ENTRE LA IMPOSIBILIDAD DE ESCRIBIR Y LA EXTRANJERIDAD DE LA MUJER
Llevo años hablando, escribiendo, pensando, sobre la idea de la imposibilidad del decir, y todavía me pregunto cómo he sido capaz de decir algo. Cuando rasco, raspo, para encontrar la respuesta a esta pregunta, me doy cuenta de que es justamente por eso que escribo (que escribo sobre ello, y que escribo literatura). En este artículo voy a intentarlo una vez más (voy a fracasar una vez más, a fallar una vez más, a balbucear una vez más).
Araño la idea de la mascarada, que Lacan toma de Joan Rivière, para expresar mi idea central: así como la máscara, según Lacan, no esconde ninguna verdad sino que es ella misma la verdad, mi idea de imposibilidad del decir no esconde una posibilidad anterior y por fuera, una posibilidad base, sino que es ella misma la escritura.
Si escribir fuera posible, quizá no se escribiría. Encuentro que lo literario está, radica, en la imposibilidad de la escritura. Dicho de otra manera: se escribe porque es imposible, y entonces se escribe en esa imposibilidad. Solo en lo indecible se escribe, porque la escritura surge donde la palabra es insuficiente y fracasa. O al revés: allí donde la palabra fracasa, sucede la literatura.
Para hablar de este indecible necesito hablar de extranjeridad: soy extranjera ante la escritura. Algo de la lengua madre se disuelve. La lengua es una otredad sospechosa: ¿cuánto era eso lo que yo quería decir? Ahí donde me falta, donde no tengo, donde no puedo, escribo. Escribo exiliada. Y la literatura es el territorio natural para ese exilio.
En la operatoria de la escritura hay algo que se desplaza de lo posible a lo imposible. La posición de extranjeridad implica un fuera-de-lugar. La lengua se hace extraña, extrajera, insuficiente, impotente. La incomodidad resultante es el motor de la escritura literaria.
Tengo especial interés, quizá por una identificación biográfica, por aquellas escritoras que tuvieron que migrar de su lugar de nacimiento y que desarrollaron su carrera literaria desde un afuera concreto, desde otro país, diferente al país de nacimiento. No solo me interesan los casos en los que tuvieron que adoptar una lengua diferente a la lengua materna para desarrollar la escritura, sino también aquellos que no, pero que, sin embargo, cuestionan necesariamente a esa lengua madre. Es decir, con o sin cambio de idioma, encuentro que la literatura migrante dobla la apuesta: si la extranjeridad es constitutiva de una operación de escritura, ¿qué más (o qué menos) puede decir una escritura que se hace desde un fuera-de-lugar literal?
Voy a tomar a cuatro escritoras para referirme a esto: Clarice Lispector, Agota Kristof, Sylvia Molloy y Clara Obligado.
Clarice Lispector nació en Ucrania, y siendo bebé su familia se traslada a Brasil. Se cría en Brasil, se escolariza en portugués, pero su familia habla el ruso en la casa, y las raíces familiares lo atraviesan todo (¿cuándo no?). Ella escribe siempre en portugués, en la única lengua que sabe hacerlo, pero un dato curioso es que su acento era muy “extraño”, y alguna teoría atribuye ese elemento diferenciador en su modo de hablar al hecho de estar criada, de alguna manera, entre dos lenguas. Sus libros, además de ser joyas que exploran literariamente el mundo en su totalidad y la condición de mujer en particular, reflexionan permanentemente sobre el acto de la escritura, y más aun sobre las posibilidades e imposibilidades del lenguaje:
“Al escribirlo, de nuevo la certeza solo aparentemente paradójica de que lo que hace difícil escribir es tener que usar palabras”[1].
La paradoja no es aparente, porque en realidad es una condición de ser, es una condición de posibilidad. Esa es la paradoja: que la condición de posibilidad es la imposibilidad. La posibilidad de escribir es la imposibilidad de la palabra. Sobre esto mismo dice más:
“Entonces, escribir es el modo de quien tiene la palabra como carnada: la palabra pescando lo que no es palabra. Cuando esa no-palabra (la entrelínea) muerde el anzuelo, algo se escribió. Una vez que se pescó la entrelínea, con alivio se podrá arrojar la palabra afuera. Pero cesa la analogía: la no-palabra, al morder el anzuelo, la incorporó. Lo que entonces salva es escribir distraídamente”[2].
Me parece hasta optimista esta última idea, de salvación. La posibilidad de escribir en la entrelínea, o eso que yo prefiero llamar intersticios, fisuras, grietas. Allí donde algo se rompe, donde algo da un desperfecto, donde la raja, donde la falla, se escribe.
