LA PELUSA DEL DURAZNO
Leo en diagonal.
Leo en U.
Leo en zigzag.
Leo que hay quien dice que no le interesa escribir sobre sí mismo.
Leo todo tipo de cosas. Fundamentalmente, leo mi pasado.
Leo, en mi pasado, que una tarde, después de haber comido duraznos en una quinta, estoy al borde de la muerte. No lo sabía en ese momento, pero ahora lo leo y lo sé. Es una quinta llena de durazneros. Una quinta donde sacábamos los duraznos de los árboles y los comíamos en el momento, ¡zac!, como caramelos. Eran duraznos tibios. El sol de la siesta puntana (porque estábamos en las sierras de San Luis) era fuerte y caníbal y, en ese pasado que leo, estoy al borde de la muerte después de esa comilona porque mi tripa es un nudo, una pura hinchazón.
Leo en mis tripas, aquella tarde, mientras volvemos en el Ford Fairline de mi tío Juan Carlos, que el final, o sea la muerte, está próximo.
Leo también ese presagio en las tripas de los pájaros que chocan contra el parabrisas. Es la hora en que los pájaros esos, aventureros, salen a la ruta y la cruzan sin mirar. Debe ser un juego que hacen. Deben apostar a ver quién pasa y quién no. Y al pájaro que pasa de ida y pasa de vuelta le dan un premio, y el premio es una pájara.
Leo la palabra “pájara” y se me retuerce la tripa. Pero en esa otra tripa, la tripa llena de duraznos de aquella tarde, leo otra cosa.
Leo que las sierras de San Luis están llenas de pájaras, todas son pájaras de otros y ninguna es pájara mía.
Leo «pájara mía» y es triste la infancia cuando se piensa tanto en pájaras y lo único que se tiene es la tripa llena de duraznos.
Leo, después, ya en el baño, habiendo sobrevivido a la explosión de los duraznos, luego de haber podido expulsarlos (casi) a tiempo de mi tripa, que el inodoro está triste, que lo cagué demasiado.
Leo, esa noche, mucho amor en las manos de mi tía (la mujer de mi tío Juan Carlos), que limpia, después de lavar los platos, mi calzoncillo lleno de olor a mierda y a duraznos.
Leo en el pasado reciente de mi infancia y leo en el futuro próximo de mi muerte cercana.
Leo, en ese futuro, que los duraznos son una fruta muy noble, una fruta que acompaña a la gente a todas partes, incluso a la tumba, porque el olor de los cementerios es olor a durazno.
Leo en la piel de un durazno que mi muerte va a ser rápida. Una guillotina. Un fogonazo.
Leo que el durazno también dice que quiso darme a entender, aquella tarde, que me iba a acompañar toda mi vida.
Leo en los labios de mi tío Juan Carlos, que ya murió hace diez años, palabras incomprensibles, palabras de un muerto. Sus labios están derechos. Están más serios que él. Salen de su cara y vuelan serios atravesando las rutas de todo el país. Lo recorren para arriba y para abajo en una gira de seriedad abismal, como si toda la vida fuera esa cosa seria que ellos llevan a todas partes.
Leo que dicen: “Soy tu tío, el hermano de tu padre, el hermano mayor, el hermano serio, el hermano que te llevó a esa quinta con duraznos para que vos tuvieras tu primera idea, tu primera cita, tu primera aventura, con la muerte.”
Leo, en otros labios que pasan con los de él, otras cosas. Es un desfile de labios y ninguno de todos esos labios contiene la sabiduría que contienen los labios de mi tío, el hermano mayor de mi padre.
Leo, mientras escribo esta breve historia, que mi tío Juan Carlos era un pájaro apostador, y que sus pájaras lo esperaban siempre sonrientes. Pero él no, él era serio. El apostaba en serio y ellas jugaban a verlo ganar.
Leo en S.
Leo en círculos.
Leo en privado todas mis desgracias. Y también las leo en público, pero de otra forma, como si no existieran, como si no hubieran existido nunca, como si yo hubiera sido otro.
Leo en público lo que en privado apenas puedo balbucear.
Leo en público, con la boca abierta y sonriente, lo que en privado es una tumba con ese olor, mezcla de mierda y durazno, que mi tía (la mujer de mi tío Juan Carlos) limpió aquella noche, en las sierras de San Luis, después de lavar los platos.
