Dacal, Hipólito

Hipólito en Barracas. Pablo Dacal

ph Ivan Cazenave

HIPÓLITO EN BARRACAS

Pablo Dacal

 

“No volveré a tropezar con la piedra de la verdad nuevamente” dijo Hipólito atravesando el Parque Lezama, los árboles caídos tras el incendio, una tarde de primavera en que caminábamos juntos. “Por rendir culto a la ausencia de magia e inventiva, bajo la idea de la verdad, han destrozado buena parte de la música en la región.”

Pregunté a Hipólito a que se refería con estas declaraciones, por lo que se apoyó en la baranda del mirador, y con la brisa del río lejano detrás suyo habló así:

“Todos los valores han sido derribados, pero no hemos sabido construir los nuevos valores aún. Vivimos con un pie en el nuevo mundo y otro en el antiguo, no sabemos en qué creer definitivamente, ni en quien confiar. La verdad no puede escribirse en mayúsculas porque no hay ser que la sostenga. Tratamos de surfear las olas del mundo contemporáneo, sin anclarnos en conceptos rígidos. Todo es devenir, mi querido. Una melodía que avanza entre las consonancias y las disonancias del devenir cotidiano.

¿Qué buscamos, entonces, al cantar? ¿La belleza? ¡No! Los viejos valores han caído hace tiempo. Lo bello y lo feo, lo nuevo y lo viejo, lo bueno y lo malo. Todo lo bello pierde su encanto y pasa de moda. Nos avergonzamos del amor para reivindicarlo con la mirada lejana, la que ironiza o añora, para no sentirse parte del mismo y transformarlo en caricatura. ¡Somos la mueca de lo que soñamos ser!

“¿Porqué cantamos, entonces?” – preguntó Hipólito, mirando a lo lejos, como si pudiese observar sus propias palabras, recortadas en el horizonte, mientras las pronunciaba. “Algunos dirán: cantamos nuestra utopía, no buscamos un destino porque nuestra búsqueda es el camino.

Cantamos para vivir cantando, para ejercer la voluntad del canto. Para cantar nuestra verdad al mundo, dicen los cantautores por los pueblos, con sus cuadernos repletos de canciones. Para declamar nuestra poesía y resistir al mundo endurecido, cantar nuestros amores y aventuras cotidianas. ¡Que inocentes se oyen, mis queridos cantautores! ¡Que presumidos y enamorados de sí mismos! ¡Como se nota que tienen el tanque del auto tan lleno como la heladera! ¡Que no conocen los peligros de abismarse en una auténtica épica de los sentidos!

Yo creí en la voluntad. La creí capaz de forjar un estilo con su empeño, de mutar la neurosis en obra. Pero un día la senté en mis rodillas, y la hallé demasiado pesada. Pesada y seria hallé a la voluntad, demasiado guerrera y ya sin ternura. La canción ha embellecido hasta la guerra, y siempre es su mayor ganadora. Pero ya no pueden llevarse canciones como fusiles: su poder se desgasta, y el guerrero es un blanco fácil, todos ven sus armas, sus debilidades y el profundo absurdo de sus propósitos.”

El frío ya se hacía sentir. Un grupo de personas se había reunido a nuestro alrededor, casi todos jóvenes con guitarras, y nos fuimos caminando juntos hacia el bar Británico, ubicado en la esquina noroeste del parque. Las palabras de Hipólito parecían siempre venir de otra parte, como de un lugar ya dicho, a pesar de lo cual resultaban fundadoras, dadoras de vida.

Unimos varias mesas, pedimos algo al mozo, Hipólito tomó de la mano a quien tenía a su lado y siguió hablando así:

“Lo que estamos buscando tiene voluntad de sentido, para indagar en la belleza y en la verdad. Nuestro corazón va adelante y nos guía, con su voluntad de amor conduciendo al sentimiento. Pero no hay dominio sobre la obra, no hay carrera, no hay destino posible. Corremos una maratón sobre aguas turbulentas: hay tantos ganadores como perdedores y lo único importante, lo verdaderamente importante, es hallar la soltura y la dedicación necesarias para encontrar el Swing.”

“¿Qué es el swing, Hipólito?”, preguntó el más joven de la mesa. “Nunca entendí el significado de esa palabra. ¿Es un ritmo?” Tendría unos catorce años y lo acompañaba un hermano mayor. No parecía interesarse por la música, pero la presencia de Hipólito también lo había subyugado. Había silenciado el celular, como todos, para evitar distraerse. Algunos incluso lo habían apagado.

