LIEBRES MUERTAS
El caño de la carabina asomaba por la ventanilla de la camioneta y la culata quedaba apoyada
sobre la pierna de papá. Se sacudía, porque no íbamos en la huella. Andábamos por el medio
de los lotes pasando encima del pasto puna, las cuevas de peludo, alguna lomita.
Desde la caja, mamá se encargaba del reflector. Con el pasamontañas, no parecía ella.
Yo tampoco parecía una nena adentro de esa campera azul que me quedaba enorme. Seguro
que la liebre, hipnotizada, quieta en el círculo de la luz, tampoco se parecía a ella misma.
—Entonces el único que se parecía a sí mismo era tu papá —comentó Ernesto, siempre
tratando de explicarme algo sobre mi historia. Pasábamos tanto tiempo juntos durante los dos
meses de la temporada de caza que terminábamos hablando de todo.
El disparo era el permiso para volver a respirar. Caía la liebre y papá y yo salíamos a
buscarla. Yo llegaba primero, como los perros, pero no la tocaba. Él, que no usaba guantes,
la agarraba por las patas, la llevaba hasta la camioneta y la acostaba sobre la lona verde que
protegía el piso de la caja. Se pasaba las manos por el vaquero, para limpiarse la sangre y
seguíamos.
—Y tu mamá, ahí atrás entre las liebres tratando de no pisarlas —interrumpió Ernesto,
que le encantaba completar mis relatos.
Terminábamos a medianoche. A tiempo para venderles nuestra carga de aficionados a
los cazadores profesionales. Eran ellos quienes enganchaban las liebres a los lados de sus
camionetas para que se fueran desangrando por la ruta camino al frigorífico. Nosotros
volvíamos a las casas y tomábamos chocolate caliente antes de irnos a dormir. Felices con
esa plata extra que aquel año pensábamos usar para las vacaciones y se nos fue en el hospital.
—Pobrecitas —dijo Ernesto y casi sonó irónico.
sobre la pierna de papá. Se sacudía, porque no íbamos en la huella. Andábamos por el medio
de los lotes pasando encima del pasto puna, las cuevas de peludo, alguna lomita.
Desde la caja, mamá se encargaba del reflector. Con el pasamontañas, no parecía ella.
Yo tampoco parecía una nena adentro de esa campera azul que me quedaba enorme. Seguro
que la liebre, hipnotizada, quieta en el círculo de la luz, tampoco se parecía a ella misma.
—Entonces el único que se parecía a sí mismo era tu papá —comentó Ernesto, siempre
tratando de explicarme algo sobre mi historia. Pasábamos tanto tiempo juntos durante los dos
meses de la temporada de caza que terminábamos hablando de todo.
El disparo era el permiso para volver a respirar. Caía la liebre y papá y yo salíamos a
buscarla. Yo llegaba primero, como los perros, pero no la tocaba. Él, que no usaba guantes,
la agarraba por las patas, la llevaba hasta la camioneta y la acostaba sobre la lona verde que
protegía el piso de la caja. Se pasaba las manos por el vaquero, para limpiarse la sangre y
seguíamos.
—Y tu mamá, ahí atrás entre las liebres tratando de no pisarlas —interrumpió Ernesto,
que le encantaba completar mis relatos.
Terminábamos a medianoche. A tiempo para venderles nuestra carga de aficionados a
los cazadores profesionales. Eran ellos quienes enganchaban las liebres a los lados de sus
camionetas para que se fueran desangrando por la ruta camino al frigorífico. Nosotros
volvíamos a las casas y tomábamos chocolate caliente antes de irnos a dormir. Felices con
esa plata extra que aquel año pensábamos usar para las vacaciones y se nos fue en el hospital.
—Pobrecitas —dijo Ernesto y casi sonó irónico.
2
Al final, papá me invitó a disparar. Ya había practicado contra latas y nidos de hornero,
ya había demostrado que podía aguantar sola todo el peso de la carabina. No le di a la primera,
ni a la segunda, ni a la tercera. Supongo que él había contemplado ese margen de pérdida,
que esa noche era para otra cosa. A la cuarta, la liebre se desplomó.
Hija e’ tigre, dijo papá y me dio un abrazo. Mamá sostuvo la luz unos segundos más
como para que no quedaran dudas de lo que estaba pasando y después, bajó de un salto, se
unió a nuestro abrazo y me llenó de besos. El reflector quedó apuntando hacia el cielo. Un
poste luminoso para marcar esa noche, una señal.
Recién a la mañana siguiente, aparecieron el dolor y el moretón en el hueco entre el
pecho y el hombro. La misma mañana del infarto. Cuidé ese moretón como un tesoro. Podría
dibujármelo en la piel ahora mismo.
—Para mí, vos no querías matar a la liebre. Querías que tu papá te quisiera más, que se
sintiera orgulloso de vos—sentenció Ernesto, siempre listo para interpretar mis historias—.
Como si hubieras presentido lo que iba a pasar después ¿no? ¿Empezamos?