Agota Kristof nació en Hungría en 1935, y en 1956, con 21 años, se trasladó a Suiza. Desarrolla su carrera literaria en el país de acogida en su exilio político. Escribe toda su obra en francés. Y, sobre todo, escribe sobre esa escritura, sobre el hecho de la adopción de una lengua extranjera, sobre su exilio y su extranjeridad. En su libro La analfabeta. Relato autobiográfico se pregunta:
“¿Cómo habría sido mi vida si no hubiera dejado mi país? […]. De lo que sí estoy segura es de que hubiera escrito lo que fuera en cualquier lengua”[3].
Lo interesante en esta autora es ver cómo esa pérdida de lengua materna y adopción de otra, diferente y nueva, literaliza y literaturiza ese fuera-de-lugar, es decir, cómo se hace literal y literatura el hecho del desplazamiento y del exilio. En el mismo libro indaga en el tema:
“Hablo francés desde hace más de treinta años, lo escribo desde hace veinte años, pero aún no lo conozco. Lo hablo con incorrecciones, y no puedo escribirlo sin ayuda de diccionarios, que consulto con frecuencia. Esa es la razón por la cual digo que la lengua francesa, ella también, es una lengua enemiga. Pero hay otra razón, y es la más grave: esta lengua está matando a mi lengua materna”.[4]
Sylvia Molloy también reflexionó en su obra sobre esta condición de extranjeridad. Vivió en Nueva York, y practicó la escritura tanto en inglés (su lengua paterna) como en castellano (su lengua materna). El libro Vivir entre lenguas contiene ensayos breves, de corte autobiográfico, donde habla de esto. Algunos de los títulos de esos ensayos ya anticipan el carácter del libro: “Pérdida”, “Territorio”, “Punto de apoyo”, “Lengua animal”, “No quiero ser otro”, “Cruces bilingües”, “Bilingüismo inmigrante”, “Derroches bilingües”, “Habla casera”, “Acento”, “Lengua y trauma”, “La lengua del padre”, “La lección de escritura”, entre otros, igual de sugerentes. Dijo Molloy que siempre se escribe desde una ausencia[5]. Lo dijo refiriéndose al bilingüismo constitutivo de ella, que al elegir un idioma des-eligió otro, sin embargo, creo que esa formulación es mucho más amplia, que excede un mero tema de idiomas. Yo también creo que se escribe siempre desde una ausencia. Y esa ausencia es el espacio, el agujero, que hace existente la falla, la falta. Si la migración acarrea ausencias, la escritura también. La ausencia es de palabras, diría Lispector. La ausencia es un idioma des-elegido, diría Molloy. Y por todo ello, la ausencia es de tierra firme, de sí-lugar, la ausencia es de posibilidad de decir. Se escapa, se exilia.
Clara Obligado llegó a España en el año 1976, exiliada política de la Argentina a causa de la última dictadura cívico-militar. Dice en su maravilloso libro Una casa lejos de casa:
“Escribir para dar cuenta del desplazamiento y de la pérdida. Escribir desde fuera […]. Escribir con una forma fronteriza, discontinua, sin una geografía concreta. Si aceptaba esa literatura desterrada, ¿en qué marco me movería?, ¿hay un espacio para estos libros? Una vez me preguntaron en qué apartado había que colocar un libro mío, si en literatura española o argentina. Elegir me costaría años de terapia”[6].
Todas estas autoras citadas hablan de la extranjeridad de la lengua, de la escritura desplazada; reflexionan sobre el hecho de escribir y apuntan a eso que yo entiendo que duplica la apuesta: la escritura migrante.
No quiero dejar de relacionar esta cuestión de la extranjeridad con lo constitutivo de lo femenino (aunque hasta aquí ya lo haya rozado un poco y no haya sido arbitrario comenzar mencionando a la mascarada). Si la escritura migrante dobla la apuesta, la condición femenina la redobla. Porque así como la extranjeridad constitutiva de una operación de escritura ve su apuesta duplicada en la escritura migrante, creo que ve su apuesta redoblada en la escritura de lo femenino. Antes me pregunté qué más o qué menos puede decir una escritura migrante desde un fuera-de-lugar literal, y ahora me pregunto, ante la escritura y lo femenino, dónde es ese lugar, o cómo es ese lugar (quizá ya no es fuera-de sino no-[7], quizá ya no es literal, sino simbólico). Y la pregunta por el lugar es la pregunta por la mujer. Y digo que esa es la pregunta porque me interesa cuestionar y explorar –y lo hago en cada libro que escribo– el lugar, ubicación o posición, de la mujer. Si el psicoanálisis se preguntó qué quiere la mujer, o luego, de qué goza una mujer, yo acabo una de mis novelas preguntando dónde cabe la mujer[8]. Cuestionar el lugar de lo femenino es asumir su extranjeridad. O dicho de otra manera: habría una extranjeridad constitutiva de lo femenino que se haría cuerpo, carne, justo en el punto de lo indecible (del deseo). En ese sentido, la escritura y lo femenino se articularían como las dos caras de dicha extranjeridad: la extranjeridad es constitutiva de lo femenino y la extranjeridad es constitutiva de la escritura. Cuando la literatura puede decir algo de esto, es cuando sucede, cuando aflora en su condición primaria, porque decir algo de esto es decir en el exilio de la posibilidad, es decir en lo imposible. La imposibilidad del decir está siempre en relación con la extranjeridad, por lo tanto, la dificultad de escribir lo femenino se ve necesariamente tomada por esa operación literaria.