Hipólito, con una sonrisa en los labios, respondió de esta manera:

“Es una palabra intraducible, misteriosa y cantante. Swing, tendencia al camino andante, bailando sobre sus propias huellas. Un concepto fugitivo, más libre que la voluntad y con humor celebrante. Hay quienes lo llaman mood: la boca se hace trompeta al nombrarlo. Un pulso de significante variable. Presentó el blues a los ojos de occidente, la milonga al sur de América, conquistó oídos en todos los imperios y dominó el beat del mundo con el golpe del rocanrol. Nadie puede atrapar su significado errante.

Aquí, en la superficie, se oculta bien visible el mayor de los secretos que la música ha guardado para nosotros. La antigua confianza en la voluntad rígida desconocía los orígenes ancestrales de nuestra música: lo que está sonando es la sombra de los viejos maestros, cuando sus canciones no podían registrarse y circulaban libres, a través del mundo, en rituales y celebraciones. ¡El secreto está en el swing, queridos amigos!

Los barrios bajos lo revitalizaron, a fines del siglo pasado, cuando la romántica voluntad todo lo había endurecido. Ya parecía olvidado, pero volvió a crecer en las músicas ancestrales, en los folklores y en las músicas urbanas de todo el mundo. Se refugió en los suburbios, se expandió en las Américas y saltó al centro de la escena, de la mano del hip hop. ¡El swing se encarnó en la voz del rap! Comenzó a guiar el pensamiento, acompasando al lenguaje, la vestimenta, el trazo y el andar citadino. ¡Una idiosincrasia del swing!”

Hipólito se exaltaba, es verdad, pero nunca perdía la gracia. Era vehemente, hasta podía dar un puñetazo sobre la mesa o elevar el tono de la voz; pero el brillo en sus ojos era tan particular, y el fraseo de su discurso bailaba una cadencia tan contagiosa, que siempre mantenía el encanto. A veces yo desistía de observarlo, intimidado por su rabiosa seguridad, para escuchar sus palabras con mayor atención.

“El estilo puede trabajarse, pero el genio es innato y ya no puede cultivarse, en el mundo hiperrealista. En este tiempo no hay espíritus capaces de dominar el genio. Y para el genio no hay negociación posible, ni trato amable: quien no aprende a dominarlo es dominado por el genio mismo, y acaba prendido fuego. El genio conlleva un exceso de adrenalina y fervor, la pérdida de la elegancia y el desborde de las emociones. Estos tiempos ya no contienen sismos semejantes. Nadie sobrevive más de unos pocos años sin perder la cabeza, y la obra que intentan construir no llega nunca a desarrollarse. Y el genio, por supuesto, no llega a disfrutar ni un céntimo de la siembra que luego cosecharán sus sucesores.

Nada hubo ni habrá más maravilloso, para un cancionista, que encontrar el swing. La forma de avanzar, con su propio estilo, para caminar cantando. Nada más espermático y revelador que hallar un ritmo propio, junto a la música, para ver la canción abriendo su paso a través de las palabras, sus acentos, sus requiebros y torceduras. Las voces y los vientos cuando aúllan, las cuerdas vibrando, los pies que marcan el tempo.

Pero nada es absoluto, ni eterno, ni hay un pulso del que podamos confiarnos plenamente. Y así es como el swing, aun siendo el corazón de la música, no es la música toda. La canción, para ser palabra cantada y música viva, precisa de nuestro cuerpo para volverse invención; de nuestra mente y de nuestro espíritu. Son nuestros huesos, nuestros órganos, nuestra piel y nuestro cerebro, los que pueden desarrollar su novela.”

Aquí Hipólito cerró los ojos. Y el bar a nuestro alrededor, tan lejano como el siglo XV o la antigua China, pareció silenciarse. Cuando volvió a mirarnos hablaba en susurros, primero lentamente y después con más cuerpo, andante, allegretto, vivaz.

“La canción, ahora que ha vuelto a encontrar el swing, para volver a vivir, precisa de los conocimientos que le ha dado su propia historia. Los tratados de armonía, el saber compositivo, los experimentos de vanguardia, la búsqueda de lo inaudito, el sueño de las artes reunidas, tras un ideal… las grandes empresas estéticas de los últimos tres o cuatro siglos… ¡¿Qué ha sido de todo aquello?!

¿Dónde están los contrapuntos? ¿Dónde las tensiones y las distensiones? ¿Qué fue de las modulaciones, las disonancias, las yuxtaposiciones de acordes? No podemos vivir en un mundo tan ambiguo, demasiado ambiguo, en el que todo se repite sobre un plano, en dos dimensiones y sin dinámicas ¿Hacia qué lugar nuevo podría llevarnos esta melodía sin conducción? ¿Cómo hallar, fuera de todo eje, la libertad? Obstinada, en su repetición constante, la melodía ha perdido el rumbo. No puede decidir hacia dónde ir, aunque parezca intentarlo. ¡No se atreve! Y, en la búsqueda de una perfección maquinal, el ritmo se ha vuelto tedioso y opresivo. ¡Una cárcel invisible!”

