Gol de Perotti a Ferro

Boca Juniors. Juan Diego Incardona

BOCA JUNIORS

Juan Diego Incardona

Para Salvatore Incardona, Celina Zaldarriaga, Tino, Fabián Cabrera, Inés Bedia

 

Corría el año 1981 y entraba por primera vez en la Bombonera. Antes de mirar el pasto, vi las tribunas. Me acuerdo que me mareé y mi tío Salvatore me tuvo que agarrar porque casi me caigo. Nunca había visto un lugar así. Era como la foto del Coliseo romano que aparecía en el manual de la escuela. Miré la cancha. No había gladiadores. Pero jugarían Mouzo, Pernía, Brindisi y todas las figuritas de mi álbum. El amarillo de las banderas brillaba tanto que realmente parecía ser de oro. Azul y oro, Juanegriego, ¡agarrate que esta cancha tiembla! Todos saltaban. Todos cantaban. Dale Boca, dale Boo…

Faltaban dos horas para que arrancara el partido y el estadio ya estaba lleno. Boca jugaría con Ferro una final anticipada, tres fechas antes de que terminara el campeonato. Mi tío era socio de toda la vida y había prometido llevarme a la cancha cuando cumpliera diez años. El 27 de julio finalmente los cumplí y Salvatore apareció en casa a la semana siguiente, el domingo bien temprano.  Mis padres se sorprendieron con su visita y, cuando se enteraron de que me quería llevar con él, no quisieron saber nada, porque les daba miedo que fuera a un partido con tanta gente. Además, llovía y hacía frío. Pero Salvatore los miró fijo a mi padre Joanino y a mi abuelo Giuseppe, que vivía con nosotros, y les dijo:

—Lo prometido es deuda.

A partir de ese momento, nadie se opuso. Como si hubiera que respetar no sé qué código de la mafia siciliana, es decir: ¡de mi familia! Mi mamá me enfundó en pulóveres y casi me ahorca con la bufanda que usaba ella, porque era más abrigada. Yo no lo podía creer. Cuando comprendí que realmente me iban a dejar ir a la cancha, empecé a saltar como un loco y después lo abracé fuerte a mi tío y le pregunté:

—¿Juega Maradona?

Todos se rieron.

Si tuviera que hacer una lista de los momentos más felices de mi vida, esa mañana no podría faltar, aunque sabía que era una mala época. Yo era chico, pero escuchaba los comentarios que se hacían en casa, en voz baja para que ni siquiera los vecinos pudieran oír, que eran malos tiempos en nuestro país, que pasaban cosas terribles. Mi mamá siempre le decía a mi papá que tuviera cuidado cuando fuera al trabajo, allá en el puerto, porque estaba lleno de militares. Dos veces lo habían retenido, camino al trabajo, por averiguación de antecedentes.

—Uno sale y no sabe si vuelve —le escuché decir una vez.

Mi mamá nos ofreció hacernos rápido unos sándwiches para que tuviéramos algo para comer, pero mi tío le dijo que no se preocupara, que me iba a comprar pizza, panchos, coca cola, lo que yo quisiera.

—Hoy al rey Juanegriego le dan todos los gustos —se rió mi abuelo Giuseppe y, como siempre que se reía, se le empezaba a mover la panza como un flan. ¡Como lo quería a mi abuelo!

Salimos al porche, después a la vereda, crucé la calle y me metí en el Renault 12 naranja de mi tío. El resto de mi familia saludaba desde la puerta de casa. Mi mamá lloraba. Parecía que me estaba yendo de viaje para siempre, hacia algún lugar lejano, y de algún modo fue así, porque aquel domingo 2 de agosto, Día del Niño, crucé la General Paz y salí por primera vez de Villa Celina. Y en la lista de los momentos más felices no sólo aparecerá esa mañana, sino también lo que iba a suceder aquella tarde, cuando literalmente volé sobre un mar de cabezas.