Dos escritoras van a ayudarme a indagar en esta idea de imposibilidad de decir o de extranjeridad en la escritura y lo femenino: Alejandra Pizarnik y Marguerite Duras.
En los libros de Marguerite Duras, el paradigma entre lo femenino y lo masculino, en los vínculos familiares, en los vínculos amorosos, nos arrastra, con esa corriente fluvial que atraviesa a El amante, a leer lo imposible de. Lo irreconciliable entre el hombre y la mujer. Una de las tantas preguntas que se desprenden de la novela más conocida de Duras es cómo narrar el cuerpo y cómo narrar el deseo. Y ahí, en el punto del deseo, es donde la narrativa de Duras pone en juego lo femenino y la posibilidad de la escritura. Decir el deseo siempre en el límite de lo posible y escribir a pesar de. Dijo la autora que cuando las mujeres no escriben desde el lugar del deseo, no escriben, están plagiando. Es decir, el deseo es lo original, lo originario:
“El deseo es una actividad latente, y en eso se parece a la escritura: se desea como se escribe, siempre”.
En Duras aparece, entonces, el binomio deseo-escritura como la posibilidad de. De decir, de escribir. Una posibilidad siempre al borde de lo posible. Para Duras la escritura también es extrañamiento; hay un límite, hay una frontera, la palabra es fronteriza, “hay cosas que no reconozco en lo que escribo. Es decir, me vienen de otro lugar”: es extranjera. Ya analizó Lacan lo que Lol[9] no es capaz de decir, y las palabras como borde, como contorno (del nombre); la letra, lo literal, como litoral[10]. Esta noción geográfica para la escritura implica un territorio, un cuerpo, el cuerpo del texto, que es el cuerpo propio de la escritora, de la escritura, y el cuerpo extranjero, extraño; como mirarse una mano y no estar segura de que sea de una, de que sea la de pluma. En el libro El arrebato de Lol V. Stein leemos sobre el lenguaje, sobre lo indecible, y ahí donde está la falta de palabra, el hueco para la escritura, sucede precisamente el texto y su materialidad. Quizá eso sea la paradoja, y lo extraño.
Alejandra Pizarnik es la poeta argentina que, además de todo, tradujo al castellano la novela La vida tranquila de Marguerite Duras (novela a través de la cual yo hago mi propio homenaje a Duras en La versión extranjera[11]). Si la poesía es el género preciso, perfecto, para el exilio del lenguaje, en los versos de Pizarnik el propio metalenguaje se fuga del lenguaje, es un exilio de a dos o de tres, es el verso, es el poema, es la poeta. Dice en algunos de sus versos más famosos:
“No / las palabras / no hacen el amor / hacen la ausencia / si digo agua, ¿beberé? / si digo pan, ¿comeré?”[12].
Esa ausencia es ese hueco tantas veces mencionado. Pero en el mismo poema se refiere además a la cuestión de la lengua materna:
“nunca es eso lo que uno quiere decir / la lengua natal castra / la lengua es un órgano de conocimiento / del fracaso de todo poema / castrado por su propia lengua”.
Y algunos versos más abajo:
“entre lo decible / que equivale a mentir / (todo lo que se puede decir es mentira) / el resto es silencio / solo que el silencio no existe”.
El poema termina con este verso: “Ninguna palabra es visible”. Pero lo más fascinante en Pizarnik no es solo lo in-decible, lo in-visible, lo in-asible, sino todo lo in- (que provoca lo ex-: extranjería, éxtasis…) en relación con el deseo. En su texto poético “El deseo de la palabra”[13] se lee:
“Tú ya no hablas con nadie. Extranjera a muerte está muriéndose. Otro es el lenguaje de los agonizantes”.
Y en el final del texto, esto:
“Ojalá pudiera vivir solamente de éxtasis, haciendo el cuerpo del poema con mi cuerpo”.
Podría decirse mucho más de la gran poeta argentina que dijo “sospecho que lo esencial es indecible”, que hizo de la falla constitutiva del lenguaje el tema central de su obra, que dijo “soy mujer” en uno de sus poemas más famosos, que hizo del deseo no solo el deseo de la palabra sino también “La palabra del deseo”[14], donde evoca “el lenguaje roto a paladas”, “la melodía rota de mis frases”, y ese terrible y verdadero “No sé qué más decir”, pero que dijo “cada palabra dice lo que dice y además más y otra cosa”.
