Ph: Vince Fleming on Unsplash
ESTÁS IGUAL
En una reunión de lectura que organizaba la Biblioteca Municipal de Bahía Blanca, donde me mudé hace poco tiempo, la profesora del curso se acercó y me dijo, un día que había poca gente: Sos igual a una amiga que se fue a vivir a España. Cuando te vi entrar me pregunté qué hacías acá. Me dejó un poco intranquila esa última frase. Pensé que quizás ella no sabía exactamente quién era yo y que si le decía ¡cómo andás tanto tiempo!, se levantaría a abrazarme. Le dije que siempre me pasaba lo mismo. La gente me confundía con otra. Esa recurrencia no pareció interesarle, quizás temió un largo anecdotario, y noté que ya no prestaba atención. Disipada su duda siguió con lo suyo. Se puso a organizar unos papeles y a hojear un libro que nos pensaba leer.
Cuando estudiaba Biología en Buenos Aires, muchos años atrás –casi en la vida de otra persona–, mis amigos me dijeron que había una chica idéntica a mí en la carrera. Por lo visto no sólo ellos lo notaban, sino también los amigos de ella. Una vez una chica me detuvo en medio de las escaleras. Me preguntó si había ido a la fiesta. No sé por qué le dije que sí. Tuve la impresión de que era una fiesta a la que debía haber ido y que mi ausencia iba a ser tomada como un desprecio. No recordaba haber sido invitada a una fiesta pero eso no me importó en ese momento. Me preguntó si había ido Pablo. Le dije que no lo había visto. Finalmente, me preguntó de qué me había disfrazado. Eso me dejó en un páramo. Que fuera una fiesta de disfraces me hacía más difícil contestar evasivamente y, a la vez, me dejaba claro que no era yo la que había sido invitada. Pensé en decirle la verdad, yo no era esa persona, nunca lo había sido. La necesidad de aclarar diciendo soy otra me perturbaba. No tuve el valor para negarme de esa manera. ¿Era yo otra? Algo de esa disolución, de todas maneras, me alcanzó. Las palabras me traicionaron y le dije que me había disfrazado de nada, en vez de decir que no me había disfrazado nada. Esa confusión o quizás mi turbación al decirlo, dejó entrever la verdad, o más bien, la falsedad de todo. Noté que empezaba a sentirse engañada en forma gratuita, de manera por completo inexplicable –y yo menos que nadie habría podido explicárselo–. Puse una excusa inverosímil y rápidamente me fui. Ella se quedó demorada en la escalera.
Unos días después a la salida de clases, una chica se puso detrás de mí en la fila del colectivo. Al verme, sonrió y me saludó con familiaridad. Con fastidio pensé: Otra vez la otra.
Lo curioso es que nunca me la crucé en las clases o en los pasillos de la Facultad. Lo cierto es que la Facultad de Exactas era un laberinto al que nunca, en los cuatro años que recorrí sus escaleras y pasillos, me acostumbré. Me perdía en las puertas idénticas de las oficinas, de los laboratorios, de las aulas. De pronto no estaba segura si me encontraba en el piso segundo o tercero, trataba de recordar cuántas escaleras había subido pero todo era confuso, igual. Más de una vez, en un desolado desconcierto, descubrí que lo que yo creía arriba, estaba abajo. Después de todo, no encontrarla en esa Facultad construida para perderse no era tan raro. Nuestros caminos se siguieron cruzando a través de las personas que la conocían, quizás a ella también la saludaban mis amigos, la invitaban a fiestas que estaban destinadas para mí; aunque algo me hacía sentir que solo a mí me pasaba, que ellos sí veían la diferencia, como si yo fuera la impostora, la mala copia, y toda esa gente que venía a saludarme amistosamente, en realidad me estaba cercando, expulsando.
Años más tarde, una mujer me interceptó por la calle. Me eché para atrás del susto. Cómo estás, tanto tiempo. Pero estás igualita, me dijo. Enseguida se me prendió la alarma. No era yo la que estaba igualita. Y ese comentario, que me podría haber alegrado tanto, me llenó de malestar. ¿Me estaba pareciendo a otra tal como era tiempo atrás? Por la sorpresa de la mujer parecía haber pasado una buena cantidad de tiempo. ¿Cómo estaría realmente ella ahora? La pregunta que se me formuló a continuación fue todavía más incómoda: ¿Cómo estaba yo ahora?
Mi vida había tomado otro rumbo, radicalmente diferente al que seguía cuando estudiaba Biología. Apenas me instalé en Bahía Blanca, me matriculé en el Profesorado de Artes Visuales, aunque prácticamente no asistí a ninguna clase. Iba a todos lados en bicicleta. Empecé a trabajar en una agencia de turismo y en las tardes libres, en vez de ir al Profesorado, hacía diferentes cursos breves, que se correspondían con intereses cambiantes. Pero algo que reaparecía, y cada vez con más frecuencia en esta ciudad distante, era que, de pronto, en algún curso o actividad que hacía, había alguien que me comparaba o me confundía con otra persona. Lo veía mirarme con expresión de reconocimiento, que al principio crecía en un destello de alegría, pero pronto era interrumpida por otra cosa, la duda, la indecisión, que muchas veces no se disipaba. Se atascaban. Es un gesto familiar al que, sin embargo, no me acostumbro. A veces no terminan de decidir si saludarme o dejarme pasar como un espectro. Tampoco yo, cuando alguien me saluda, puedo terminar de definir si es a mí a la que verdaderamente reconoce o si, más bien, me desconoce en la sombra de otra.
La otra tarde en el mercado, me corrió un puestero con un paquete que me extendió, mientras me decía: Ayer te olvidaste las cerezas. Dio media vuelta y, apurado, volvió a su puesto. Yo me quedé con el paquete en la mano, sin alcanzar a reaccionar. Esa confusión tan precisa, tan convincente, me llevó a otros tiempos, a los tiempos de la Facultad de Biología. Acá en Bahía Blanca, una vez más, aparecía alguien muy definido, muy igual –incluso en mi nueva vida tan diferente–, no con un aire o un parecido, sino otra que equivalía a yo misma para todos los demás. Ya ni sé qué quiere decir yo misma. Intuyo que, en mi caso, no es otra cosa que entrar en una cadena de duplicidades, precisas, idénticas y múltiples. Y ahora yo no iba a poder evitar ser interceptada, y a la vez interferir en sus pasos, en su vida, cruzarme con sus amigos, sus conocidos, en una confusión de personas y de caras que no harán más que señalarme como intrusa también en esta ciudad, a la que vine con esperanzas. Miré el paquete en mis manos, rojo intenso. Siempre me gustaron las cerezas.
Cecilia Ferreiroa nació en 1972. Vivió su infancia en el exilio, primero en Venezuela, cerca de un año, y luego en México, hasta el regreso de la democracia. Es Licenciada y Profesora en Letras por la UBA. Es autora de los libros de cuentos Señora Planta (Blatt & Ríos, 2016) y La parte enferma (Obloshka, 2020).