Fuimos a la primera bandeja de las tribunas que daban a Casa Amarilla. A medida que pasaron los minutos, me fui sintiendo cada vez más apretado y entonces Salvatore se paró detrás de mí tratando de aguantar un poco la presión. Me agarró miedo, pero mi tío me dio un gran consejo:

—Juanegriego, vos hacé lo mismo que hacen los demás y vas a estar bien. Si la gente salta, vos saltá; si la gente empuja, vos empujá.

Esa era la clave y de alguna forma lo entendí. La hinchada de Boca era el mar y yo tenía que aprender a nadar. Nadie podía ir contra la corriente, así que me dejé llevar por la marea y fue hermoso. Me movían para un lado, me movían para el otro, y sin embargo esos movimientos que escapaban a mi voluntad empezaron a hacerme sentir protegido, como si aquellos miles de hinchas fueran una gran coraza, mi escudo contra cualquier peligro que pudiera aparecer. La gente cantaba sin parar.  Yo no conocía muchas canciones y trataba de aprenderlas y de ese modo poder pertenecer, que los demás hinchas me miraran con aprobación, como uno más. Si me hubieran dicho que medio país estaba en esa tribuna, le hubiera creído. Éramos la mitad más uno y yo bien podría haber sido el famoso uno, el nuevo, el bautizado, el reencarnado de los hinchas xeneizes de la antigüedad que quisieron ver a Boca Campeón.  Boca4-Talleres2, 1931; Boca5-Independiente2, 1940; Boca2-Racing0, 1944; Boca1-Tigre0, 1954; Boca2-River2; 1969; Boca1-River0, 1976. Todas las finales juntas y yo en el centro, gritando como un poseído. Mi voz de niño era aguda, pero en ese momento fue desafiante, feroz. Miles de papelitos volaron en el viento. El cielo se oscureció. Los truenos se mezclaron con los gritos. Y así, en medio de la tormenta, los equipos salieron a la cancha.

Dicen que las mareas son provocadas por la luna. En aquel domingo de infancia, las gravedades de los grandes astros, cuyos posters empapelaban la pared de mi pieza, eran capaces de dar vuelta la lluvia, una mezcla de agua y barro que caía del suelo al cielo. Era como si aquellos charcos pisados por los botines pudieran salpicar todo el universo. Miré a mi alrededor y creo que me agarró un ataque de risa. El oleaje azul y amarillo se llenó de caras que hacían gestos raros, cómicos. Algunas personas se habían disfrazado y usaban sombreros extravagantes; otras, estaban en cuero pese al frío.

De pronto, algunos empezaron a cantar una canción que sí conocía, porque la escuchaba en mi barrio desde que tengo memoria. Era la marcha peronista. Otros, nerviosos, pidieron silencio, que mejor no la cantaran, que podía haber problemas. Cerca de nosotros, varios hinchas discutían. Unos meses después, la hinchada de Chicago la cantó en Mataderos y a la salida fueron perseguidos y reprimidos por la policía.

Cuando el árbitro tocó el silbato y la pelota empezó a rodar, automáticamente dejó de llover, incluso recuerdo ver brillar algún rayo de sol en las tribunas de enfrente, que daban al Riachuelo. Pero la cancha estaba medio inundada y los jugadores empezaron a embarrarse. A la gente le encantaba cuando se tiraban al piso. Salvatore me decía ves, Juanegriego, así es como se tiene que jugar en Boca, porque la camiseta de Boca fue inventada para llenarla de tierra, de pasto, de transpiración, ¡de sangre!

—¡Mamma mía! —Y se hacía la señal de la cruz.

Yo me acordaba de los partidos en el campito, o en la Sociedad de Fomento, donde me parecía que se jugaba más o menos igual. Aunque allá en Celina no había tribunas, también jugar a la pelota era tirarse al piso y embarrarse todo.

—¡Vaffanculo, coglione, corré, saltá! ¡La palla!

Mi tío se ponía nervioso y por momentos empezaba a insultar, aunque no recuerdo bien a quiénes, supongo que a nadie, o a todos.

