atasco

El atasco. Verónica Laura Selva

EL ATASCO

Verónica Laura Selva

 

I

 

Al principio llegó la silla. El flete fue más rápido que Daniel. La silla de ruedas llegó antes que ella. Luego bajaron la pequeña cajita de terciopelo y manijas de bronce. El fletero la agarró y me miró. Yo estaba pálida. Recuerdo el momento en que empezaron a bajar sus muebles. Dónde se le ocurriría poner todo eso.  Sentí que los olores de mi casa empezaban a cambiar. Porque ese fue el primer cambio. El olor del espacio que habitábamos con Daniel.

Le pregunté al fletero si había muchas cosas más, sus muebles oscuros podían llegar a empujarme hacia afuera de mi casa. “Esto va a tener un costo adicional, señora. Son muchos”, me contestó, mientras su compañero secaba la transpiración de su frente con la manga de la camisa.

La cama tenía un respaldo de madera maciza,  oscurecida por los  años de cera acumulada. Aún desarmada se notaba su tamaño. Era monstruosa, no sólo por sus dimensiones, sino, y sobre todo, por su parecido a un ataúd. Oscura, lustrada y con arreglos en bronce. La gata estaba escondida debajo del futón, desde el cual tenía una visión privilegiada de todos los movimientos de la casa.

Cuando terminaron de bajar todas las partes de la cama, y al notar que ya se había llenado todo el ambiente que da a la calle, las apoyaron en el marco de la puerta de entrada y se fueron, no sin antes recordarme que tenía que pagar un adicional por el acarreo de muebles pesados.

Cuando llegó Daniel, Elena se quedó esperando que le llevara la silla hasta la puerta del auto.  Entre los dos hicimos mucha fuerza para levantarla. Ella mucho no colaboró, en parte por su flojera de piernas, pero además porque se negó obstinadamente a soltar a su pequinesa, que nos miró todo el tiempo desde los brazos robustos de su dueña con sus vidriosos ojos viscos.

 

II

 

A veces la miro mientras duerme. La cabeza reclinada hacia un costado, la boca apretada y las piernas abiertas. Miro su pecho, demasiado abultado. Parece tener más huesos que lo normal. Lo veo inflarse y hundirse al ritmo de una respiración afectada, obstruida. A veces la veo sentada frente a la ventana. Inmóvil. Usando su cuerpo como un tapón. Eso es. Elena tiene la virtud del impedimento. Si alguno de nosotros quiere ir a algún lugar, ella está ahí, en el medio, taponando el acceso. Doris tiene su mantita pero no la usa. En general está encima de sus piernas, hecha un bollo a su lado en el sillón, sobre su cama o debajo de algún mueble. Cata en general está escondida, encima de las alacenas de la cocina donde Doris no puede llegar, o debajo del futón del ambiente que da a la calle, que es el único ambiente libre de sus cosas.

La televisión está encendida pero ella no la mira. Quiero apagarla pero tengo miedo que eso la despierte. Y si se despierta va a negar que estaba dormida. Ella se esmera en la negación. Es una verdadera oposicionista. Eso también me exaspera.

Daniel se va temprano y vuelve a la noche. Nosotras nos quedamos y deambulamos por la casa como zombis.  Va y viene con su silla, mira por la ventana o simplemente se queda todo el día en su habitación. Esos son los mejores días. Ella no me habla. Yo no le hablo. Ni siquiera nos miramos, y cultivamos el arte del escapismo con destreza. Pasamos el día entero evitando estar en el mismo espacio. Sólo me llama cuando necesita ayuda. Su discapacidad no es plena pero necesita ayuda para levantarse y cambiar de posición.  Puede mover sus piernas, aunque con dificultad. Incluso hubo días en que ha llegado a caminar con ayuda de un bastón. A veces pienso que todo es una mentira. Qué clase de diagnóstico es “una debilidad congénita y progresiva de los miembros inferiores”.

Me detengo en frente de la televisión. Un señor de bigotes finos y barba candado le dice a una familia desesperada por el comportamiento de su perro, que Dunkan no va a dejar de comportarse de forma agresiva con los extraños a menos que ellos dejen de transmitirle mensajes contradictorios. Me pregunto en qué eslabón del circuito comunicacional se ubicará el perro. Cómo se las arreglará para interpretar un mensaje oculto y encriptado en una cadena de palabras formuladas. Elena y los mensajes contradictorios. Esos que va desparramando y que caen como flechas a oídos de su hijo. Ella dice: “no te preocupes por mí, yo estoy bien sola”, y él escucha: “no podemos dejarla sola, pobrecita”. Así funciona. Y como él tiene que trabajar, yo paso los días encerrada en la casa  con ella, por si necesita algo. A veces me imagino que saco  la silla a la calle, la llevo al lugar más alto de la plaza, y la arrojo barranca abajo. A veces ella está sobre la silla en esa fantasía, y bate sus brazos como barriletes. Como uno de esos muñecos inflables que ponen en la puerta de los lavaderos de autos. A veces la fantasía continúa y ella se estrella contra la pared.

