Foto: Mike Castro Demaria on Unsplash
THOREAU EN MI TERRAZA
En esta primavera, los hechos se transforman en sucesos. Acusan, parece, más grados de intensidad. Uno de los sucesos de esta primavera es un pimpollo de rosal abriéndose. El otro, una flor de cactus todavía cerrada, pero intensamente visible. La rosa anaranjada en ciernes es hipnótica. Cada mañana, hago silencio frente a ella. Habrá un crecimiento parsimonioso hasta que estalle. Este rosal mío es rey en las tierras altas de Chacarita. Entendí hace tiempo que el problema acuciante de que no haya palabras para ciertos estados o procesos, no ofrece vías de solución. Así que convivo con esa fragilidad. A veces siento un puntazo, dónde, no sé dónde, que revela el ansia. Es ya antiguo el puntazo; ahora es, también, más sereno, como una mano abierta que presiona, dónde, no sé dónde, y nada más. Del respingo doloroso, llegué a tener nostalgia. La palabra pimpollo –puntazo que comparece ahora como apremio– por su acumulación de sonidos pomposos, engullidos, de oneroso rompimiento de lo cerrado a lo doblemente abierto, está demasiado lejos de lo real. La palabra es minusválida al lado del acontecimiento. Un pimpollo de rosal exige una espera-filo. Desfiladero de silencio, esa espera. Todo el silencio del mundo cae en plisados sobre el crecimiento invisible. Estoy dentro de la casa. No es la madrugada. Le rezo al rosal a esa hora. No puedo estar incesantemente frente a él. Solo cruzo el desfiladero en la madrugada.
No le hablo a las plantas. Le hablo a los animales. En la zona fronteriza de esa dicotomía se hallan los cactus y las suculentas, que son los animales entre las plantas. Fluyen hacia la animalidad. Son híbridos, heterogéneos en su composición. Tienen carne. Corté hojas de suculentas por la mitad: se trata de tejido animal. Puse las mitades de hojas más gruesas de cara al sol, para observar la composición del interior. Carne al hueso, decía Virginia Woolf sobre el proceso de escritura de una novela. A los cactus y a las suculentas sí les hablo. Mejor dicho, los interrogo. ¿Qué es eso?, pregunto. La pregunta está rodeada de vasallos anecdóticos, que se sueltan de mi boca, referidos a la lluvia o al sustrato, que no vale la pena mencionar. ¿Qué es eso? Esta es la pregunta.
La enumeración tiende a no ser verdadera. Es un despilfarro enumerar cuando los sucesos son grandiosos. Se lo hace porque la ansiedad invita a la serie. La experiencia es posible. La escritura intenta chupar el grano último. En ese movimiento, no en el resultado, tal vez se encuentra un modo. La experiencia va con mayúsculas, como rosal o cactus. Son nombres de tierras altas. La mayúscula permanece oculta.
Una mañana descubrí que en el cactus había aparecido un penacho en un borde, una nuez recubierta con telillas grisáceas, que ameritó la pregunta ¿qué es eso?, pero con cierto temor, porque parecía una enfermedad, una peripecia emplumada, y también porque esa mammillaria nunca había dado flores. Últimamente, leí a Thoreau. Estiré el índice para tocar aquello, para que el tacto decidiera, como decide, si es que puede, con los cuerpos, el amor o el rechazo. La contemplación, la clasificación, como una de las bellas artes. Thoreau escribe sobre el arce rojo: “Algunos árboles aislados, de color rojo escarlata, vistos junto con otros de su especie, aún verdes, o con árboles de hoja perenne, son más memorables que enteras arboledas”[1]. El índice no llegó a tocar la nuez plumífera. El tacto no decidió nada. Era memorable la contemplación en sí misma. La terraza, sus plantas, el cielo, parecía combarse mansamente hacia el suceso del cactus. Había, sin embargo, lo llegué a ver, un horizonte que compartían el pimpollo del rosal y la floración del cactus: una estría de luz, que configura lo inalcanzable, lo que se quiebra, lo que repele la solemnidad y la postal, lo que empuja ávidamente hacia una enumeración para apresarlo, aunque el gesto esté groseramente lejos de acercarse al acontecimiento. Lo memorable de la naturaleza es un secreto que la misma naturaleza retiene. No es el mar, es un punto en el medio del arco visual, ahí donde acecha, debajo, una profundidad azabache. Tampoco es la llanura: es una casa blanqueada con una ventana y una pelopincho en el frente, con una mujer que abre la puerta, mira hacia atrás antes de salir. “No quería vivir lo que no era vida, ni quería practicar la renuncia, a menos que fuese necesario. Quería vivir profundamente y extraer toda la médula a la vida, vivir de una forma tan intensa que pudiese prescindir de todo lo que no era vida”, escribió Thoreau[2]. El detalle en un conjunto. Tal vez, ese conjunto deba ser armonioso, en el sentido de líneas intensas y puras. Una arboleda, una llanura, el mar. Sin esfuerzo, es el detalle el que avanza hacia el que observa. Cuando era chica y encontraba un hormiguero, movía la tierra con una ramita para ver a las hormigas bullir –sé que pensaba en ese verbo y es extraño el recuerdo de un verbo así– y después esperaba. Se desparramaban en todas las direcciones, las larvas tan blancas se volvían, al sol, cristales, y el tiempo, ya de por sí dilatado, se ensanchaba aún más, un pozo de tiempo, los llamados de las otras niñas golpeaban contra mi concentración absoluta. Había un ciruelo en el jardín de la casa de una amiga. Nos trepábamos. La abuela y la hermana de la abuela cosían en el comedor hundido. Mi mano alcanzaba la ciruela amarilla. Pero era la puntada rítmica lo que latía en el tirón y en el desprendimiento, las manos dentro, la mía, voraz, porque el detalle, cuando avanza, es siempre inesperado.
