TEMOR Y TEMBLOR POR ALEJANDRA PIZARNIK
De “El poeta como clown”, inédito
En la poesía de Pizarnik la realidad se disuelve y se transforma en otra cosa. El yo se disuelve y se pone al servicio de ese otro yo llamado yo lírico. Siempre es así. Una cosa se sacrifica por otra hasta que ya no queda nada que sacrificar. Es una operación mágica, un mágico operar de la lengua. Un pequeño teatro de juguete, donde una niña entra y sale, recita sus parlamentos en medio de una escenografía lúgubre, de tan oscura luminosa, de tan fingida, verdadera.
Nadie entendió tan bien la poesía como espacio de representación y nadie, como ella, se creyó tan a fondo su mentira. Desde la Tierra más ajena, su primer libro imperfecto, hasta sus libros finales, autodestructivos (porque si hubo autodestrucción, esta ocurrió primero en el ámbito del lenguaje, tierra arrasada, donde no quedó nadie, ni ella, solo un silencio demoledor que habla, que sigue diciendo su endecha furiosa, su forma de soledad).
Por fecha de nacimiento, perteneció a la generación del 60, al colectivo del 60, que atravesó la realidad política y social de una época hasta convertirla en un poema político y revolucionario. Poesía que se salía de los libros y volvía a la vida de todos los días con la imperiosa necesidad de cambiarla y volverla, de esta forma, más justa. Sin embargo, Alejandra odiaba la realidad, en todas sus formas, y buscaba en la poesía, en la palabra que resplandece solo y únicamente en el poema, una salida posible, una morada posible, aunque la imposibilidad estuviera siempre, de alguna manera, en su oscura raíz.
Aun así, su poesía es un tanque de guerra contra las apariencias que el mundo le devolvía; un reino, tallado a mano, con la paciencia del orfebre. Ahora bien, es cierto que la forma más sencilla de combatir la realidad y todos sus imperios, es apuntar los cañones contra uno mismo, y chau mundo. Algo de eso hay en su escritura, pero, no solo eso. También hay un combate, a vida o muerte, con la palabra. Un deseo de saber qué hay detrás de cada una de ellas y de todas las cosas. Un deseo, para decirlo con sus propias palabras, de atravesar la oscuridad y ver qué hay del otro lado. Como Alicia en el país de los espejos, atravesó una línea divisoria, provista, para hacerlo, de una máscara perfecta, o de muchas máscaras, muchos nombres resumidos en un solo nombre, Alejandra, que en realidad es una máscara también.
Ningún poeta se animó a tanto. Olga Orozco, quizás, la extraordinaria pitonisa, que iba y venía de una región a otra y para traernos, de sus exploraciones, lugares y nombres que todavía nos estremecen. Olga Orozco, algo más que su maestra: una especie de aliada y de enemiga, amada y odiada, ya que sabía demasiado. Se la vincula al surrealismo, al último surrealismo, sus estertores. Aira la llama, dramáticamente, la última poeta. Es decir, la última que creyó, que se dejó embaucar de esa forma por los artilugios de la palabra. O parafraseando uno de sus libros: la última inocente.
Pero no todo es lo que es. Si cada cosa es otra cosa y otra, la misma Alejandra tenía plena consciencia de eso. Sabía que estaba construyendo un personaje hecho con su propia sangre, su propia vida y que en algún momento no podrían estar las dos, ya que no habría espacio para ambas Borges, en su poema Borges si yo, plantea esta batalla secreta, íntima, entre el yo que escribe y el mínimo yo, el limitado yo de la realidad. Cuenta cómo uno se alimenta del otro, lenta y pacientemente a lo largo del tiempo, hasta que los límites se confunden. La diferencia es que en Alejandra no había tiempo, solo impaciencia por atravesar esa puerta, por saber. Lo último que dejó escrito en su pizarrón lo confirma: Sólo quería ir hasta el fondo. Poeta kitch, poeta ingenua, la llama Aira. Creer en esas cosas. Pensar que hay un fondo, uno solo, y que ese fondo, algún día, iba a decirnos algo.