A la noche, cuando Daniel vuelve del trabajo, nos sentamos los tres a la mesa en silencio y comemos mientras miramos la televisión. Con Daniel fuimos perdiendo la costumbre de decirnos cosas. Tan simple como eso.

Antes de que ella viniera a vivir con nosotros, él me había dicho que ya no le gustaba coger conmigo. Y luego el atasco, dos largos años de silencio se interpusieron entre nosotros como una obstrucción. Ella es una gran obstrucción, y él la colocó ahí. En el medio de todo.

La cabeza de Elena se acomoda en el respaldo del sillón y la boca se le abre. Parece que fuera a despertarse pero no lo hace. Comienza a roncar. Me imagino que tomo un almohadón y lo presiono contra su cara. Me pregunto cuánto tiempo debería dejar el almohadón sobre su cabeza para que al fin deje de respirar. Me pregunto cuánta presión debería ejercer.

Tomo el almohadón y lo abrazo fuerte sobre mi abdomen. La miro. El ronquido se eleva en un sonido único e inquietante. Como si ya estuviera ahogándose. Cierra la boca e inclina nuevamente la cabeza hacia uno de sus hombros. Un poco de saliva se deposita sobre su camisa.

En la televisión, la familia de Dunkan abraza a su adiestrador con emoción. Parece que al fin lograron que el perro dejara de lado su comportamiento agresivo.

El volumen de la televisión me altera. Necesito bajarlo pero si se despierta va a empezar a pedir cosas. A veces me pide que la ayude en el baño. A veces no. Creo que lo hace para molestarme. Me pregunto cómo es que alguien necesita ayuda sólo algunas veces. Agarro el control remoto y bajo un poco el volumen. Puedo ir bajándolo de a poco para que no se dé cuenta. Cuando me pide ayuda en el baño, llevo la silla hasta la puerta y espero. A veces me agradece y entra. A veces me pide un paso más. Esos días apoyo la silla al lado del inodoro y espero. Me mira y yo entiendo que tengo que ayudarla con su ropa mientras ella se sostiene en mis hombros. Cuando bajo su ropa interior hasta las rodillas, veo su pubis raleado, unos pocos pelos blancos, aunque largos y lacios, los huesos de la cadera saliendo hacia adelante como dos picos. Algo de piel sobresale como colgajos en la entrepierna.

 

III

 

Cuando mamá murió, yo pensé que habría una ventaja después de todo. Eran muchas las colillas de cigarrillos que se acumulaban en los ceniceros. Ese olor apestaba la casa, la ropa, los sillones. Pensé que ese olor ya no estaría más apestándolo todo. Y cuando su cuerpo entró al incinerador, pensé que algo quemado estaba ya después de todo.

Durante años creí seguir escuchando su respiración por las noches. Y ese puntito de luz que más se encendía cuanto más fuerte pitaba. Le gustaba fumar en la cama con la luz apagada. Yo dormía a su lado y sentía cómo el aire de la habitación se consumía. Pero me gustaba ver el cigarrillo encendido que iba y venía en la oscuridad como una bengala. Ese puntito de luz me hacía sentir acompañada.

 

Apago la televisión y Elena se despierta. Para mi sorpresa, no dice nada. Se queda mirando la pantalla negra y hace fuerza con los brazos para sentarse un poco más erguida. Parada detrás de ella, veo su pelo aplastado y abierto en la nuca, mostrando el crecimiento de sus raíces canosas. La transpiración ha pegado la blusa a su espalda, volviéndola transparente, dejando ver una columna algo ladeada, que sale como una cadena montañosa de su espalda raquítica. No me muevo, casi no respiro, me encuentro parada con el control remoto en las manos. Lo miro como si fuera un martillo, pero pronto entiendo que no es lo suficientemente pesado para dar con  él un golpe  único y certero. No soportaría la agonía. Gira la cabeza hacia ambos lados pero aún no me llama. Tampoco puede girar tanto como para verme parada detrás. Suspira. Luego eructa. Y luego sí, me llama. “Vanesa, me parece que se cortó la luz”, dice. Yo no me muevo. Enciendo el televisor. “¡Volvió la luz!”, grita, “Gracias a Dios”. Aprovecho el volumen de la televisión para escapar. Pasos sigilosos que me llevan hasta mi cuarto. Me siento en la cama. Escucho que Elena hace comentarios sobre el programa que acaba de empezar. Apenas registra que ya no es el adiestrador de perros el que habla.