Tablas, $ 8,03 ½ la mayoría ripias.
Tablas de desecho para el techo y las paredes, 4,00
Listones, 1,25
Dos ventanas de segunda mano con vidrios, 2,43
Mil ladrillos viejos, 4,00
Dos barriles de cal, 2,40 Resultaba cara.
Cerda, 0,31 Más de lo que necesitaba.
Soporte para el hogar, 0,15
Clavos, 3,90
Bisagras y tornillos, 0,14
Cerrojo, 0,10
Yeso, 0,01
Transporte, 1,40 del cual cuidaron en gran medida mis espaldas.
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Total $28,12[3]
Esta es la lista de gastos relativos a la construcción de la pequeña cabaña, que Thoreau habitó durante dos años, entre 1845 y 1847, al borde de la laguna Walden, en Concord, Nueva Inglaterra, en un terreno cedido por su admirado Emerson. “Mil ladrillos viejos”, escribió. Los demás ítemes, no están acompañados de ese numeral que propone: infinito. ¿Sobre esa ambición predijo el detalle? En la arboleda, un arce rojo. Si hay arboleda, entonces, un arce rojo. La contradicción aparente entre la cabaña rústica y esos mil ladrillos, la atadura tibia a la lista de gastos, que es la forma más promiscua de una enumeración, ¿es la médula que le permitió dedicar dos años en soledad absoluta a cultivar el huerto, pasear por los bosques, observar su entorno, al mismo tiempo que escribía, reflexionaba, buscaba respuestas?
El cactus fue una herencia. No parecía estar a gusto en la manada. Lo cuidé en los veranos. En los inviernos, comprendo que no hay que acercarse a ellos. Hago como si no existieran: es mi forma de amarlos con locura. Ya tienen demasiado con el frío, no veo razón alguna para atormentarlos con intensidades extras. El cactus pasó dos años sin crecer, melancólico, taimado. “El mundo no es sino un lienzo para nuestra imaginación”, escribió Thoreau[4]. ¿Qué es eso? ¿Qué era aquello que lo mantenía igual? ¿La compañía cercana de la manada, cuyos jerarcas manifiestan, ya desde hace años, una sólida belleza? ¿Una cerrazón sutil, una pasividad murmurante? ¿En qué escritura, lo murmurante? Dos años y, un verano, se desató. Creció a lo loco, dio hijos y más hijos, que planté en mil macetas. Hijos que, a su vez, dieron hijos. Y, entonces, ahora, la flor.
El rosal es mi primer rosal. Espinas y tijera. Poda en los meses sin erre. Corte de la rama con la rosa en el punto donde crecen cinco hojas hacia el exterior. Ni arriba ni debajo de eso. No leí sobre rosales y su cultivo: escuché. Me niego a que el saber provenga de textos escritos. Escucho a los que saben, sigo mi intuición. Me di cuenta de algo importante: un rosal, en mí, enciende el miedo a la muerte. Quito con delicadeza las hojas amarillas durante la floración. Viví, le digo, rey de las tierras altas. Vivamos. Pero no hay palabra articulada. Las rosas, a la mañana, cuando recién me despierto y camino hacia ellas. Escribo, otra vez, sin predicación: las rosas, a la mañana, cuando recién me despierto y camino hacia ellas.
Noviembre, 2020
[1] Thoreau, H.D, (2020). La noche y la luz de la luna, Buenos Aires: Ediciones Godot
[2] Thoreau, H. D, (2013). Walden, Madrid: Errata Naturae
[3] Thoreau, H. D, (2013). Walden, Madrid: Errata Naturae
[4] Thoreau, H. D, (2013). Walden, Madrid: Errata Naturae
Gloria Peirano es novelista y docente universitaria. Es Licenciada en Letras por la UBA. Publicó “Miramar” (2da. Mención del Premio de Novela de Página/12-2007) en 2012, por El fin de la noche, “Las escenas vacías” en 2016, por el Ojo del Mármol, “Manual para sonámbulos”, (en: “El lago helado”, Papel Cosido, UNLP) en 2019 y “La ruta de los hospitales”, (Segundo Premio del Concurso de Novela del FNA-2017, novela finalista del Premio Rómulo Gallegos 2020) en 2019, por Editorial Alfaguara. Es Cocoordinadora del Laboratorio de Escritura Académica (LEA) en UNTREF y Profesora Adjunta, en la misma universidad, de la materia Textos Académicos, en la carrera Gestión del Arte y de la Cultura. Es Profesora Titular de Morfología y Sintaxis, en la carrera Licenciatura en Artes de la Escritura de la UNA. Es coguionista de las películas “El día nuevo” (2016), “El estanque” (2017) y guionista de “La deuda” (2019), dirigidas por Gustavo Fontán.