Leo la historia en la que estamos todos reunidos juntos alrededor de un fogón, aquella noche. Mi tía ya lavó los platos, ya lavó mi calzoncillo y todos los primos estamos sentados jugando a las cartas. Ya sabemos que nos vamos a morir, pero hacemos de cuenta que para eso faltan décadas. Porque es así: faltan décadas. En esa historia, mis primos me hablan y me dicen “porteño”. Y esa noche, a esa palabra, “porteño”, es más fácil agregarle “de mierda”, porque me cagué. Y porque es gracioso. Mañana vamos a subir al cerro y a bajar al río desde allá arriba, que en esa parte el río es más profundo. Pero ahora es de noche y está el fogón y mi tía ya se acostó y mi tío se fue al bar con unos amigos. Es la noche en la que decidimos ir a verlo. ¿Qué hace mi tío Juan Carlos en el bar con sus amigos? ¿Qué haremos nosotros en el bar cuando seamos como ellos? ¿Qué haría mi padre, el muerto, el hermano menor de mi tío Juan Carlos, si esa noche no estuviera muerto, en un bar así, con amigos así? ¿Qué amigos tendría mi padre? Mi tío Juan Carlos no hace nada impresionante. Toma vino. Juega a las cartas.
Leo en algún lugar, en alguna de esas noticias perdidas que uno lee, que en el futuro la piel de los duraznos no va a tener esa pelusa tan poco amigable. El durazno es la fruta que más me gusta, pero la pelusa me provoca escalofríos de solo verla.
Leo en esa piel de los duraznos del futuro un llamado a la libertad. Un llamado, no solo a la posibilidad de comer duraznos sin esa incomodidad de la pelusa, sino un llamado a la posibilidad de comer duraznos indefinidamente y sin consecuencias.
Leo todo eso en una ruta que bordea un lago. Por esa ruta llegamos al vertedero de ese lago, paramos, nos sacamos la ropa, saltamos al vacío.
Leo la historia de terror que escribimos esa noche con mis primos. En ese momento no la escribimos, la inventamos. Ya la voy a escribir, algún día, y es por eso que ahora la puedo leer. Es una historia entretenida. Tiene todo tipo de peripecias y tiene dos figuras centrales. Una de esas figuras es mi tío Juan Carlos. El otro es mi padre. Los dos están muertos. Son los fantasmas del lago.
Leo esa historia en sueños.
Leo esa historia despierto.
Leo esa historia en los libros que leo. Leo esa historia en las arrugas de la cama. Hoy es una historia arrugada y vieja, escrita en las sábanas que compré hace unos días. Pero después, cuando tiendo la cama, es una historia que se hace lisa otra vez.
Félix Bruzzone, Buenos Aires, 1976, escritor, docente y coordinador de talleres de lectura y escritura. En 2005 cofundó la Editorial Tamarisco, dedicada a publicar autores nuevos y escrituras nuevas. En 2008 publicó el libro de cuentos 76 y la novela Los topos. En 2010, la novela Barrefondo. En 2014, la novela Las chanchas. En 2017, el libro de crónicas Piletas. En 2019, la novela Campo de Mayo. También publicó los libros-álbum Julián en el espejo, Julián y el caballo de piedra y Julián es un pulpo. Sus libros se tradujeron en Francia y Alemania. En 2010, en Berlín, obtuvo el Premio Anna Seghers, que reconoce a un autor latinoamericano cada año. Publica cuentos y crónicas en diversas antologías y medios gráficos y virtuales de Argentina y del exterior. En 2013 estrenó, bajo la curaduría de Lola Arias, la conferencia performática Campo de Mayo; y en 2018, junto a Monica Zwaig y Juan Schnitman, la obra de teatro Cuarto Intermedio. Es docente en Casa de Letras, en la Licenciatura en Artes de la Escritura (Universidad Nacional de las Artes) y en la Maestría de Escritura Creativa (Universidad Nacional de Tres de Febrero).
Autor: Felix Bruzzone
Todos los derechos reservados. Prohibida su venta. Solamente se permite la reproducción total o parcial de esta obra, su almacenamiento en un sistema informático, su transmisión en cualquier forma, con la previa autorización del Autor, para lo cual el interesado deberá comunicarse con el administrador de la página.