Foto: David Aler on Unsplash
FLORES AMARILLAS
Todas las tardes Coco y Carpincho se encontraban en la ribera. Después de jugar por horas a la pelota, cuando empezaba a oscurecer, se sentaban a mirar el río desde lo alto del barranco, viendo el lento deslizarse de las barcazas rumbo a Asunción. Ese era el momento en que Carpincho contaba las historias que había oído de sus abuelos guaraníes, las mismas que Julia escuchó de nena, las mismas que luego ella me contara a mí.
—Ahí va la MbóiTu’i, ¿la viste?, mirá…salió del agua y se volvió a meter.
—Andá, Carpincho, eñembotay, que me querés meter miedo— le respondía Coco.
Julia contaba que por entonces, a la mbóiTu’i se la veía mucho más que ahora.
—Te miró a vos, chamigo, te marcó. Creéme. Ahí va de nuevo, ¿la viste? Ojo, que si la mbóiTu’i te agarra, te revolea para la costa, y después te cacha el Pombero, te lleva al cementerio y ahí nomás te saca los ojos. Al Pombero le gusta comerse los ojos claros de los gringos como vos.
Entonces Coco y Carpincho miraban al río, se empezaban a reír, y se ponían a hablar de cualquier cosa.
Pero aquel domingo de noviembre, Coco y Carpincho apenas pudieron jugar un rato; el calor era pegajoso, asfixiante. El río estaba espeso, Julia contaba que aún era de día, que nadie se explica porqué los chicos se fueron en un bote hasta lo más hondo, y ahí se tiraron al agua. Luego vino la lluvia, y la crecida, uno quiso salvar al otro, pero ninguno sabía nadar y la correntada se los llevó. Cuatro días después, hallaron sus cuerpos abrazados, enredados entre unas ramas que arrastró el temporal. La ciudad pueblo lloró, el río se había llevado de nuevo a dos de sus hijos.
A Coco lo velaron a cajón cerrado, sus padres taparon los espejos y se rasgaron la ropa en señal de duelo; rezaron el kadish, la oración por los muertos, durante treinta días. En cambio, del velorio de Carpincho no se supo nada.
Julia, la hermana menor de Coco, fue amamantada hasta que su hermano murió. Su madre se secó. Por la amargura y por el dolor. Una empleada, nodriza, cuyo nombre fue olvidado, se ocupó de criarla.
Yo soy el hijo de Julia. Nací en Buenos Aires, que fue lo más lejos que Julia pudo irse de su Corrientes natal. Ella me enseñó de chico a nadar, me enseñó canciones de la tierra colorada, chamamés, sapucais, algo de guaraní e historias de su tierra. Mi madre siempre fue una persona triste. La muerte de un hijo es algo que nunca se supera, y cuando decía eso, me abrazaba fuerte, durante mucho tiempo. Me contaba lo que su nodriza le decía: “La mbóiTu’i se llevó a su hermano, así que usted nunca se acerque al agua, m’hijita; y también téngale también miedo al Pombero. La MbóiTu’i y el Pombero trabajan juntos, por las noches el Pombero anda por las tumbas, silba como el viento, tiene los ojos malos y ataca cuando todos duermen”.
Todos los inviernos Julia y yo viajábamos a Corrientes, hasta que tuve quince años, cuando los abuelos murieron. Yo amo esa ciudad; es tan distinta a Buenos Aires, la proximidad de la selva, el suave acento de su gente, las canciones en guaraní. Julia siempre decía que mis ojos azules eran iguales a los de su hermano Coco, y cuando oía eso, yo me quedaba callado, porque en el fondo, odiaba que me comparasen siempre con un muerto. Y sin embargo, Julia nunca me llevó a la tumba de su hermano, jamás entendí por qué. Con ella íbamos al parque, cerca de la costanera, y yo me trepaba a las hamacas con forma de bote, me quedaba jugando ahí, por horas. Pero mirar el río, eso sí que me daba miedo.
Cuando mamá murió regresé a Corrientes. Llegué una mañana, me alojé en un moderno hotel sobre el río; dejé mis cosas y fui a recorrer los sitios que recordaba; todo estaba cambiado, casi no reconocía la ciudad; la costanera estaba llena de restaurantes y barcitos, y las calles peatonales, repletas de negocios, tan diferente a cuando yo era chico.