Hay muchas formas de abordar su poesía y todas son válidas. Aira, por ejemplo, trató de sacarla de las petrificaciones del mito, hablando, desarmando sus textos, exponiendo recursos y procedimientos, mostrando el proceso de escritura y no su fin. Sacarla, digamos, del ataúd de hielo y locura inmortal. Cristina Piña, por el contrario, estudiosa y biógrafa de su obra, entra en el mito, en la luz y en el barro que constituyen su vida y su obra y los mezcla, hasta que de ellos sale una iconografía radiante, donde una cosa se alimenta de la otra, una en la otra, sin fin. Por otra parte ella, ella, Alejandra, en ningún momento quiso separarlos. Todo lo contrario: buscó fundirlos hasta que uno terminara por desaparecer en el otro, y hasta que los límites se disolvieran. No sé cuál de los dos escribe esta página, dice Borges, en ese poema que es una clave para entender, o apenas vislumbrar, el peligroso juego que es la poesía, no solo a veces, sino siempre. Los materiales difusos, ambiguos, con los que el lenguaje, poema tras poema, va haciendo su pequeño pero constante trabajo de disolución.
Durás, Margueritte Duras, dice algo parecido: no se puede estar vivo en dos lugares a la vez. O la vida o la obra. Bueno, Alejandra apuró esa experiencia; a todas luces la extremó, para que las dos fueran una sola. Sacrificó la vida en pos de la palabra y la palabra estuvo al servicio de la propia vida. Aunque quizás, para no seguirle tanto el juego, convenga cambiar la palabra sacrificio por alguna otra, menos oscura y terminal. Aunque su entrega haya terminado en sacrificio, acaso no siempre fue así, y la palabra poética, la escritura de poemas fue, de algún modo, la red que la mantuvo el tiempo suficiente de este lado.
Esa entrega, en todo caso, es hermosa y terrible, ya que se relaciona con esas dos experiencias (imaginarias, casi siempre) que nos subyugan, que son el amor y la muerte. El amor por la palabra y la muerte implícita que ese amor representa. Lacan dice que el amor no sirve para nada. Mirta Rosenberg, con un tono igual de categórico, dice que la poesía tampoco. Alejandra desde luego lo sabía, pero hizo todo para contrariar esa verdad y puso a disposición de esa inútil tarea, nada más y nada menos que esos diminutos tanques de guerra que son sus poemas. Digo diminutos, porque al principio fueron breves, incandescentes piezas de orfebrería, y luego, se volvieron contra sí, se volvieron en contra del lenguaje mismo, con todas sus miserias y representaciones.
Es curioso, pero de este trabajo, paciente y severísimo, nada se salvó. Sus diarios, como era de esperar, convierten su vida en literatura. De hecho los corrigió, y muchos fragmentos fueron publicados en vida como piezas literarias. Se trataba, al parecer, de un personaje insaciable, que no se conformaba con algo e iba por todo.
Ahora bien, lo extraño y paradójico es que nunca creyó en sus poemas. Incluso los consideró ensayos, borradores en relación a su obra más importante, definitiva, que sería su obra en prosa, su poesía en prosa, o alguna de esas posibilidades absolutas que, por eso mismo, se volvieron irrealizables, dejándola afuera. Acaso nadie amó y odió tanto, se entregó tanto a un oficio (el oficio de poeta) hasta destruirlo, hasta destruirse ella misma también, un poco cansada, sobre su escritorio de sombras.
Y esa entrega, ese amor y ese odio, ese goce (la Condesa sangrienta es una prueba vertiginosa de eso) se mezclan hasta formar una máquina perfecta y alucinada, aun en medio de sus escombros y sus deshechos, una empresa lírica y revolucionaria donde el combate, en todo caso, era consigo misma.
