Portada del libro Con esta luna

Con esta luna. Marcelo Guerrieri (un capítulo)

CON ESTA LUNA (NOVELA)
Capítulo uno, para La copa del árbol
Editorial Tusquetes 2021
Portada del libro Con esta lunaLo que siguió era de alguna forma esperable. Por las noches, los Vizcacha se siguieron reuniendo con sus taxis frente al Córdoba. Aunque el Jorobado, seguía sin aparecer, y esto era algo que a Moreira no le cerraba para nada. Sobre todo le extrañaba la naturalidad con la que los Vizcacha se tomaban la desaparición.
Durante aquellas primeras noches, los del kiosco de al lado del bar, sobre Jean Jaurès, intentaron tomar la posta como anfitriones. Hasta agregaron una mesita de plástico en la vereda y un par de asientos.
Eran unos pibes del interior que hacían delivery de bebidas y se pasaban la noche charlando con los trapitos que cuidaban los autos del restaurante de la esquina. Con los Vizcacha siempre se habían llevado bien, pero ese aire de complicidad, sostenido a lo largo de los años, ahora se empezaba a agrietar poco a poco. Hasta entonces, los trapitos y los pibes del kiosco habían sido esos muchachos macanudos con los que los tacheros charlaban de fútbol cuando salían a fumar a la vereda. El pisotón a la colilla marcaba la vuelta al bar y volvía a ubicar a cada cual en su sitio. Pero algo muy distinto era esta nueva fraternidad forzada.
A la semana, la situación se hizo insostenible.
Los Vizcacha anunciaron que se mudaban al bar de los Cinéfilos, un barcito 24 horas en la estación de servicio donde Córdoba se abre en Estado de Israel:
—Ahí paran esos tacheros que se la dan de progres —anunció Abelardo, y cada cual subió a su taxi.
Moreira los despidió con algo de tristeza, como si partieran a un largo viaje y no fuera a verlos más en la vida.
El Gato, Andonaegui y Moreira siguieron parando con los pibes del kiosco. Ahora en lugar de café le daban a la cerveza y se hablaba menos de política, se contaban más anécdotas, cosas de la vida. La desaparición del Jorobado, que obsesionaba a Moreira pero que también había calado en el Gato y Andonaegui, los empujó, a la semana, a ir a visitar a los Vizcacha al bar de la estación de servicio.

Bony, la chica que atendía la caja, les contó:

—La primera noche que vinieron, mi cielo, esos amigos tuyos la empezaron a puro provocón con los Cinéfilos, que son, se ha visto, así como los que juegan de local, como dicen ustedes los porteños —se dirigía a los tres pero miraba a Moreira y esa voz suave enseguida se vio que no era amable, sino irónica—. Porque es una cuestión de respetar. Y tus amigos, mi vida, entraron con aires. Un locurón encima. Chilladores —lanzó la arenga Bony, y Moreira reconoció el acento paraguayo mezclado con el canto italiano del español argentino, ¿correntina?, ¿del litoral?—. Ahí los tenés al Kapanga y a los suyos, secreteando al reparito de la tele. —Bony señalaba a los siete sentados en torno a una mesa; miraban televisión—. Tus amigos dejaron debiendo seis cafés y una medialuna de jamón y queso. Porque una cosa es que uno invite y otra es que se aprovechen —explicó, tocándose el pecho—. Me sube un karaí malo —completó y les mostró un ticket que sacó de un pinche.

Pagaron entre los tres. Entonces la mirada de Bony se ablandó.

Mientras tomaban café en la barra, alternando miradas furtivas hacia la cajera, Moreira registró el semblante endurecido, la cicatriz en el cuello.

—La Bony —se presentó ella y les extendió una mano amable.

Sentados en torno a una mesa grande, armada con cuatro mesitas de café, siete hombres callados, reconcentrados, miraban una película de Kurosawa, en blanco y negro, que pasaban por la tv Pública. En voz baja, sin quitar la mirada de la pantalla, largaban frases sueltas, sentencias, detalles de los actores, del encuadre, de la trama: «Un contrapicado ahí me querés decir si hacía falta»; «exagerado el gesto»; «nada que ver con el cuento».

—Ahí tenés, te dije —decía el Kapanga—. La bruja es el tipo muerto.

En el bosque, de Akutagawa —comentó Moreira, desde la barra.

El Kapanga alzó la vista por sobre el grupo que giró a un mismo tiempo:

—¿Y ustedes?

—Buscamos a los Vizcacha.

Contrariamente a lo que auguró un primer silencio tenso, acaso atraídos por el conocimiento cinéfilo que había demostrado el comentario de Moreira, los invitaron a sumarse a la mesa. Moreira contó sobre los Vizcacha y sobre la desaparición del Jorobado.

Entonces el Kapanga dijo que sabía bien quién era el Jorobado, pero que no lo habían visto; la noche que pararon ahí los Vizcacha no estaba, y nada se había dicho sobre él.

El Kapanga, que parecía ser el portavoz de los Cinéfilos, agregó:

—¿Así que vos sos Andonaegui? ¿El de las pasajeras que van a Andonaegui al mil? Tus historias se vienen contando por las paradas de descanso del Abasto a Villa Crespo. Yo pensaba que no existías, que era todo un invento.