Teníamos que colgar la última carga de esa noche. La habíamos recibido de favor. Una
gauchada que se pagaría con medialunas y chorizos. Era tarde, ya se habían ido los peones y
nos tocaba arremangarnos a nosotros. La dejamos unos minutos en el piso mientras
fumábamos y juntábamos ánimo para empezar. Estábamos acostumbrados a trabajar hasta
cualquier hora, pero sentados en la oficina con planillas y números. Hacía mucho tiempo que
yo no andaba por el galpón del frigorífico. Se sentía un frío. De esos que te raspan la garganta
al respirar.
—Si estos bichos dieran olor, yo no podría trabajar acá —dijo Ernesto—. Vos me las
vas pasando y yo las cuelgo —propuso, siempre proponía, mientras preparaba los guantes de
hule para los dos.
ya había demostrado que podía aguantar sola todo el peso de la carabina. No le di a la primera,
ni a la segunda, ni a la tercera. Supongo que él había contemplado ese margen de pérdida,
que esa noche era para otra cosa. A la cuarta, la liebre se desplomó.
Hija e’ tigre, dijo papá y me dio un abrazo. Mamá sostuvo la luz unos segundos más
como para que no quedaran dudas de lo que estaba pasando y después, bajó de un salto, se
unió a nuestro abrazo y me llenó de besos. El reflector quedó apuntando hacia el cielo. Un
poste luminoso para marcar esa noche, una señal.
Recién a la mañana siguiente, aparecieron el dolor y el moretón en el hueco entre el
pecho y el hombro. La misma mañana del infarto. Cuidé ese moretón como un tesoro. Podría
dibujármelo en la piel ahora mismo.
—Para mí, vos no querías matar a la liebre. Querías que tu papá te quisiera más, que se
sintiera orgulloso de vos—sentenció Ernesto, siempre listo para interpretar mis historias—.
Como si hubieras presentido lo que iba a pasar después ¿no? ¿Empezamos?
Teníamos que colgar la última carga de esa noche. La habíamos recibido de favor. Una
gauchada que se pagaría con medialunas y chorizos. Era tarde, ya se habían ido los peones y
nos tocaba arremangarnos a nosotros. La dejamos unos minutos en el piso mientras
fumábamos y juntábamos ánimo para empezar. Estábamos acostumbrados a trabajar hasta
cualquier hora, pero sentados en la oficina con planillas y números. Hacía mucho tiempo que
yo no andaba por el galpón del frigorífico. Se sentía un frío. De esos que te raspan la garganta
al respirar.
—Si estos bichos dieran olor, yo no podría trabajar acá —dijo Ernesto—. Vos me las
vas pasando y yo las cuelgo —propuso, siempre proponía, mientras preparaba los guantes de
hule para los dos.
3
Lo frené. Le pedí que no se los pusiera, que me esperara un segundo que necesitaba ir
a la oficina a hacer algo.
—¿Ahora? —no era una pregunta—. ¿Por qué no fuiste antes, en vez de contarme toda
esa historia? —me estaba retando. —Apurate. A ver si todavía se nos pasan por tus vueltas.
Tenía razón. No quedaba tanto tiempo antes de que los cuerpos no sirvieran más, no
sabíamos cuánto habían estado ya en las camionetas y habían estado un rato más ahí en el
piso mientras fumábamos y charlábamos. Si se ponían gelatinosos, íbamos a tener que
tirárselos a los perros y después, dar explicaciones.
Volví enseguida con la cámara de fotos, se la di y me saqué la ropa.
—¿Qué hacés? —esta vez, sí preguntaba.
No respondí. Me recosté desnuda sobre el montón de liebres muertas. Mi piel reaccionó
enseguida al tocar las pieles y me estremecí. De asco. De excitación.
—¡Dale! —le tuve que gritar para que dejara de mirarme y reaccionara.
La luz del flash me encandiló, pero aguanté el disparo con los ojos abiertos.
a la oficina a hacer algo.
—¿Ahora? —no era una pregunta—. ¿Por qué no fuiste antes, en vez de contarme toda
esa historia? —me estaba retando. —Apurate. A ver si todavía se nos pasan por tus vueltas.
Tenía razón. No quedaba tanto tiempo antes de que los cuerpos no sirvieran más, no
sabíamos cuánto habían estado ya en las camionetas y habían estado un rato más ahí en el
piso mientras fumábamos y charlábamos. Si se ponían gelatinosos, íbamos a tener que
tirárselos a los perros y después, dar explicaciones.
Volví enseguida con la cámara de fotos, se la di y me saqué la ropa.
—¿Qué hacés? —esta vez, sí preguntaba.
No respondí. Me recosté desnuda sobre el montón de liebres muertas. Mi piel reaccionó
enseguida al tocar las pieles y me estremecí. De asco. De excitación.
—¡Dale! —le tuve que gritar para que dejara de mirarme y reaccionara.
La luz del flash me encandiló, pero aguanté el disparo con los ojos abiertos.
Nació y se crió en La Pampa. Estudió en Buenos Aires. Ha vivido en Colombia, en México y en Tailandia. Ahora vive en Costa Rica.
Publicó los libros de poemas: Que sangre (2019), Contra la locura (2015), Selección natural (2011) y Carneada (2007). Hay textos suyos en numerosas antologías de poesía argentina. También escribe pequeñas crónicas y ficción narrativa.
Cada tanto coordina talleres de lectura y acompaña procesos de escritura.
«Liebres muertas» forma parte de su primer libro de cuentos.