Cerca del mediodía fui a caminar por la costa del Paraná, bajo la sombra de los lapachos; me senté en un bar a tomar algo frente al río, me puse a mirar las embarcaciones, la margen opuesta. Alrededor del embarcadero se amontonaban los irupés. Con el correr de los minutos el cielo se pobló de nubes, las aguas se encresparon, adquiriendo un tono plomizo. Por un instante me pareció ver en el agua algo que no debía estar ahí, tal vez era una rama, no sé, pero hizo que mi pecho se encogiera. Pagué la cuenta y salí rápido de ese lugar.
Más tarde fui al cementerio, yo había hablado previamente con el cuidador. “Si, Coco, el angelito rubio”, me había dicho por teléfono, cuando le pregunté por la tumba de mi tío. El encargado, un hombre silencioso, me acompañó hasta la sepultura. La lápida, de mármol blanco, tenía un pedestal con una foto de Coco, coronada con una estrella de David y estaba flanqueada por unas alas talladas en piedra. Yo nunca vi esa foto, solo había visto una, en la que se Coco estaba lejos, con otros chicos. En la foto de la tumba, me vi a mí mismo, cuando era chico. Entonces comprendí a mi madre. El epitafio decía: “Aquí yace nuestro hijo Coco, que se ahogó en las aguas del Paraná”. Puse dos flores amarillas sobre el mármol y recé una vrajá; tomé una pequeña piedra que había sobre la lápida y me la guardé en el bolsillo. Cuando miré hacía el costado, vi que junto a la tumba de Coco había otra, idéntica; sobre el mármol estaba escrito: “Raúl –Carpincho– Jiménez Q.E.P.D”. La fecha de la muerte era la misma que la de mi tío. Esa tumba estaba abandonada, llena de maleza, y la lápida partida. Imaginé muchos años atrás, dos familias enterrando a sus hijos. Una sola procesión para dos muertes prematuras. Me pregunté por qué en todos ese tiempo, nadie había dedicado un solo pensamiento para el otro chico, al que murió junto a Coco, el que quizá intentó salvarle la vida. Limpié la tumba como pude, y me senté frente ambas lápidas, lloré por Coco, por Carpincho, por esas vidas malogradas, por Julia y también, un poco por mí. Tomé una de las flores que había dejado en la tumba de mi tío y la puse sobre la de Carpincho. En ese momento sentí el sonido del agua, como una vertiente que fluía por debajo de las tumbas. Las sombras comenzaron a alargarse en el cementerio vacío. Me quedé caminado sin rumbo por el campo santo, pero me acompañaba un aire hueco, perturbador, así que apuré el paso hacia la salida.
Por la noche cené en el hotel; estaba intranquilo, ya quería estar en casa. En la habitación encendí el velador, me saqué la ropa, y me acosté. Miré un rato las fotos que había sacado: el cementerio, las tumbas, los epitafios. Las imágenes estaban borroneadas, fueras de foco; cuando intenté fijar la vista, los ojos me empezaron a arder. El sueño me estaba venciendo, pero tenía estaba inquieto, con miedo de dormirme. Finalmente apagué la luz. Entonces escuché un ruido, en el fondo de la habitación; volví a encender el velador, y un escalofrío recorrió mi cuerpo. Me pareció que algo me observaba desde el oscuro extremo del cuarto. Quise gritar, pero se me anudó la garganta, agarré la piedra que había traído del cementerio. Me senté en la cama. Me quedé inmóvil, temblando, sosteniendo la piedra con la mano. Esperé, esperé que aquello que ahí estaba, finalmente viniese hacia mí.
Daniel Lerner es licenciado en administración de empresas. Completó la carrera de Narrativa en Casa de Letras, y tomó talleres con Virginia Janza, Mariana Docampo, Ariel Bermani y José María Brindisi. En 2019 publicó su primer libro de cuentos: «Demonios», editorial Olivia. También en 2019 fue premiado en el Premio Itaú, por su cuento «Bailarina», e incluido en la antología digital del mismo año. En 2020 tomó un curso de novela en la Copa del Árbol. Recientemente finalizó su primer novela, aún inédita.