EL MÁS ALLÁ
Una mujer de 80 años que trabaja sus textos conmigo estuvo escribiendo sobre algunos personajes que viven en un lugar llamado La comarca. La comarca no es ni más ni menos que el cielo. Un espacio imaginado por un librero/escritor (se ve que mi alumna se inspiró en mí…) que va metiendo allí gente que entra en su librería, clientes que por alguna razón le resultan interesantes. El librero es un anciano, siente que le va llegando la hora y está muy ansioso por saber si lo que le espera se parece en algo a ese espacio que fue poblando y diseñando a lo largo de su vida. Muere. Unos días después, su hijo va caminando por avenida Rivadavia y se cruza con alguien muy parecido a su padre, pero como gastado, empobrecido. Al parecer, los muertos, en el cuento de mi alumna, son reciclados y vueltos a poner en circulación. El cielo no es esa comarca apacible que había soñado el librero (que encima vendía libros usados; podría habérselo imaginado…) sino más bien un outlet.
Últimamente se muere tanta gente que es inevitable hacer teorías sobre adónde irán. Hay algo tan, si se me permite, vívido en estas muertes, que la idea de que «la siguen» en otro lado se vuelve casi natural.
La pandemia, además, crea un raro efecto de muerte. Cada uno de nosotros está más o menos aislado, entonces perdemos contacto real con la vida de los demás. Asistimos a muertes que consideramos «fulminantes», cuando en realidad se trata más bien de que, al estar desvinculados, llegamos solo al último fotograma de la vida del otro.
Una poeta con quien trabajé mis textos, y aprendí mucho, murió hace unos días, precisamente de este modo fulminante. Justo por ese tiempo yo había recuperado, en el desorden de mi casa, un ejemplar de un libro suyo dedicado. Años atrás había venido invitada a leer a un ciclo literario que organizaba con unos amigos. En la dedicatoria me escribió: «contenta de haber estado».
Pero por esos días cercanos a su muerte también perdí un libro suyo, en este caso de ensayos, y de la manera más tonta: lo tenía en el mostrador y cuando metí unos libros que me compraron en la bolsa, metí el de ella sin querer. Como si esto fuera poco mi madre, al devolverme un ejemplar del último libro de ella, me confiesa que lo había perdido pero que por suerte pudo conseguir «este otro» (me hizo acordar a cuando me confesó que en realidad de niño yo no tuve un solo pez sino varios, que ella reponía a mis espaldas cada vez que se morían).
En sus clases, me sentaba en el escritorio, delante de ella, y le leía lo que había preparado. Al cabo de un tiempo, las mejores ideas o las correcciones más certeras se me ocurrían un rato antes de entrar a su departamento, como si la inminencia de sus ojos posándose sobre mi texto lo iluminara de un modo revelador. Cuando dejé de ir, porque ya había terminado mis libros, probé durante un tiempo reservarme el horario en que iba a su casa para sentarme en mi escritorio, del lado en que me sentaba en el suyo, y leer lo que estaba escribiendo. Era una forma de invocar su función esclarecedora y de paso ahorrarme el costo de la clase, que por cierto era bastante salado.
Tantas pérdidas y recuperaciones de libros suyos me hacen pensar que antes de morir aceleró la circulación de sus textos en mi vida. Igual, no era necesario. Siempre tengo presente sus palabras y sus ideas. En sus ensayos, por ejemplo, habla a menudo de «lo real» que, como se sabe, se trata de algo irrepresentable. Sin embargo, según ella hay ciertas escrituras que «lo rozan».
Uno se inclinaría a asociar lo irrepresentable con la violencia extrema o el desgarro, sin embargo ella lo entreveía en un par de zapatillas mencionado en un poema, o en una mujer cenando sola en su ciudad. En ambos casos, ni el realismo ni el experimentalismo ofenden a la cosa, y por eso en esas escrituras se produciría el roce de lo real. ¿Pero qué sería para ella lo real? Todos tenemos un acertijo en la vida, y tal vez su respuesta al suyo sea esa expresión que emplea con tanta insistencia: lo real, lo real, lo real.
La semana pasada recibí un wasap avisándome que le quedaban pocos minutos de vida. Hacía tiempo que no hablaba con ella. El año pasado, sin embargo, la había felicitado por el día del maestro. Lo recordé cuando me dispuse a escribirle (sin saber que hacía días que estaba inconsciente). Le puse que sabía que estaba mal, que hacía fuerza para que se recupere, que la quería mucho.
Alguien habrá abierto su teléfono unos días después porque, como si me hubiera clavado el visto desde el más allá, se azularon los dos tildes del mensaje que le había escrito.
Hernán Lucas nació en Buenos Aires en 1974. En 2007 abrió la librería Aquilea, en pleno centro porteño. Co-coordinó los ciclos literario-musicales Noches Humbert Humbert y Función Privada en librería Aquilea. Escribió: Un tapado arena (Alción, 2005); Prosa del cedido por el oro (Paradiso, 2007); Aquilea. Crónicas de una librería (Bajo la luna 2013); Una película vuelve a casa (Paisanita. 2017); Dos gardenias (Caleta Olivia, 2020).
Ph: Marcos Martínez