En el primer tiempo, el loco Gatti, gran ídolo de mi madre, atajó en el arco que daba a nuestra tribuna. Tenía puesto un buzo rosa y la vincha que siempre usaba en las fotos. La gente le decía cosas, lo alentaba, y él, sin darse vuelta, saludaba moviendo las manos en alto. Sus guantes me parecían enormes, como los de un boxeador. Entonces, la mayoría lo aplaudía. Pero me acuerdo de un hombre que estaba al lado mío, que de repente se puso a gritar enojado, que no lo distrajeran al arquero. Otros reaccionaron y empezaron las discusiones, cada vez más subidas de tono. Sin embargo, creo que se decían cosas graciosas, porque mi tío y otros más se empezaron a reír.

—Che, ¡déjense de joder y vean el partido!

Justo en ese momento, un jugador de Ferro desbordó por el costado que daba a los palcos y quedó solo contra Gatti. Le pegó fuerte al primer palo y la pelota dio en la parte externa de la red. Todos se agarraron la cabeza. Enseguida me agarré la cabeza. Decían Dios mío, pensé que entraba. Entonces mi voz aguda resonó en la primera bandeja. ¡Dios mío, pensé que entraba! Me había convertido en una especie de imitador. Si alguien gritaba algo a la izquierda, yo gritaba lo mismo a la derecha. Si se reían, yo también me reía, aunque no supiera bien el motivo, inventando carcajadas. Como me había dicho mi tío un rato antes, tenía que hacer lo mismo que los demás, así que esa tarea me la tomé muy seriamente, porque quería aprender a ser hincha.

Cuando terminó el primer tiempo, seguíamos cero a cero. La gente estaba nerviosa. Decían que el partido era difícil, que Ferro era duro, que tenía un equipazo.

—¡Pero hay que ganar! —dijo uno.

—¡Cueste lo que cueste hay que ganar! —dijo otro.

Entonces la hinchada empezó a cantar mamá yo quiero oh oh… La gente saltaba y el lugar retumbaba. A mí me daba la impresión de que la tribuna de arriba se iba a derrumbar y cerré los ojos.

—¡Juanegriego! ¡Juanegriego!

—¿Qué pasa?

—¿Querés un pancho?

Increíblemente, un vendedor ambulante lograba avanzar en medio de aquella multitud donde no entraba un alma, aunque todavía estaba como a diez metros de nosotros. Los hinchas levantaban la mano para pedirle.

—¡Jefe! ¡Acá!

Mi tío Salvatore también levantó la mano y el vendedor lo vio. Era una cosa de no creer. No me acuerdo bien cuánto salía, pero sí me acuerdo de la plata de mi tío yendo de mano en mano hasta el vendedor. Yo pensaba que alguno se la podía robar, pero en pocos segundos el billete llegó hasta él.

—¿¡Con mostaza?! –Nos gritó.

—¿Con mostaza? —Me preguntó mi tío.

—Sí —le contesté.

—¡Sí! —le gritó mi tío, y algunos hacían eco y se reían—. ¡Sí! ¡Con mostaza!

Acto seguido, el pancho empezó a pasar de mano en mano moviéndose hacia nosotros. De nuevo, desconfié, y pensé que alguno se lo iba a comer en el camino, pero todos respetaban el mandado y lo pasaban, bien alto, hasta que llegó. Empecé a comer. Las personas que estaban a mi alrededor sonreían y me palmeaban.

—¿Va bene?

—Sí, bene —ahora trataba de imitarlo a mi tío Salvatore, que desde aquel día se convertía en mi ídolo.

En el segundo tiempo, se jugó más o menos igual. Parecía imposible que alguien metiera un gol en un partido tan cerrado. Yo empecé a tener la sensación de que había niebla sobre la cancha. Quizás la lluvia se estaba evaporando y además se mezclaba con las humaredas que miles de bocas echaban al aire, debido al frío. En esa imagen empañada, escribo ahora, como quien escribe con el dedo, sobre la ventanilla de un colectivo, el nombre de su amor, para que también otros —próximos pasajeros— puedan verlo, y quizás imaginen la cara de ese nombre, el amor que sintió, antes de que el tiempo lo derrita sobre el vidrio, gota a gota.

