajón de las zanahorias, las desparrama en la vereda, y selecciona las más naranjas, las que tienen menos tronco, las que me mejorarán la vista. Le pago y vuelvo por la vereda de enfrente a la cárcel orillando la tierra mojada al pie de los árboles.

El hombre que desapareció me ha hecho olvidar de la lluvia. Estoy empapada. El agua transparenta mi remera y se me marcan los pezones. Tirito. Me doy vuelta y el hombre no vuelve. Me acerco a la pared de una casa abandonada, apoyo la espalda; con sigilo la dejo arrastrarse con simetría exacta al líquido que se agolpa en el lagrimal hasta que caen juntas; la espalda, limada por la pared casi hasta el suelo; la lágrima contenida que busca al hombre en la memoria. Caemos. Lo conozco. Lo conozco. De dónde sos, te conozco. Conozco la inclinación de esa espalda; el paso a paso de ese caminar a las corridas; esa forma de caminar así, aun en contra de la marcha rapaz de los autos, aun lejos de mi imaginación cuando sueño que se rompe la roca de la planicie y floto en el aire con los pájaros.

Voy a esperarlo. No. A ustedes, no. Salvo a la mujer lejana, sí los conozco, pero el hombre que desapareció me conocía a mí. Y no vuelve. ¿No ven que no vuelve? Hace cinco horas y no vuelve. ¿Y cuánto es el valor del testimonio de otro sobre uno? ¿Cuánto más vale que otro te sepa tanto como uno no se sabe? ¿Cuánto, aunque finalmente no lo reconozca nunca si no en el brillo con baches de los ojos pardos; cuánto, si no en ese cordón de recuerdos agarrados de las manos, adormilados para conformar al mundo más débil, elidiendo el entorno fuerte; aparentemente fuerte; fuerte, en apariencia, para que no explote el lagrimal intangible de la mirada entera?

La vereda de enfrente de la cárcel duerme la siesta; también los presos que me hurgaron mientras esperaba, espalda sobre la pared, cuclillas sobre el charco, debajo de los truenos y de los relámpagos; y también los libres que le imprimieron velocidad a la calle asfaltada, ahora, muerta. Ahora sin viento, y yo no puedo soplar así, tanto.

 

Es otro día. No alcanzo a ver el número del colectivo que se acerca a la parada, pero no es azul como el que espero, es blanco, y no va a detenerse. Nadie quiere bajar ahí. Nadie sube al colectivo blanco. El sol del mediodía me entibia la cara, elevo la vista, me enceguezco, la bajo. Cruza la esquina, arremetiendo contra la loma de burro, la tercera ventanilla detrás de la cual viaja el hombre que conozco, que golpeó el vidrio para avisarme, que pasó antes de que pudiera responder al golpe con una mano alzada, agitándose con mi sonrisa extendida. Vi su cara, lo confirmo: lloré y lo conozco.

Subo al colectivo azul, le pido al chofer que siga al blanco, que lo siga, que por favor, y él no puede, me dice que hay gente que quiere ir a otro lado; hacia otras cuadras; hacia otro hombre; hacia una mujer, tal vez. Le digo que gracias, que gracias por no cobrarme porque me quiero bajar en la siguiente parada.

 

Meses después, sentada frente a la computadora, mirando a través de la ventana que da a la calle, persigo el recorrido de la mosca que busca algo podrido entre libros y artículos de librería. Se posa en el vidrio, y el hombre se detiene, del otro lado, a mirarme. Lo miro, me levanto enseguida, el herraje de la ventana está clavado en su vuelta, y el hombre apoya la mejilla en la ventana, y un beso que desaparece aparece con el calor, ahí, desde entonces.

Le hablo. Le hablo despacio para que me lea la boca, para que precise el devenir de mi lengua, y leo en su mímica que ya sé, yo sé, te conozco y te reconozco, no me abras, no es necesario, tal vez no es posible. Y yo, que sí, que sí, que sí, esperá, esperá que la llave está en la cocina; la busco, entrás, pasás, te quedás un rato, aunque sea un ratito; no sé, ¡sabés tanto de mí!, quiero esos datos, quiero conocerme; ya te abro la puerta.

Las ráfagas se llevan las hojas de mis árboles a la cuadra siguiente y, a mí, vienen las hojas de los árboles, las semillas y el polen de la cuadra anterior. El hombre que conozco no está. ¿Fue una ráfaga, viento de mi viento, el hombre que conozco, al que besé en el vidrio, el que vuelve y vuelve a través del dibujo del beso que reaparece cuando hace calor?

Corro diez cuadras. La puerta abierta de casa, a las resultas de quien quiera hurtar; o simplemente espiar; o pensar que solo soy alguien que está en el patio llenando un balde para limpiar la vereda. Ninguna ráfaga me propulsa en la maratón hacia alguien que no está en ningún lugar cercano. Vuelvo. Hace mucho que no llueve. Camino sobre el cordón, entre los yuyos tiernos que crecen en las juntas y la podredumbre del agua estancada en la zanja. La puerta, abierta; nadie, adentro. En la casa no falta nada, pero está vacía.

 

No lo vi nunca más. Hasta ahora nunca más. Nunca más hasta que lo tangible se queda quieto en una sola parte.

Camino por un pasillo largo, con la cabeza gacha, un día soleado, después de la lluvia. Inspiro ese aire límpido, sin la polución que emanan los libres en las calles. Un centenar de mariposas, y el hombre, que sobrevuela todo el espacio, la intemperie ilimitada, nicho verde de la ciudad, plataforma donde todos desaparecemos al doblar la esquina.

Detrás del paredón rosa, a la vera del cual me vendieron un molinete que sí daba vueltas porque el viento ahí es una atracción, un acontecimiento para todo lo liviano que necesita romper su inercia, el hombre que me conoce orbita epitafios; llantos en masa; cajones de roble, de pino o de álamo; coches negros altisonantes que andan lento, muy lento, en simetría con las peregrinaciones; y los pasillos, los laberintos, las cenizas.

Quiero abrazarlo conteniéndolo de algún modo con los brazos en cruz, pero no hay forma de abarcar la inmensidad de ese aire donde el hombre que conozco y reconozco se mezcla y se funde.

Fuera del silencio este; fuera de este aprecio por lo perdido; fuera de este olor impoluto a flores y a pasto rociado, a jardines donde en todas las estaciones crecen pimpollos y rococós, aparecerá ese hombre que yo conozco.

 

Vuelvo a casa. Una mosca vuela sobre este texto y se posa sobre el beso de la ventana que da a la calle.

 


MancusoGisela Vanesa Mancuso, Abogada (no ejerce), Técnica Superior en Redacción (título oficial), Coordinadora de talleres literarios, Escritora. Publicó, entre otros, Septiembre sin p no es primavera y La construcción narrativa del acontecimiento autobiográfico.