Si yo es otro, como dijo Rimbaud, ese otro es, sin duda, todos nosotros. Ya que hay muchas realidades, muchos mundos adentro de este mundo, esta forma de realidad, encarnada en la poesía de Pizarnik, estuvo en el colectivo del 60 para marcar, acaso, otra perspectiva. Todo poema es de amor, toda guerra es interior, dice Mirta Rosenberg, lúcidamente. En este caso, en el de Alejandra, lucidez y locura se dan la mano y se prestan, una a otra, su fuego.
Quizás entre Aira y Cristina Piña (tomo sus nombres como símbolos de una interpretación de su obra y una lectura) haya alguna otra posibilidad. Ni una combinatoria que, a la larga, terminó por agotarse, ni la imagen congelada de un mito que, a medida que se cierra, va dejando afuera una escritura que, hasta el día de hoy, nos sigue interrogando. Por algo, me parece, seguimos hablando de ella. Bien o mal, intrigados y conmovidos, alucinados o indiferentes. A mí me parece (es solo un parecer, seguramente hay otros) que lo que se proponía lo logró. Lo hizo perfecto, como asegura, en una entrevista, Diana Bellessi. Hizo de su vida un poema y del poema una forma de su vida. Parece una escena de consubstanciación, a lo San Juan de La Cruz: amada en el amado transformada. Lo que nos lleva a pensar la poesía como una forma sagrada del amor, del amor que es odio, del amor y el odio que constituyen juntos, una expresión demoledora.
Sin embargo, esto que parece tan raro, no sé si lo es, ya que, como dije antes, la literatura, o para ser más preciso, la poesía misma, lleva implícito este peligro. Borges no se suicidó, es cierto, pero desde su primer libro, Fervor de Buenos Aires, o acaso antes, se convirtió más en un símbolo que en una persona. Lo mismo podríamos pensar de Alejandra Pizarnik. Más que sus poemas, pocos y espléndidos, su verdadero trabajo estuvo en la realización de un mito. Ese mito, ese símbolo, se lo quiera o no, está en el centro de cualquier escritura que se precie. Y está, además, en el centro de cada uno de nosotros. Deseo de morir, tan grande, que es vida. Deseo de vivir, que es muerte. Por eso acaso, la adoramos como la adoramos, y le tememos.
Osvaldo Bossi nació en Buenos Aires (Argentina) en 1960. Es poeta y narrador. Publicó los siguientes libros: Tres (Bajo la luna,1997), Fiel a una sombra (Siesta, 2001; Viajero insomne, 2014), El muchacho de los helados y otros poemas (Bajo la luna, 2006), Ruego por el tornado. Tres (Sigamos enamoradas,2006), Del Coyote al correcaminos (Huesos de Jibia,2007; Editorial Folía 2010), Esto no puede seguir así (Letras Y Bibliotecas de Córdoba, 2010), Casa de viento, antología personal (Nudista, 2011), Ni la noche ni el frío (Textos intrusos, 2012), Chicos malos y otros libros (Editorial Conejos, 2012), Como si yo fuera su novia (Editorial Mágicas naranjas, 2013), Adoro (Bajo la luna, 2009; Modesto Rimba, 2017), Yo soy aquel (Editorial Nudista, 2014), A dónde vas con este frío (El ojo del mármol, 2016), Los poemas de amor que el Coyoye le escribió al Correcaminos (Mágicas naranjas, 2018), Las estrellas celosas (Alción, 2018); Única luz del mundo, poesía reunida (Caleta Olivia 2019), Agüita clara (Gog y Magog, 2020) y Sin que me diera cuenta yo (Patronus ediciones) 2021). Forma parte de diversas antologías de poesía argentina y latinoamericana. A su cargo está la coordinación del ciclo de lecturas El rayo verde. Encargado de la formación en el área de escritura, coordina talleres de poesía en forma grupal e individual.