Bony le pidió a Andonaegui que contara una. Luego de una negativa desganada, que todos en-tendieron como un prólogo, Andonaegui arrancó:

—Dos pasajeras con pinta de trolas me piden que las lleve a Andonaegui al mil… Yo me dije: son dos gatos que van a enfiestarse con alguno. Llegando a Agronomía, me mostraron una pistola y me hicieron bajar. Me llevaron a la fuerza por el costado de la vía, por la estación Arata. No se veía nada y una sacó una linterna. Había olor a jazmines, de eso me acuerdo como si fuera hoy. Yo pensaba: acá me desvalijan y me meten un tiro en la cabeza… pero cuando llegamos a la parte de los huertos que está atrás del edificio de la facultad, una de las minas sacó un papel y me pidió que lo leyera en voz alta. Era una carta de amor de un tipo que les había hecho el verso a las dos juntas. Una se sentó con las piernas cruzadas; la otra se me puso atrás, me alumbraba el papel con la linterna. La letra no se entendía bien y tenía que frenarme a cada rato…

Andonaegui en su salsa.

La historia termina con las dos chicas lloran-do porque el chico había decidido volverse a Brasil, y Andonaegui revolcándose con ellas en el telo de Lascano y San Martín.

—Cosas que pasan —concluyó, con esa mirada desolada que se le viene encima cada vez que llega al final de su anécdota.

Entonces los Cinéfilos se interesaron por el Gato y por Moreira.

Arrancó el Gato, que contó de su laburo por los techos y de la vez que se cayó de un tercer piso y rebotó contra un alero:

—Salí caminando como si nada. Casi no la cuento. Esto de treparme a cualquier lado me vino de pibe, como un don. Creer o reventar —y ante el silencio respetuoso del resto, miró a Moreira, como pidiendo auxilio.

Entonces Moreira se largó a contar sobre su trabajo con las plantas en el vivero. Ese terreno que estaba abandonado desde que su abuelo murió de un ataque durante el quilombo del corralito, los ahorros de toda su vida expropiados por los bancos. Ahora, con un crédito para microemprendedores que está pagando con su beca de investigador, Moreira pudo transformar aquel terreno abandonado en vivero y casa.

Después habló de la noche de la 125 en la plaza de Los Galgos, del anfiteatro y de ese animal extraño que vieron salir de la puerta maldita. Para describirlo pidió ayuda al Gato y a Andonaegui, y entre los tres armaron un engendro con cola de carpincho, grande como un perro y —seguramente influidos por los tacheros— cabeza de vizcacha.

—No me extraña —concluyó otro de los Ciné-filos, que se presentó como el Pastor: flaco y chupado, mandibuleaba entre silencio y silencio—. Cuando vivía en Espeleta, una vuelta apareció un pingüino caminando por las calles de tierra. En plena villa. Un pingüino. Cuestión que entre los vecinos lo metimos en la heladera de casa y lo tuvimos dándole pescado hasta que lo vinieron a buscar de un zoológico. Más caro nos salió ese pingüino —dijo el Pastor y todos festejaron la historia.

—El Karaí Pyhare, acá le dicen el Pombero —arrancó la Bony cuando todavía se comentaba la anécdota del Pastor—, chiquito, negrazo, con un sombrero y un cigarro poguasú, silba en la noche y si estás sola se te pone la piel así. Lleva en la mano izquierda una piedra. En la otra, una botella de caña. El Karaí silba y vos lo escuchás lejos pero lo tenés acá.

Así pasaron la noche, midiéndose entre cuentos y anécdotas, hasta que los tres se levantaron de la mesa cuando afuera ya clareaba.

Moreira y Andonaegui atravesaban los surtidores de la estación de servicio y el perfil de Andonaegui, cortado como a cuchillo sobre las luces naranjas del playón, dejaba ver un gesto que tenía un asomo de alegría en la comisura de los labios, apenas un destello, que enseguida se hundió en la amargura de siempre, en esa mirada desolada cada vez que emergía de su anécdota.

—¿Qué andás penando? —le preguntó Moreira.

—¿Eh? —volvió Andonaegui de su ensimismamiento.

Ante ese rostro cansado, rodeado de taxis y olor a nafta, en ese ensueño tardío de aquella primera noche en el bar de los Cinéfilos, Moreira no se atrevió a repreguntar.

Ya se alejaban por el playón cuando el Kapanga se le acercó a Moreira y le dijo, por lo bajo, que los Vizcacha ahora paraban en Lo de Charly: la parrilla 24 horas de Álvarez Thomas y Donado.

 


GuerrieriMarcelo Guerrieri (Lomas de Zamora, 1973). Es antropólogo por la Universidad de Buenos Aires, coordina talleres literarios en centros culturales de CABA y es docente de la Licenciatura en Artes de la Escritura de la Universidad Nacional de las Artes.  Autor de Farmacia (2016), novela finalista del Premio Nueva Novela Página/12; también publicó el libro de cuentos Árboles de tronco rojo (2012); El ciclista serial (2005; Premio Nueva Narrativa Sudaca Border); la blognovela Detective Bonaerense (2006) y varios relatos en antologías y revistas literarias.  Fue Premio Nuevos Narradores del Centro Cultural Rojas y obtuvo la beca Formadores 2018 del Fondo Nacional de las Artes. Su última novela Con esta luna será publicada próximamente por Editorial Tusquets.