Foto: Kendall Fletcher on Unsplash
EL HOMBRE DE MADERA
No todas, pero casi todas las semanas lo veo. Está sentado en el bar de la Iglesia redonda, en Juramento. O en algún banco cercano. Es robusto, no necesito verlo de pie para darme cuenta de la distancia que hay entre sus hombros, debe tener años de entrenamiento. Se viste siempre de la misma manera: jean azul, borcegos, chaqueta verde militar. La melena rubia y un poco apelmazada le tapa la nuca. Su cara es grande, cuadrada y barnizada por el sol. Su cara y toda su cabeza es de madera, un bloque de roble tallado, apenas coloreado en los pómulos. Parece un viejo soldado alemán, pero no es viejo. Parece un viejo soldado disfrutando de las cosas simples de la vida, como estar sentado en una plaza tomando sol. Su mirada dura y un poco perpleja, como si no entendiera bien lo que está pasando alrededor, me hace pensar que viene de otro tiempo y otro lugar. No sabe el idioma, no tiene dinero, no conoce a nadie que lo pueda ayudar, pero encontró un lugar tranquilo donde quedarse. Tiene la quietud apabullante de un dios.
El hombre de madera vive en la calle. No me había dado cuenta hasta ayer que lo vi durmiendo en una de las sillas de Freddo, del lado de la Recova, bajo techo. A un costado, contra la pared, había un amontonamiento de bolsas y cachivaches. Dormía como duerme al sol, con la expresión aplomada en el rostro. Tenía puesta la chaqueta de siempre verde militar. Dormía con las manos sobre las rodillas, como si estuviese meditando. Un amigo que suele pasar por el mismo lugar y lo tiene visto dice que más que alemán parece ruso. Está a la intemperie pero no se lo ve indefenso. Tiene dignidad y quizá no esté tocado como mucha gente que vive en la calle. Su cara de madera, ahora lo sé, se debe a las horas que pasa sentado en esa silla de Freddo. Un color de piel que solo tienen los que, por trabajo o desocupación, se pasan el día afuera.
Leyendo la novela de Elliott Chaze, Mi ángel tiene alas negras, me di cuenta de cómo era el color de su cara. Rojo chocolate, el color de los que se broncean esquiando en la nieve, los que se queman con el sol del invierno.
Ayer lo volví a ver, rondaba cerca de una pequeña mesa plegable donde había apoyado un cartel colorido. Traté de ver de lejos lo que había en la mesa y qué decía el cartel, parecían artesanías, pero me costaba creer que ese hombre que yo había confundido con un soldado ruso o alemán pudiera ser un artesano. Debía estar vigilando el puesto de otra persona. Eso fue de camino a la psicóloga. A la vuelta volví a verlo pero ahora de forma inequívoca estaba parado junto a la mesita donde no había nada de lo que yo había creído ver. El cartel decía varias cosas pero lo único que llegué a leer es la palabra Tarot. ¿Tarot? El desconcierto fue mayor que si hubiese distinguido pulseras y collares artesanales. ¿Ese hombre de tez rojo chocolate, gesto recio, chaqueta verde militar, tiraba las cartas? Me frené unos metros más adelante. ¿Ir o no ir? Ahora tenía una buena excusa. Preguntarle cuánto cobraba la consulta, por ejemplo. Me imaginé cómo sería estar sentada delante del soldado, viendo sus manos enormes mezclando la baraja, formando un abanico sobre la mesa con las figuras hacia abajo, extrayendo las cartas y dándolas vueltas para responder sobre mi presente y mi futuro. No me animé. No me hubiese animado de otro modo tampoco, pero menos con él. Me acordé del cuento de Claire Keegan en que el sacerdote va a consultar a un médico chino en una casa rodante. Todo el cuento gira en torno al amor perdido, a la cobardía y a un nombre (el de la amada) que él no puede pronunciar. Al sacerdote le toca casar a la mujer por la que estaba dispuesto a dejarlo todo. Lo que piensa y lo que siente van por caminos opuestos. Se la aguanta, no le queda otra. En la misma boda oye hablar de un chino sanador; sale a caminar, quiere escapar de todos lados y termina yendo a la casa rodante donde vive el chino. No sabe por qué está ahí, o no quiere saberlo. Él hace lo que el chino le indica, toma el té que le ofrece y se recuesta sobre un colchón en el piso. El chino presiona con sus pulgares en la planta del pie, sube por las piernas, sacude los brazos, golpea en la espalda, el cuerpo del sacerdote va cediendo de a poco. En un momento algo adentro se destraba, una conmoción interior lo ayuda a gritar el nombre que no podía pronunciar. El nombre del amor y del dolor. Entonces pensé: si me animo, la semana que viene me acerco a la mesa del soldado y le pido que me tire las cartas.
Alejandra Zina nació en Buenos Aires, en 1973. Publicó la antología Erótica argentina (2000) y, en co-autoría con Guillermo Korn, la compilación En primera persona. Correspondencia argentina en dos siglos (2003); los libros de cuentos Lo que se pierde (2005) y Hay gente que no sabe lo que hace (2016); y la novela Barajas (2011). Sus cuentos forman parte de antologías y publicaciones literarias de Argentina, Uruguay, Brasil, México y España, y fueron traducidos al portugués, inglés y hebreo. Coordina clínicas de narrativa y talleres literarios de forma particular y en la Escuela Nacional de Experimentación y Realización Cinematográfica [ENERC]. Es una de las organizadoras del Ciclo Carne Argentina de lecturas en vivo.