—¿Siempre tenemos que sufrir? —Preguntó alguien.

Los minutos corrían y a Boca se le escapaba la gran oportunidad, quizás el campeonato. Al partido lo transmitían por la tele y esa grabación la vi muchos años después. Cuando faltaban quince para el final, y el aire se cortaba con una tijera, el relator ponía el dedo en la llaga y repetía: cero a cero Boca y Ferro, segunda etapa.

Y siguió: arranca Garré. La pide Márcico. Márcico. Garré. Va el número tres. ¿Buscando a quién? ¡Gatti! Ahí estaba el loco. Atención Brindisi. El mono Perotti. Ganó Maradona. Va el pase. Cañete lo marca. Brindisi. Va Perotti. Ganó Maradona en el medio. Ahí va. ¡Maradona! No pudo.

Lo miré a mi tío Salvatore. Tenía la boca abierta y los ojos fijos. Ni siquiera pestañeaba. Estaba duro como una estatua. Miré alrededor. Toda la tribuna parecía congelada. El tiempo pasaba y ahora faltaban sólo doce minutos.

En la tele, el relato era una lista monótona de apellidos, sin jugadas. Este es Gómez. Buscando a Crocco. Perotti. Sacará Maradona. Suárez. Sacará Córdoba entonces. Brindisi. Mouzo. Gritando Passucci. Juárez. Sí Benítez. Brindisi. Buscando el juego para Escudero. Barissio. Se prepara Trobbiani en un costado. El Beto Márcico. Sale Gatti. Cúper.

Faltaban diez minutos y creo que me había dado un poco de sueño. En ese momento, minuto ochenta clavado, el loco Gatti sacó del arco del Riachuelo con un pelotazo fuerte al medio que rechazó Cúper de cabeza. Entonces la agarró Maradona.

En la tele, el relator dijo: arranca Maradona, lo pasa a Arregui, Maradona…

En la radio, otro relator contaba con un poco más de entusiasmo: la para Maradona, arranca Maradona contra Arregui, lo deja por el camino, gran pase de Maradona…

Cinco años después, daría un pase parecido para la corrida de Burruchaga en la final del mundo. Nueve años después, otro para Caniggia contra Brasil.

Después del rechazo de Cúper, Maradona tomó la pelota y metió un pique corto en la mitad de la cancha y lo pasó a Arregui en diagonal, en dirección a los palcos. Otro jugador de Ferro se le venía al humo por la derecha. De pronto, hizo una pausa rapidísima, casi invisible, como un piloto de Fórmula 1 que mete un cambio en velocidad apenas pisando el embrague, y esto le permitió al diez acomodar la zurda para meter un pase largo a contrapierna, con la cara externa del botín. La pelota cruzó milimétricamente entre cinco jugadores de Ferro, dos de ellos que trataban de taparle el pase en la mitad de la cancha y otros tres que volvían desesperados hacia su propio arco. En medio del enjambre, corría solo el mono Perotti, quien recibió el extraordinario pase. Pero todavía Perotti estaba como a diez metros del área. Un jugador de Ferro lo corrió por la izquierda y le tiró una patada tirándose al piso. El mono tambaleó y casi se cae, pero aguantó el guadañazo como en sus épocas de potrero allá en el conurbano profundo, en Moreno. Entró al área y quedó mano a mano contra Barisio, que salió rápido para achicarle. El arquero de Ferro se tiró con las piernas hacia adelante, pegó un giro con todo el cuerpo y tiró un manotazo tratando de tapar el tiro. Pero el mono era un delantero acostumbrado a esos achiques y cacheteó con la zurda en el momento justo, hacia el segundo palo. Entonces siguió corriendo hacia el costado, donde se unía la popular con las plateas. Miró una vez hacia el arco para asegurarse de que la pelota efectivamente entraba, y después siguió su carrera con los brazos abiertos, para festejar con la gente aquel gol que valía un campeonato.