 

La primera vez que Daniel me llevó a su casa, el único que me dio un trato humano fue el padre. Daniel me presentó como su amiga del trabajo. Ella se limitó a mirarme de arriba  abajo y a opinar sobre mi delgadez. Sugirió que alguien tan flaco no puede cocinar bien. Daniel se rió, y con  esa risa confirmó la veracidad de esa afirmación. Varias veces durante estos dos años sentí que me dejaban afuera. Incluso que se reían de cosas que yo no entendía o que no me daban gracia.

 

Elena me llama para que la ayude a sentarse en su silla de ruedas. Quiere acercarse a la ventana. Me pide disculpas por molestar. Sé que no siente ningún remordimiento. Solo temor. A veces la veo mirándome con miedo. Tiene miedo de que yo pueda hacerle algo mientras Daniel no está.  Acerco la silla y la pongo paralela al sillón. La ayudo a dar el envión necesario y el resto lo hace ella. Dice que ya es suficiente televisión por hoy. Que si quiere enterarse del clima o de lo que pasa afuera no necesita tanto noticiero. Alcanza con mirar por la ventana. Dice que el barrio se está poniendo peligroso. También  que va a llamar a la Municipalidad para denunciar por las casas deshabitadas. Dice que pueden ser tomadas por familias sin techo. “Después no los saca nadie», agrega, refiriéndose  a estas familias como si fueran ratas que hay que ahuyentar. Odio su voz. La entonación, el volumen. El contenido de sus comentarios.

Acomodo la silla frente a la ventana y trato de escapar a mi habitación antes de que quiera conversar. Se apura a decir algo sobre la señora que pasea siempre al caniche y que no levanta las deposiciones de su perro. Odio la palabra deposición. Sigo caminando como si no la hubiera escuchado. Ella sigue hablando. Yo cierro la puerta de mi habitación. Cuando la cierro, no tarda en llamar. Los primeros llamados son tranquilos. El tercero está lleno de ansiedad. “Por favor, Vanesa, tengo que mover el vientre», dice. Tengo que decidir cuál de las dos expresiones me molesta más, deposiciones o mover el vientre. Me quedo pensando en eso un rato cuando decido hacer caso al llamado. Salgo de la habitación y me pide que la lleve al baño. Qué hoy no se siente con fuerzas para intentarlo sola. Que  tiene una “flojera de vientre”  por la ciruela. Flojera de vientre dice. Me exaspera. Llevo la silla de ruedas hasta la puerta del baño pero ella me pide un paso más. También me pide que la ayude con la ropa. Siento un olor demasiado fuerte. Desagradable. Cuando bajo su bombacha hasta las rodillas la veo manchada. Me pide perdón, dice que no pudo contenerse.

No creo que sienta culpa. Creo que lo hizo sólo para molestarme.

La desvisto y pongo la ropa en una bolsa. La ayudo a entrar en la bañera donde hay una silla preparada para que ella pueda bañarse sentada. Abro la ducha y le digo  que me avise cuando termine. Voy hacia mi cuarto. Me recuesto y agarro un almohadón. Lo apoyo sobre mi cabeza para tapar un poco la luz. Me pregunto cuánto tiempo debería dejar el almohadón en mi cabeza para dejar de respirar. Me pregunto cuánta presión debería ejercer.

 


Veronica SelvaVerónica Selva,  nacida en la ciudad de Buenos Aires el 26 de noviembre de 1971, es psicoanalista recibida en la Facultad de Psicologia de la Universidad de Buenos Aires y escritora, egresada de Casa de letras. Fue finalista en el concurso Itau por el cuento «Las cosas», cuento breve 2011, ganadora del segundo premio Alejandría por el cuento «Los hermanos», cuento breve 2011, publicado en la antología Trece. Su cuento «Las Cosas » obtuvo la primera mención en el concurso Babel a cuento breve 2020. En 2021, uno de sus cuentos «El abuelo», fue publicado  por editorial Omashu en su selección de cuentos Heidegger fuego. Entre sus trabajos como psicoanalista, ha publicado diversos escritos de la especialidad en libros y revistas especializadas.