Foto: Matías Santana on Unsplash
SALTO AL VACÍO
Salto o no salto. Muchas veces lo pienso, pero nunca me animo. Por eso hoy estoy acá escribiendo estas líneas. La muerte siempre es narrada por otros. Pienso si a alguien se le cruzaría por la cabeza escribir la historia de un tipo que decidió dar un salto al vacío desde la terraza de su edificio. Tal vez algún periodista escribiría una breve nota en la sección policiales del diario Crónica y no mucho más que eso.
Subir hasta el piso doce por ascensor, luego subir un piso más por escalera, cruzar la puerta que siempre está entreabierta y salir a la terraza. Saltar la baranda que separa el espacio donde la gente cuelga la ropa de un espacio de cinco metros cuadrados que limita con el precipicio. Cualquiera que estuviera parado en mi terraza a las cinco de la tarde, justo en el vértice que apunta a Puerto Madero, tendría el gusto de apreciar una vista completamente despejada. Los edificios de más de treinta pisos que lindan con el Río de la Plata se ven imponentes. Si uno mira para abajo se ve el asfalto de la avenida Jujuy, los autos que van y vienen, los colectivos con su clásico ruido insoportable y los transeúntes que andan de acá para allá. Algunos runners que giran incansablemente alrededor de la placita de la esquina y los perros que juguetean mordiéndose entre ellos. También se lo ve al muchacho que limpia parabrisas en el semáforo y a su amigo, un viejito que apoyado sobre dos muletas pide monedas en la vereda. Hacia la izquierda se ve la estación de trenes de Once. La parte lateral que da a las dársenas de colectivos. Desde arriba parece que la avenida Jujuy termina justo en la estación. Se pierde de vista su continuación. Pasa que cuando la avenida llega a la Plaza Miserere hace una curva pronunciada, por eso no se ve, y luego continúa recta hasta la Facultad de Derecho. Además, ahí mismo, en donde termina la vista y el falso orden rectilíneo confunde la percepción geométrica de las cosas, la avenida deja de tener nombre de provincia y pasa a tener nombre de prócer.
La vez pasada discutimos con mi ex. Estábamos en la terraza fumando un porro y disfrutando del sol de la tarde. Ella no me creía que las torres gemelas que se ven a los lejos están en la esquina de Salguero y Juncal.
-Mirá esas torres de allá, son iguales y tienen una forma rara en la punta-. Le dije mientras señalaba con el dedo hacia esa dirección. Están por el parque Las Heras.
-No puede ser, es imposible-, me respondió. Estás desorientado, esas torres deben estar a la altura de la facultad de derecho.
-No, nada que ver. Vos estás desorientada-, le repliqué. Las vi desde distintas terrazas y sé que son esas.
-El Parque Las Heras está lejísimo, es imposible que se vean edificios de por ahí-, sentenció.
Fue tan determinante que hasta me hizo dudar. En ese momento empecé a pensar que tal vez ella tenía razón y que realmente yo estaba desorientado geográficamente. Por eso no quise seguir con la discusión. Pero en los días siguientes confirmé que la que estaba equivocada era ella. Subí a otras terrazas cercanas para ver las torres desde otras perspectivas y les saqué fotos con el celular. Finalmente comprobé que son las mismas torres que están en la esquina de Salguero y Juncal, y son las mismas que se ven desde mi terraza.
Las calles tienen curvas que desde abajo no se perciben, pero desde arriba sí. Por eso desde lo alto la orientación y el sentido de las cosas cambia. La mirada miope que desde abajo se naturaliza, desde arriba se amplía. A la semana siguiente le mostré las fotos. Después de mirarlas bien y comparar con el Google Maps comprobó que mis afirmaciones eran correctas. Pero bueno, ella no tenía por qué aceptar de entrada lo que yo le dije. Se reservó el derecho a la duda, y me pareció lo más lógico siendo que yo también había empezado a dudar.
En fin, siempre me pasa lo mismo. Cuando estoy ahí parado, justo al borde del precipicio, el salto al vacío deja de tener sentido. Como si la observación de la ciudad desde lo alto de mi terraza reforzara mis ganas de seguir viviendo. Cada vez que subo y me paro sobre ese vértice, o sobre cualquier otro punto, ese pensamiento suicida deja de tener razón de ser para convertirse en un simple y fugaz momento de angustia.
Desde arriba veo mucho más que desde abajo. La visión es amplia y profunda. Cada detalle, cada humano que camina por la vereda carga con su existencia y es responsable de lo que hace con ella. Desde acá arriba veo casi todo. No controlo nada de lo que veo ni soy responsable de la selva de cemento que se construyó en esta parte del mundo. Lo único que controlo es mi vida y, tal vez, mi muerte. El viento me pega en la cara. El cuerpo me pesa y una extraña sensación de aplastamiento recae sobre mi cabeza. Tengo sueño. Tal vez hoy no sea el día para dar el salto al vacío.
Jeremías Herrera nació en Buenos Aires en 1987. Laburante, futbolero, viajero y aventurero. Vivió hasta los veinte años en Florencio Varela y luego en distintos barrios de la Ciudad de Buenos Aires. Actualmente reside en el barrio de Balvanera. Es Comunicador Social (UBA). Desde principios de 2020 colabora en el diario digital El Grito del Sur. Participa en el Taller de Escritura Creativa que dicta Martín Glozman.