ph: Gabriele Diwald on Unsplash
RITUALES
Carla Wais
Despertar
Me desperté con la certeza de haberme olvidado las pistas en el sueño. No puedo estar segura si ocurrió al abrir los ojos o apenas unos segundos antes. Por las dudas los cierro inmediatamente y permanezco en estado de total quietud, camuflada entre las sábanas y la almohada. Contengo la respiración como un cazador a la espera de su presa, atenta a percibir cualquier cambio sutil en el entorno. Es absurdo. No hay retorno. El laberinto onírico se esfumó por completo dejando solo un aura estelar de su paso por mi mundo. Donde estoy ahora, solo accedo a algunos sonidos aislados, la calle se despereza con las voces y las risas de mis vecinos y la bocina de un auto insomne. Sólo es cuestión de tiempo. Tarde o temprano el reloj eclipsará los sueños perdidos.
Mate
El mate es una de las primeras cosas de las que me ocupo minutos después de despertar. Todas las mañanas preparo un termo con agua caliente y el kit correspondiente -mate yerba y bombilla- únicos protagonistas de la bandeja que llevaré hasta mi habitación. Su llegada a la cama da comienzo al rito. Mientras el tiempo transcurre a cuenta gotas en cada cebada, me mantengo en completo silencio. Aferrada a mi mate con ambas manos, me sostengo en la tarea de desprenderme de las vivencias del no tiempo. Retazos de sueños, saldos del suspenso, devienen notas escritas en mi libreta. Lentamente voy despidiéndome del abandono dispuesto por la noche. La luz y ciertos sonidos se filtran trazando el espacio. Como ella, comienzo a disolverme en un contorno impuesto por colores y formas. Muda de palabras voy recogiendo mis fragmentos a medida que el agua se acaba. La última gota de agua bendita coincide con el momento de vestirme del ropaje cotidiano y hacer caso a la respuesta que alguna vez di a la pregunta de quién soy.
Guantes
10:04 Am. Estoy en el consultorio esperando al primer paciente del día. Debió haber llegado 9:30. Hace media hora. Hace exactamente media hora que sigo tomando mate mientras espero. Hay días que detesto tener que esperar. Hoy es uno de esos días.
Otras veces, confieso, íntimamente lo agradezco. Guardo la vajilla que se secó durante la noche. Barro la cocina y por qué no el pasillo de entrada. Hago mi cama. Saco la ropa que puse a lavar ni bien me levanté y la cuelgo en la terraza. Ordeno un poco la casa. La metonimia doméstica, como suelo llamarla, tiene un nosequé para mí. Despliega el enorme potencial de mi alter ego “la hormiguita trabajadora”. En esas ocasiones el timbre del paciente me toma por sorpresa, casi como un imprevisto entre tanta debida obligación. Son muchas las ocasiones en las que, todavía con los guantes de látex cubriendo mis manos, previo suspiro, por el portero eléctrico respondo: «un minuto».
Pero hoy es uno de esos días en los que la espera cobra su verdadera dimensión de sinsentido. Tiempo verdaderamente perdido. Irrecuperable.
Cuando me desperté el cielo prometía nubosidad en aumento y posibilidades de chaparrones para nada aislados. A pesar del pronóstico, si no hubiera sido por el hecho de que hace cuatro días llueve sin cesar y que la soga desborda de ropa chorreante que lavé la mañana de la tarde del día que comenzó a llover, seguramente hubiera iniciado un lavado al tiempo que me preparaba mi primer termo de mate. Pero no. Resultaba imposible arriesgarme a semejante posibilidad acumulativa de materia pendiente, descontando la injusticia de privarle la prioridad de lavado a la humedad textil que languidece en la terraza.
Muy a mi pesar, haciendo acopio de una férrea voluntad, en un acto de puro estoicismo, me abstuve de iniciar ese primer lavado.
¿Cómo iba a imaginar que, entre las 9;50 -momento en que curiosamente comencé a sentir esta espera intolerable- y las 10, comenzaría a vislumbrarse un haz de luz entre tanta masa espesa de nube gris? ¿Cómo iba a suponer que iba a tener tiempo suficiente para colgar el nuevo lavado e iniciar el del flagelo víctima de esa lluvia que parecía haberse vuelto eterna? Sólo un corazón desbordante de optimismo hubiera podido, colocar la ropa sucia dentro de la máquina, verter el jabón en polvo y el enjuague, y casi como con un pase mágico presionar el botón de “encendido”, mientras repetía como un mantra las palabras que tantas veces le había escuchado decir a su abuela Luisa: “Siempre que llovió, paró”.
Agua
Abro la canilla de agua caliente y cuando el chorro es suficientemente contundente coloco el tapón a la bañadera. Justo por debajo donde golpea el chorro sobre la base del agua, vuelco un poco de espuma para baño aroma tilo. Adoro el perfume de los tilos. Me gustaría algún día, reemplazar el Plátano de la vereda por uno. Me contaron que la Ciudad de la Plata hay épocas del año que parece haberse perfumado con Tilos. Buenos Aires en cambio últimamente huele casi siempre a acumulación de basura y cloaca estancada. Son épocas en que la mierda flota.
Prendo un sahumerio y bajo la luz del baño.
Comienza uno de los momentos más deseados de la semana: el ritual de los viernes. Mientras se llena la bañadera me enciendo un puchito. No suelo fumar entre semana. Hace más de diez años que lo dejé de un día para otro. Pero la noche de viernes está más allá de la costumbre, es pura línea de fuga, suerte de imperiosa expectativa de cosa nueva.
Llevo la computadora al baño y elijo una música. Le doy play apenas cierro la canilla. Me molestaría comenzar a escucharla con el ruido del chorro golpeando sobre el fondo del agua. Me suelto el pelo y me sumerjo completamente hasta hundirme. Me entrego al agua tibia y a sus poderes. Su vaivén sobre mi rostro masajea el gesto cotidiano en el que suelo reconocerme, deshaciendo sutilmente la máscara a través de la cual fallo en saber quién soy.
Carla Wais nació y vive en Caba. Se recibió de psicóloga en la UBA y desde entonces se ha dedicado al psicoanálisis, en la práctica hospitalaria, en la docencia universitaria y en la práctica privada. Hace poco más de diez años que abrió un blog donde publica lo que va escribiendo. Parte de ese material fue publicado el año pasado bajo el título ATERRIZAJE FORZOSO. En paralelo explora cada vez con mayor compromiso prácticas que involucran a los cuerpos y a su potencia expresiva, fundamentalmente la danza Butoh.