Foto: Tavin Dotson on Unsplash
UN CUMPLEAÑOS
La casa era enorme y se parecía a esas en las que un grupo de jóvenes va a pasar un fin de semana y terminan todos muertos por un asesino serial. Recuerdo que quedaba justo en medio de un parque de medidas colosales al que se podía acceder por ambos lados de una misma manzana. La pileta estaba vacía y lo primero que pensé cuando la vi fue lo increíble que sería hacer una fiesta en ese lugar. Allí trabajaban como caseros los tíos del Ratón, tal como apodábamos a Gabriel. Alguna vez le pregunté el origen de su sobrenombre y él me dijo que no lo sabía mientras simulaba agarrar un pedazo de comida con las dos manos y llevárselo a la boca como si fuera un pequeño roedor. La cosa es que su hermano David cumplía años y nos invitaron a una suerte de festejo privado. No había mucha gente. Además del homenajeado y el Ratón, estaban sus primas y un pibe que yo conocía de la escuela, Lele, que usaba pantalones anchos y tenía un aro en la ceja izquierda.
Si algo me quedó grabado de esa casa, sin duda, fue el color amarillo de la iluminación del cuarto en el que transcurría la reunión. Aunque la araña que colgaba del techo alojaba numerosos focos, su intensidad era débil, escasa, por lo que se generaba un ambiente de penumbra que, junto al humo de los cigarrillos y la música a todo volumen – en ese entonces, grupos importados que no escatimaban distorsión y hacían melodías tristes-, lo volvían especial y le daban un toque de misterio.
En algún momento, como era costumbre, monopolicé la charla. Quizá no tenía tanto que decir, pero a los demás les fascinaba oír historias de fracaso y decepción. A mí no me costaba hablar en público, y rápidamente descubrí que el lenguaje también podía ser una armadura. Un precario sistema de defensa en esa aparente temporada en el infierno que supone la adolescencia.
Ahí estaba yo, atiborrado de dolor, pero divirtiendo a los otros. La rutina era sencilla: contar una historia verídica, maquillar los detalles y enfatizar los pasajes absurdos. Sin embargo, lo más importante era que aquello que narrase culminara de una manera frustrante. Mientras peor terminaba el relato, mejores eran los resultados. Muchas veces con el afán de no exponerme tanto, trataba de ficcionalizar ciertas cuestiones, pero lo que me pasaba siempre era que me compenetraba tanto en mi monólogo de perdedor compulsivo, que concluía diciendo más de la cuenta, incluso soltando nombres propios y hasta insultos que salían desde lo más hondo de mi corazón. La intimidad no existía porque si allí había algo que lograra hacer reír -que en ese punto equivalía a concretar un acto catártico- lo hacía público. Y jamás me cuestioné eso. Menos esa noche en el cumpleaños de David.
Cada vez que llega esta fecha, el clima se repite y me transporto a ese domingo de dos mil uno en esa casa gigante y ese rato compartido en el que las palabras y las narraciones fueron la resistencia. Es el lugar más común de todos, lo sé, pero hay algo en el rocío de la noche que impone determinados recuerdos, y esa es la razón por la cual escribo todo esto. Disculpen tanta incongruencia y arbitrariedad.
La fiesta terminó temprano, me volví antes de las doce y cuando llegué, me encontré con el Gringo tomando mates con mi abuela. En verdad no me sorprendí porque si algo bueno tenía vivir
en ese domicilio era que, sin importar la hora, cualquiera podía pasar a saludarme. El Gringo era uno de mis amigos más recientes y fue la primera persona nómade que conocí en mi vida. Una vez vino a visitarme y se quedó con mi familia durante un mes entero.
Comimos algo y nos fuimos a dormir. El Gringo se acostó en un colchón que le tiramos en el suelo y yo en mi cama de una plaza cuyos elásticos parecían estar hechos de hormigón armado. Le conté de la casa enorme, del cumpleaños de David, de sus primas, de Lele y sus pantalones anchos y el aro en la ceja izquierda. Al igual que me pasaba con el Ratón, con el Gringo podía conversar por horas y acerca de lo que se me ocurriera. Si bien las charlas eran muy diferentes entre sí, tenían en común que con ambos me sentía seguro. A lo mejor no podían darme todas las respuestas que me hubiese gustado obtener, pero hablar con ellos me reconfortaba. El Ratón tenía el don de no juzgar y oír incondicionalmente; el Gringo, por su parte, poseía una capacidad interpretativa deslumbrante.
El Ratón vive en Canadá, David se convirtió en un tatuador exitoso, a sus primas creo haberlas cruzado una vez, a Lele nunca volví a verlo y la casa de la fiesta fue demolida. En ese terreno levantaron una iglesia evangelista que de afuera parece un estadio deportivo. Ahora, de madrugada, la bruma inmóvil que percibo desde la ventana hace que piense en aquella fecha en la que en realidad no pasó demasiado. Si la memoria es una pared de corcho en el que pegamos recortes de revistas y fotos viejas, en el mío hay una postal de ellos dos. Los mezcla una imagen borrosa de esa noche de otoño cuando uno me llevó al cumpleaños de su hermano y el otro cayó de sorpresa en lo de mi abuela. Si sobreviví a ese tiempo, quizás el más triste de todos, estoy seguro de que en parte se lo debo a ellos. Porque a su lado, acaso sin saberlo, pude permanecer a salvo de los colmillos del mundo. Ese sitio que todavía acecha, pero que en aquel entonces atemorizaba mucho más.