Una chica, sentada a mi lado, comenzó a mostrarse inquieta. Miró a todos los participantes de la mesa, levantó las cejas un par de veces y, cuando encontró un momento propicio, intercedió. “¿No estás exagerando un poco, Hipólito? Algunes cantamos con instrumentos acústicos, y nos interesamos por músicas distintas. Yo, por ejemplo, canto música de cabaret. Son canciones sencillas, las toco con ukelele y actúo, como en los años 50, en bares y restaurantes”

Hipólito la escuchaba atentamente. Su mirada, llena de ternura y emoción, parecía a punto de derramar una lágrima. Hablando a los ojos, primero a ella y después a cada uno de nosotros, a todos los allí reunidos, terminó su discurso de esta forma:

“Aunque cantemos con un ukelele, o toquemos el cajón peruano, la máquina burocrática de la industria musical continúa buscando nuestra eficacia: ella y solo ella legitima las tendencias e impone sus modas. Vamos detrás de lo sencillo y la sencillez es una trampa. ¡Confundimos simpleza con ingenuidad! El cabaret floreció entre dos guerras mundiales, reunía músicos con dramaturgos y escondía un proyecto político: satirizar la decadencia de los pueblos. ¡Hoy somos nosotros los decadentes! ¡Y no nos damos cuenta! Miramos continuamente hacia atrás, para tomar una fotografía torcida y sin colores. ¿Tanto miedo nos da lo desconocido, como para abrazar solo aquello que nos resulta candoroso?

Después de utilizar las máquinas a nuestro favor, tras liberar al swing, nos hemos vuelto su presa. Solo vamos hacia lo que nos resulta familiar, lo que ha sido probado y aprobado, al igual que la corriente digital. ¡Las máquinas pensando por nosotros! Precisamos salir del algoritmo para encontrar algo de ritmo.

¡Estamos pensando en loop! ¡Sintiendo en loop! ¡Cantando en loop! De A hacia B; de B hacia A: cambiamos para no cambiar nada. Y así hasta el infinito. No avanzamos ni retrocedemos, solo caminamos en círculos desorbitados y ansiosos, como los ceros y los unos que se alternan continuamente. No estamos yendo a ninguna parte. ¡¿Es que la historia se ha terminado?! ¡¿Creemos que ya no hay nada por inventar?!”

Hipólito se puso de pie y comenzó a bailar entre las mesas, cantando un tarareo sencillo, acompañado por sus largos y alegres pasos. Y al cantar, como ya lo había hecho otras veces, empezó a describir todo lo que veía a nuestro alrededor: un vendedor ambulante, un oficinista que hablaba por teléfono, una familia tomando la merienda. Pero cuando se dirigió a nosotros, estupefactos frente a un acto que nadie más parecía percibir, realizó con la melodía un giro misterioso, una modulación muy difícil de entonar, un corte impensable y a la vez completamente natural.

A partir de ese momento entramos en la canción: nuestros pensamientos, palabra por palabra, estaban siendo cantados por él. O eso es lo que sucedía, al menos, conmigo. No podría especificar si Hipólito cantaba lo que yo había pensado hacía un instante, lo que estaba pensando mientras él cantaba o lo que pensaría después de oírlo. El tiempo, con su canto, se desvanecía: ese transcurrir constante frenaba su marcha, para oír sus versos. ¿Era el mundo andante, en su absoluta precisión, lo que Hipólito veía y describía como nadie? ¿O, por el contrario, era su canto repentista el que dictaba todo lo que habría de suceder? El mundo cabría en una canción si una canción era el mundo. ¿Cantaría los pensamientos de todos? ¿Cómo era posible que una canción así existiera? La música, en ese ramalazo, se veía feliz.

Hipólito llegó hasta la puerta, sonrió con su habitual dulzura, cruzó la calle y se perdió en los senderos del parque. El mozo, con una sonrisa diferente y nueva, nos dijo que la cuenta estaba saldada. Que invitaba la casa.

 


Pablo DacalPablo Dacal (Buenos Aires, 1976). Músico, escritor y artista performante. Editó diez discos como solista y en colaboración con la Orquesta de salón, las Guitarras del tiempo, y una larga serie de músicos y productores. Compuso música para danza, teatro y cine. Participó en los documentales Charco, canciones del Río de la Plata (Julián Chalde, 2017) y Corsini interpreta a Blomberg y Maciel (Mariano Llinás, 2021). Actuó en cine, teatro y performance. Publicó Las canciones escritas (Mansalva, 2017), Por qué escuchamos a Ignacio Corsini (Gourmet, 2021) y ¡Oh, Nuestra maestra de canto! (Mansalva, 2022). Dio conciertos de todo tipo en ciudades de Argentina, América Latina y Europa.

 

retrato Lucila Dominguez