Ya mencioné mi última novela, La versión extranjera. Dije que era, a mi modo, un homenaje a Duras (concretamente a su segunda novela, La vida tranquila). Creo ahora que desde el título mismo es un homenaje a la extranjeridad de la escritura, a su imposibilidad, no solo por lo migrante sino también por lo femenino. Ambas dimensiones configuran la trama. La narradora de esta novela quiere decir su versión, pero su versión, lo más propio que tiene, le es extranjera incluso para sí misma (es casi como esa idea lacaniana de que la mujer siempre es otra, incluso para sí). Está en otro país queriendo hablar, donde manejan otra lengua, pero tal vez no sea solo un tema de fuera-de-lugar lo que hace que le sea imposible decir, sino también un tema de posición simbólica dentro de la configuración de una familia de tres (madre-hermano-hermana); y un tema de cuerpo y de deseo, siempre imposible de decir. El deseo por su hermano (aquí mi homenaje más evidente a Duras), el vínculo con la madre (el estrago), y el hermano en la posición de poder y dominio. Si en La huésped estaba la pregunta concreta acerca del lugar de la mujer, en esta novela está la pregunta concreta por la lengua y por el cuerpo:
“¿No tener lenguaje en común es como no tener sexo?”[15].
En el mismo capítulo, pocas páginas antes, dice:
“Soñé con hermano. Él y yo teníamos lengua en común. Hablábamos. Quiero que vuelva al español. El idioma materno es como sexo. Quiero regresar a algo muy originario”[16].
La solapa del libro, que resume su argumento, acaba con esta frase: “Es imposible decir: una especie de traición de la lengua madre”.
Y sin embargo, la novela existe, la literatura existe, este artículo existe, algo se escribe. Y no es a pesar de, sino justamente por.
Florencia del Campo (Buenos Aires, 1982) vive en Madrid desde el año 2013. Es Editora por la Facultad de Filosofía y Letras (Universidad de Buenos Aires), donde también se formó en la carrera de Letras. Publicó las novelas La huésped (Baltasara editora y Base editorial, 2016), Madre mía (Caballo de Troya, 2017) y La versión extranjera (Pretextos, 2019). En poesía, los libros Mis hijas ajenas (Editorial Sloper, 2020) y Las casas se caen en verano (Graviola, 2022). Tiene, además, varios libros infantiles publicados en España. Imparte talleres de escritura y colabora en publicaciones periódicas.
[1] Lispector, Clarice, Aprendiendo a vivir. Madrid: Siruela, 2018.
[2] Lispector, Clarice, Agua viva. Madrid: Siruela, 2020.
[3] Kristof, Agota, La analfabeta. Relato autobiográfico. Barcelona: Alpha Decay, 2015.
[4] Kristof, Agota, Ibid, pág. 37.
[5] Molloy, Sylvia, Vivir entre lenguas. Buenos Aires: Eterna Cadencia Editora, 2015.
[6] Obligado, Clara, Una casa lejos de casa. Valencia: Ediciones Contrabando, 2020.
[7] Pienso este no- en relación a la idea de que La mujer no existe, o al concepto de no-todo en la mujer.
[8] del Campo, Florencia, La huésped. Barcelona: Editorial Base, 2016.
[9] Lacan, Jacques, Homenaje a Marguerite Duras del arrebato de Lol V. Stein, 1965.
[10] Lacan, Jacques, Lituraterre, en revista Littérature n°3, 1971.
[11] del Campo, Florencia, La versión extranjera. Valencia: Pre-textos, 2019.
[12] Pizarnik, Alejandra, En esta noche, en este mundo, en Textos de sombra y últimos poemas. Buenos Aires: Sudamericana, 1982.
[13] Pizarnik, Alejandra, “El deseo de la palabra”, en El infierno musical. Buenos Aires: Siglo Veintiuno, 1971.
[14] Pizarnik, Alejandra, “La palabra del deseo”, en El infierno musical. Buenos Aires: Siglo Veintiuno, 1971.
[15] del Campo, op. cit., p. 68.
[16] Ibid, p. 65.
Florencia del Campo (Buenos Aires, 1982) vive en Madrid desde el año 2013. Es Editora por la Facultad de Filosofía y Letras (Universidad de Buenos Aires), donde también se formó en la carrera de Letras. Publicó las novelas La huésped (Baltasara editora y Base editorial, 2016), Madre mía (Caballo de Troya, 2017) y La versión extranjera (Pretextos, 2019). En poesía, los libros Mis hijas ajenas (Editorial Sloper, 2020) y Las casas se caen en verano (Graviola, 2022). Tiene, además, varios libros infantiles publicados en España. Imparte talleres de escritura y colabora en publicaciones periódicas.