Cuando Maradona dio el pase y empezó la corrida del mono Perotti, todos los hinchas inclinamos los cuerpos casi involuntariamente hacia adelante, para ver mejor. La gente empezaba a emitir un sonido extraño, que se quedaba vibrando en las gargantas, como bloqueado. Era como una vocal entre la a y la e que aumentaba su volumen y que pronto se transformó en un gran rumor de la multitud, que a medida que pasaba cada décima de segundo se inclinaba todavía más, en bloque, hacia adelante. Estaba pasando aquello que me enseñaron en la escuela sobre la energía, que podía pasar de potencial a cinética cuando se rompía la inercia.

La pelota rodaba hacia el arco de Casa Amarilla en una película en cámara lenta, como si fuera un gol pateado al infinito. Todos seguíamos bajando escalones. Mi tío Salvatore se dio cuenta de que algo iba a pasar y me levantó con toda su fuerza. Sentí que me lanzaba por el aire. Entonces tuve una vista panorámica. Toda la masa de gente caía como un alud. Un ruido ensordecedor, parecido a una explosión, retumbó en el ambiente. No sé cuántos metros caí, deslizándome sobre aquellos cuerpos frenéticos. Cuando lo recuerdo, se parece a mis veranos en Claromecó, barrenando olas con mis primos.

La llamaron la madre de las avalanchas, la avalancha más grande del mundo, la avalancha del gol que pudo terminar en tragedia. Años después, Barisio, el arquero de Ferro, dijo:

—Yo sentí un griterío impresionante, pero no me di cuenta de la avalancha. Estábamos tan metidos en el partido. Después, con los años, cuando veo el video, en esa bandeja, creo que fue la primera bandeja, se viene toda la gente contra el alambrado…

Brindisi también lo recordó:

—No me lo voy a olvidar nunca más en mi vida. Pensé que podía ser una tragedia. La cancha se venía. Era una marea la gente cómo se venía. Lo agarré del pelo al mono y lo traje para atrás, porque si seguíamos ahí, iba a pasar una desgracia.

La historia puso a aquel gol en un tiempo mítico, legendario. Con los años, algunos dijeron que ese tiro se iba desviado o que iba a pegar en el palo, pero que fue aquella avalancha de la hinchada de Boca la que provocó, con su energía, que cambiara la trayectoria de la pelota para que entrara en el arco.

Todavía seguíamos festejando el gol, cuando terminó el partido. Mi tío Salvatore me revisó para ver si estaba bien. Creo que tenía algún raspón en la mejilla y un chichón en la cabeza. Pero no me dolía nada.

—¡Boca Juniors! —Mi tío me abrazaba—. ¡La migliore squadra del mondo!

Salimos de la cancha, caminando despacio entre la multitud, en busca del Renault 12 naranja que nos llevaría de regreso. Hacía rato que había dejado de llover y ahora los rayos del último sol de la tarde se filtraban entre las nubes e iluminaban las copas altas de los árboles. Las paredes de las casas estaban pintadas de azul y amarillo. Los balcones tenían colgadas banderas de Boca. En una cortada unos chicos jugaban a la pelota y todos tenían remeritas de Boca. La gente se iba cantando por las calles. Los automovilistas tocaban las bocinas y, en el Riachuelo, sonaban las sirenas de los barcos.


Juan Diego IncardonaJuan Diego Incardona nació en Buenos Aires en 1971. Dirigió las revistas el interpretador y La perla del oeste. Coordinó el área de Letras del Espacio Cultural Nuestros Hijos (Madres de Plaza de Mayo), trabajó en la Comisión Nacional de Bibliotecas Populares (CONABIP), en el programa Memoria en Movimiento (Jefatura de Gabinete de la Nación Argentina) y fue profesor en la Universidad Nacional de Hurlingham. Publicó Objetos maravillosos (2007), Villa Celina (2008), El campito (2009), Rock barrial (2010), Amor bajo cero (2013), Las estrellas federales (2016) y La cárcel del fin del mundo (2019), además de cuentos en varias antologías. Coeditó Los días que vivimos en peligro (2009). Actualmente, dicta talleres literarios y es director de la Casa de la Provincia de Buenos Aires.