ph: Rajiv Bajaj on Unsplash
UN WESTERN DE LA PAZ
Cojo la máquina de escribir y me dispongo a hacer una prosa. El puro presente del tiempo se abre en dos partes de la memoria. La pasada, o la izquierda, o la presente, la derecha. No hay nada más. Solo todo.
Ya no deseo improvisar. Qué deseo. Me gusta esta palabra. Deseo escribir. Puramente escribir. Sobre qué quiero escribir. Quiero escribir sobre vos, sobre tú, sobre mí y sobre nosotros tres, todes nosotres.
Recibí algunas quejas por el inclusive. Ya no escribo para mis amigos nada más. Puesto que deseo una publicación para todes. El eje en el centro del ser. El cambio de los géneros.
Me pregunto por el deseo del encuentro, de la confesión y de la fe, como formas de la vida y de la primera persona. En el sentido de modos de escribir el yo. Se vuelve el teclado pesado y pienso en un amigo que no puedo publicar. Remplazo un texto por otro, por una cuestión de época. No estábamos acostumbrados a la nueva memoria, al nuevo presente. El deseo de la otra, de la otra salud de la verdad compartida. Ese encuentro singular en la nada fija del recuerdo, de la infancia, de las alcobas de la vida. Ya no escribo sobre mí, ni por el deseo, como un fantasma toma el teclado, y quiero decir que creo en vos, en la naturaleza del diálogo y en la verdad, en el perdón absoluto, pero también en los límites y el cuidado.
La escritura como una partitura, como una parir una, una del otro. Me pesa la nuca, aun así estuve leyendo, sentí el interior del ser en el medio de las conexiones. Hacer una pausa de la locura de la inmediatez, para escribir inmediatez, que voy a trabajar de acá hasta agosto, porque no voy a publicar por un entuerto la prosa de un amigo. Por una dificultad, algo del pasado. Lo que me hizo revisar todo mi pasado y sentirme yo también con él, culpable, por las incógnitas que no fueron así exactamente. Por el dolor, por la amistad, por la verdad.
Acribillarse en el deseo del infinito. Llegar lejos en la búsqueda del abismo, y luego volver con permiso de les otres y sabiendo que siempre se puede tocar más hondo. Que no hay límites. Y que la decisión final de estar bien la tomamos solos, aunque solos no la podamos tomar. Pero que si no la tomamos no estamos ya acompañados. Puse la realidad a prueba y es muy frágil, requiere de mucho cuidado, y me di cuenta que hay mucha muerte, querido, alrededor.
Hay mucha muerte alrededor, papá. –Yo te quiero ayudar hijo a salir adelante, no pienses tanto, querido, quédate tranquilo que juntos vamos a poder.
Es grupal la cosa. Estar más tierra. Aceptar todo esto. Dirigir la batuta para allá, para donde vamos. ¿A dónde vamos? No, no, a ningún lugar. A este espejo que está en el suelo, como una pileta donde se ve la memoria de lo que va a venir, que ya creamos, que ya está pasando. Ya no hay nada más. Después viene la muerte real, el punto. En esta cuarentena, todo pasa en el encierro. Los árboles dan a luz, a sombra, generan el oxígeno del tiempo.
Con amor. Con a mor. Palabra amor. ¿Existe? ¿La sentís? Por amor con el amigo, por la dialéctica, por lo que vendrá.
Lo que oscurece en el día que ilumina. Lo que te da en el vientre. Por los amigxs. Por lo que nace. Por el llanto, por la conexión, la conexión con un bebé, con un sobrino, con un nene o una nena. Por el trabajo. Por el pan y el viento. Por todo lo natural. Y por el tiempo que nos lleva como barrilete por acullá buscando nuestro destino, encontrándonos, ciertamente, aquí, en el jardín, allí, en la infancia, en lo que fue, lo atesorado, los papás, las mamás, los hermanos. El tiempo que se va. Que ya no hay memoria. El destino, el tiempo, la nada. El ser. Aquí. Allá.
Un western de la paz.
II
Me gustaría pensar que detrás de la máscara estamos nosotres, ustedes y yo. En ronda. Dentro de la máscara están los textos, la escena primordial de la imaginación, el plato de comida, existencial, de la palabra. Detrás del texto, estoy unido en ronda a la nada, al todo sentido, y al vacío de la posibilidad de no ser.
Pensaba que era el personaje. Ahora pienso como un ejercicio de lectura que soy un servidor del texto, un humilde servidor de la cultura, mientras leo un libro sobre el coraje de decir la verdad, de Michel Foucault.
Ni siquiera servidor. Una nada. Un estar ahí, un ejercicio de meditación en la alocución del otro. Intenté decir la verdad y no pude. Es muy grandilocuente. O requiere de un sujeto muy grande. Un soberano. Ahora me conformo con la amistad, saber que intento decir la verdad, y si no puedo me cubren les amigues. La verdad es circunspecta, parcial. Tímida.
La verdad no dice la verdad, aunque quieras, porque falla aunque intentes. Falla todo el tiempo, y más soledad más verdad que falla.
Por eso creo estos tiempos llaman a la comunidad. El individuo se hace pequeño, no se diluye. La comunidad lo comunica a través de medios orgánicos, híbridos, translúcidos, acuáticos, libres, emocionales, y vitales. Es como revivir, es como un renacimiento, un renacimiento que no es. Nada, no es.
No es porque se diluye en el aire y se vuelve a construir a cada momento, en cada estadio, no hay otro estadio. Se mezcla todo, todos los opuestos, lo infeliz con lo feliz, lo vivo con lo muerto, lo sano con lo enfermo, lo pasado con lo presente, lo futuro con lo pasado, el presente con lo ausente. Y se realiza. Lo que sí hay es aprendizaje. Mutación, transformación.
Las formas se mantienen, pero el ecosistema cambia, las formas mutan, pero sus formas se mantienen.
Martín Glozman, Buenos Aires, 1979. Licenciado en Letras por la Universidad de Buenos Aires y Magister en Escritura creativa por la Untref. Publicó los libros Salir del Ghetto, Help a mí, No hay cien años y Documento de María. Actualmente lleva adelante el proyecto La copa del árbol. Dicta talleres de escritura académica en la Universidad Nacional General Sarmiento.